El uso de vehículos motorizados para dominar, abusar y degradar la integridad ecológica de los espacios públicos es inaceptable, en particular en un país como México, cuyo capital natural ya ha sido severamente impactado y deteriorado en los últimos cincuenta años. A estas incursiones motorizadas no en vano Douglas Tompkins les llama actos vandálicos contra el planeta, dignos de ser sancionados legalmente.
El uso de vehículos motorizados para dominar, abusar y degradar la integridad ecológica de los espacios públicos es inaceptable, en particular en un país como México, cuyo capital natural ya ha sido severamente impactado y deteriorado en los últimos cincuenta años. A estas incursiones motorizadas no en vano Douglas Tompkins les llama actos vandálicos contra el planeta, dignos de ser sancionados legalmente.
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Noviembre 16, 2020
Lejos ha quedado de incursiones y actividades practicadas
en la naturaleza la palabra friluftsliv, que el poeta y dramaturgo escandinavo
Henrik Ibsen usara, en 1859, para referirse al profundo contacto del ser humano
con los espacios silvestres. Sería simplista traducirla como “vida al aire
libre”, versión casi literal del sueco, pues estaríamos perdiendo toda una
filosofía.
Ahora, como contrapunto, tenemos el ruido, o impacto de la contaminación
por ruido, cada vez mayor en las incursiones al aire libre a bordo de vehículos
motorizados. Existe un término para definir el ruido producido por las
actividades humanas:antropofonía. Desde el caótico tráfico
vehicular urbano hasta el bullicio de un grupo de vehículos todo terreno en una
brecha rural, el ruido nos acompaña diariamente. No ha sido enteramente socializado
el efecto negativo que tiene este ruido excesivo en la salud humana y en muchas
otras formas de vida con las que compartimos el planeta.
“Desde el caótico tráfico vehicular urbano hasta el bullicio de un grupo de vehículos todo terreno en una brecha rural, el ruido nos acompaña diariamente.”
Friluftsliv fue una palabra tan poderosa que
abrió una puerta sensorial abarcadora para cada ser humano: entrar a los
parajes naturales y ajustarse a los ritmos del propio paisaje, en
contemplación, en silencio, para apreciar las formas de vida de los distintos
reinos y, por supuesto, también para entrar en contacto con los ritmos de
nuestro yo interior y de la gente que vive en esas geografías.
Nada más lejano de friluftsliv
que los vehículos todo terreno, las motocicletas de nieve (snowmobiles)
y otras variantes, con su agresivo y veloz paso, así como las embarcaciones recreativas,
las motocicletas de agua (jetskis) y las lanchas rápidas, ajenas al
entorno natural en el que navegan. Es este lamentable no escuchar, este
transitar sin observar, que se ha vuelto la norma.
El empresario y conservacionista estadounidense Douglas Tompkins —más
conocido por fundar la marca de ropa The North Face, e impulsar grandes
proyectos de conservación en el sur de Argentina y Chile—, nombró como ecoterroristas a quienes practican la recreación
motorizada. No sólo consumen cantidades ingentes de gasolina, también
atropellan, sin consideración alguna, el territorio y su biodiversidad, las
formas de vida comunitarias locales y el respeto al derecho a la recreación de
otros.
Además de tacharlos de antipatrióticos e irresponsables, se refirió a ellos
como la principal amenaza que socava la integridad ecológica de muchas áreas
naturales, como espacios públicos de libre acceso, por esa capacidad de abrir
nuevas rutas en el entorno natural al que llegan, afectando significativamente los
ecosistemas a su paso. Incluso fue acertado al describir a esta actividad recreativa
como un comportamiento inaceptable en una civilización avanzada.
El ruido que generamos como tal se duplica cada 30 años. Así lo han
reportado estudios científicos. En Estados Unidos, en donde hay más de 7
millones de kilómetros de carreteras (y 1.6 millones de kilómetros de ríos y arroyos),
el tráfico vehicular se ha multiplicado casi cuatro veces entre 1979 y 2019. Considerando
que 83% de la superficie de ese país está a menos de dos kilómetros de
distancia de una carretera, amplias partes del territorio (más del 22%) y de la
población reciben el impacto del ruido de los vehículos motorizados. Comparados
con el número de personas en total que visitan los espacios naturales, los
aficionados a los vehículos todo terreno son minoría; sin embargo, este
entretenimiento genera tal nivel de ruido e impacto que la fauna se aleja
demeritando la experiencia silvestre para aquella mayoría que la realiza en silencio
y respeto. Un estudio realizado en el norte de Estados Unidos con motocicletas
de nieve (snowmobiles) determinó que el ruido provocado por este tipo de
vehículos se escucha a una distancia de casi 5 kilómetros, generando un
corredor de ruido de casi 10 kilómetros a lo largo del trayecto del vehículo.
En conjunto, en las últimas tres décadas, las actividades humanas han elevado
el nivel de ruido de fondo en nuestro entorno en aproximadamente 30 decibeles.
Investigaciones médicas indican que el ruido propicia cuadros de
hipertensión en la gran mayoría de las personas y afecta el aprendizaje en los
niños. Asimismo, el ruido en espacios naturales distrae de la apreciación de
los valores paisajísticos a quienes buscan en la naturaleza una experiencia
relajante o terapéutica. El estado de paz o alerta tranquila, tan apreciado por
los maestros zen, los poetas y los deportistas, entre otros, se da únicamente
cuando en nuestro cerebro imperan las ondas alfa, las cuales se producen al disfrutar
de un entorno silencioso y armonioso, como el de un bosque, la cima de una
montaña, una pradera o una solitaria playa.
Por fortuna, no todos los lugares que frecuentamos padecen el ruido de los
vehículos motorizados. Todavía nos quedan algunos espacios libres de contaminación
sonora.
Para los habitantes urbanos, los diferentes parajes montañosos aledaños en
cualquiera de las imponentes sierras que cruzan nuestro país, con sus esplendentes
valles y cañones, eran, hasta hace un par de años, reductos de paz donde ocasionalmente
el canto de una alondra, una chara, un clarín jilguero, o bien, el motor de un
vehículo de la comunidad, rompían un silencio que de inmediato volvía a cubrir
el paisaje con su sereno manto de quietud.
Primero con curiosidad, después con asombro y ahora con preocupación, somos
testigos de un nuevo fenómeno. Es algo así como la versión Mad Max de aquellas caravanas de jeeps, cuatrimotos y motocicletas cross
que hasta hace un par de años eran los únicos vehículos todoterreno que
cruzaban estos parajes naturales. Fue una moda que llegó para quedarse y es difícil
de explicar: los vehículos Razor. Esos
tubulares adaptados para brechas y equipados con llantas todo terreno,
suspensión, asientos, medidas de seguridad, poderosas luces y bocinas. En su
interior, se acomodan dos o cuatro tripulantes, con trajes de motociclistas y
cascos protectores con mica reflejante. La mayoría de las veces circulan en
grupos de 6 a 20 vehículos a una velocidad excesiva, incongruente con el paisaje;
con música a volumen máximo y luces parpadeantes. Al viajar desconectados del
entorno, representan un riesgo para las personas que comparten los caminos
rurales con estos absurdos vehículos.
Son muchos los impactos negativos y nulos los beneficios colectivos que
resultan del uso no regulado de estos y otros vehículos todoterreno. Comienzan
ya, como en otras áreas naturales, a desplazar a observadores de aves, a
senderistas, ciclistas y caminantes, que otrora buscaran conectarse con la
biodiversidad y sus ciclos de una manera respetuosa. Es claro que provocan serios
trastornos en estos espacios y en las comunidades rurales que los habitan. El
principal riesgo humano es la posibilidad de un atropellamiento o una colisión
con otros usuarios de las brechas. El riesgo mayor, por su carácter de
permanente, es la ausencia de contemplación y cuidado de la naturaleza, ya que esta
recreación motorizada lleva el aturdimiento a un espacio en donde otros seres vivos
viven y se desplazan.
Otro agravante es el sistemático deterioro de caminos y brechas,
infraestructura vital y básica para las comunidades, así como la emisión
constante de polvo y gases de combustión, que se suma a la contaminación visual
y sonora y, en algunos casos, a la generación de basura. No menos importante es
el alto costo de estos vehículos, que subraya la enorme desigualdad
socioeconómica del país y también exhibe la indiferencia mostrada por quienes
se ostentan como sus propietarios, a modo de onerosos juguetes intrusivos en
nuestros frágiles ecosistemas, fuentes de agua, aire limpio y salud para la
sociedad.
Cuando los vehículos todoterreno abandonan el camino para avanzar por
arroyos y cañadas afectan también los cuerpos de agua y la calidad de esta, ya sea
para consumo humano o pecuario; un verdadero asalto a la vida y al respeto de
las necesidades de otros. Adicionalmente, las incursiones de visitantes en vehículos
todo terreno, en épocas críticas de riesgo de incendio —en especial entre enero y mayo—, suman amenazas debido a las fogatas y la irresponsable
disposición de colillas de cigarro.
El uso de vehículos motorizados para dominar, abusar y degradar la
integridad ecológica de los espacios públicos es inaceptable, en particular en
un país como México, cuyo capital natural ya ha sido severamente impactado y
deteriorado en los últimos cincuenta años. A estas incursiones motorizadas no
en vano Douglas Tompkins les llama actos vandálicos contra el planeta, dignos
de ser sancionados legalmente.
Pero, ¿podemos hablar sin considerar las fronteras políticas sobre los
paisajes, cuando son las políticas mismas o su ausencia las que han contribuido
a su deterioro? En este contexto específico la respuesta lamentablemente es no.
Así, la deuda que tenemos con la naturaleza abarca a todos los países. ¿Seremos
capaces de bajar la velocidad o simplemente elegir entrar a los paisajes
naturales para disfrutarlos de otra forma?
“Es tiempo también de que las autoridades tengan un diálogo constructivo con los dueños de los vehículos todo terreno para acordar reglas de conducta y un código de civilidad que nos permitan a todos disfrutar de los bienes comunes como los espacios silvestres”.
Creemos en el derecho que todos los mexicanos tienen de transitar
libremente y en el vehículo de su preferencia. Sin embargo, cuando esa libertad
vulnera los derechos y la salud de otros, es momento de sentarnos a conversar. Es tiempo también de que las autoridades
tengan un diálogo constructivo con los dueños de los vehículos todo terreno
para acordar reglas de conducta y un código de civilidad que nos permitan a
todos disfrutar de los bienes comunes como los espacios silvestres, el
silencio, la quietud natural y la seguridad al recorrer una brecha rodeada de
montañas.
Los retos colectivos se resuelven al asumir cada uno nuestra responsabilidad
individual. Socialicemos, aun y cuando no se encuentre integrado a las
políticas públicas, el concepto “Capacidad de Carga”, definido por la
Organización Mundial de Turismo como el número máximo de personas que pueden
visitar un destino turístico al mismo tiempo sin ocasionar destrucción del
entorno físico, económico y sociocultural del lugar. Este límite, impensable de
articularse, ahora, en tiempos de epidemia, toma sentido para algunos.
Si se desea contribuir al resguardo de los ecosistemas, la recreación en
espacios naturales no debe significar pavimentación de caminos ni la afectación
de los valores que caracterizan a nuestro generoso y biodiverso país, sino más
bien la oportunidad para construir receptividad y empatía en las personas que viven
la asombrosa geografía y los paisajes únicos de México.
Tal vez este cambio, necesario al ingresar a las áreas naturales, carezca de las comodidades creadas y vendidas en los medios de comunicación, pero llegar con lo menos posible a estos espacios es entrar a otra cadencia, a otro tiempo que sí alimenta, que sí sana, que sí respeta y que sí conecta. EP
[1] Luna Fuentes, Claudia, Diario de Montaña, Elementocero
ediciones, 2009
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