Los pulpos, del filo de los moluscos, como una babosa o un mejillón, exhiben comportamientos complejos, más propios de una inteligencia superior que del grupo animal al que pertenecen. El cerebro de los cefalópodos supone todo un enigma en la naturaleza, también un gran interés para la neurociencia. Lo cuenta este ensayo antropocéntrico sobre el sistema nervioso de los pulpos.
Los pulpos, del filo de los moluscos, como una babosa o un mejillón, exhiben comportamientos complejos, más propios de una inteligencia superior que del grupo animal al que pertenecen. El cerebro de los cefalópodos supone todo un enigma en la naturaleza, también un gran interés para la neurociencia. Lo cuenta este ensayo antropocéntrico sobre el sistema nervioso de los pulpos.
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Dicen que los pulpos, ojos
inquisidores que placen los fondos marinos, son los invertebrados más brillantes
del planeta. Dicen que, en la clasificación evolutiva de las especies, se
sitúan inferiores a los peces y reptiles: llegaron primero a la existencia.
Pero que su enorme cabeza, su cerebro sobredimensionado, aventaja en
complejidad a estos últimos. Dicen que los pulpos despliegan una creatividad
como pocos otros seres. A través de sus ojos de pupilas horizontales, reconocen,
en la alta densidad del agua salada, formas, cuerpos, lo que una distracción,
una simpatía o una amenaza.
Como duendes marinos exploran
los pliegues de arenas, navegan laberintos, se dejan llevar por los juegos
espontáneos. Los pulpos son maestros en el arte de la imitación; suplantan las
identidades de rocas y algas verdes entre las que encuentran guarida, suplantan
también las identidades de los depredadores de sus depredadores. Si un pez damisela
aparece al ataque, el pulpo imitador toma el color rayado de una serpiente
marina —una víctima que engañó a su
acosador en algún lugar del mar—. Su epidermis se reviste
de cromatóforos: células como sacos atestados de pigmentos capaces de crear texturas
e infinitas tonalidades. Así, los pulpos se inventan pieles.
Algunas especies emiten
luz, de algunos pulpos brota la bioluminiscencia como faros en la oscuridad del
azul más profundo.
Los
pulpos, que son cefalópodos modernos, como las sepias y los calamares, aparecieron
hace cientos de millones de años cubiertos bajo el manto de una concha. Para
volverse más flexibles, más efectiva su caza y más hábil su existencia —también
más vulnerable—, se despojaron de esta protección. A lo largo de su
historia, la corporalidad de los pulpos se deshizo del caparazón, pero ellos vuelven
a él una y otra vez para utilizarlo a su antojo: una caracola o la mitad de un
coco por escudo contra los depredadores más feroces.
Los pulpos poseen dos
grandes ojos para captar su entorno con detalle y percibir la iluminación, para
distinguir las imágenes distorsionadas que nadan por el mar, donde la vida —para casi todos los seres que la habitan allá al fondo— sucede en blanco y negro.
Los pulpos también son
ciegos al color.
“Todo un misterio en el reino animal el de aquel que pertenece al filo de los moluscos, como una lenta babosa o un aburrido mejillón, pero que exhibe, a su vez, un desarrollo desmesurado de encefalización”.
La suya, explican los
biólogos, es una inteligencia descentralizada, constituida a base de millones
de neuronas repartidas en cada uno de sus ocho brazos con vida propia, ocho tentáculos
de ventosas que tantean, olfatean, saborean los recovecos del océano. Ventosas
como lenguas. En el centro de su cuerpo fantasma, sin vértebras ni forma
concreta que lo sostenga, atesoran dos tercios de la información que les sirve
para deslizarse entre rocas, construir cubiles o lanzarse a sus más intrépidas exploraciones.
Todo un misterio en el
reino animal el de aquel que pertenece al filo de los moluscos, como una lenta babosa
o un aburrido mejillón, pero que exhibe, a su vez, un desarrollo desmesurado de encefalización. Esta combinación de un simple sistema nervioso y complejo
comportamiento es única en la naturaleza.
Pulpos que sueñan
El
pulpo es un animal de tres corazones del que se aprende mucho, del que se sabe
todavía poco. No en vano, a su comportamiento le han dedicado décadas de
investigación. ¿Qué mecanismo tras su gran cerebro desparramado los aproxima a
lo humano? Al pulpo le ha llevado tanto tiempo poder mostrar el amplio espectro
de su inteligencia como a nosotros asumir la cognición desde sus perspectivas
posibles. La inteligencia es relativa y se despliega en caminos insospechados,
parece que nos dicen los pulpos.
Afirma el neurólogo y escritor Oliver Sacks que, en un sentido empírico y evolucionista, el juicio es la facultad más importante que tenemos, que el juicio debería ser la primera facultad de la vida superior y la mente. Y, sin embargo, la neurología clásica lo ha ignorado o interpretado de manera errónea; los cefalópodos, tan a la cola en la cadena evolutiva de las especies, le dan un poco la razón. Porque, demoledores de paradigmas, algo de juicio parecen tener: escrutan buceadores con los ojos atentos, que son capaces de aprender de la experiencia y de la observación. Y de formar recuerdos, recuerdos duraderos que les producen placer o repudio.
Los pulpos recurren
a la memoria episódica para recordar lo que pasó en la infinitud de un océano
abierto o entre los cuatro cristales de una celda a modo de pecera. A través de
los recuerdos y las percepciones discurren y toman decisiones. Los pulpos lucen
un carácter propio determinado por las experiencias vividas, y también sueñan.
Pero no todos lo hacen cuando marcan los relojes. Algunos prefieren el día para
soñar y la oscuridad para trasnochar el océano, como el pulpo de los arrecifes
caribeños. A otros se le antojan más los hábitos crepusculares: el pupo maya sólo
despierta de su trance al cielo naranja de los amaneceres y atardeceres yucatecos.
Qué sueñan los
pulpos sigue siendo un misterio. ¿Presumen acaso de una biografía? Algunos se
atreven a afirmarlo: sencilla y breve a final y al cabo, pero los pulpos poseen
biografías. De lo que no son capaces es de narrarlas; tampoco lo necesitan. ¿Para
qué soñamos, para qué tenemos miedo? El sentido de la vida, nos dice la
naturaleza, subyace ajeno a la ocurrencia humana: nuestros últimos fines son la
supervivencia y la reproducción.
La
química que gobierna la vida
Las emociones aparecen y se heredan para la
supervivencia y reproducción de aquellos que las experimentan. Y a este mecanismo de adaptación al entorno lo gobierna la química A pesar de nuestra voluntad, actuamos medidos
por un equilibrio molecular en el cerebro. De neurona a neurona viajan los
neurotransmisores a golpe de descargas eléctricas; un viaje por el espacio
sináptico hasta la próxima célula nerviosa para desatar la furia, el regocijo,
el placer de capturar una presa o del amargo chocolate en un paladar.
Unplash
Cada
neurotransmisor resulta de una composición química distinta para cumplir su
función: sortear una amenaza, hacernos reír, volvernos nostálgicos. En la
sinapsis, como galopes químicos, se codifican los abrazos y los apretones de
manos. También la curiosidad que experimentan los pulpos. Cada molécula, en su
justa medida química, emigra por los cerebros para producir las emociones y
regular los afectos. Un desequilibrio puede desencadenar la ansiedad, un ataque
de pánico, puede volvernos locos de atar.
Mientras
la serotonina desencadena alegría, el glutamato el miedo, mientras pasamos la
vida riendo y llorando en el diván del terapeuta, la neurociencia avanza en el
entendimiento de esa compleja relación entre cerebro y comportamiento, entre lo
orgánico y lo psíquico. Avanza para encontrar patrones comunes o caracteres
antagonistas entre especies. La ciencia avanza diseccionando cerebros de pulpos
para encontrar en ellos atisbos de nuestro intelecto.
Y cuentan que quienes trabajan con pulpos acaban enamorándose de ellos. También aquellos que se los encuentran en el mar. “¿Cuál es la
diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen?
Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la
mirada”, reflexiona Amelie Nothomb. Y esta mirada de pupilas horizontales que poseen
los pulpos, que proyecta juicios, ojos que escrutan a buceadores, tiene mucho
que ver con que los pulpos se estudien tanto.
Una teoría
bastante extendida en los manuscritos científicos ha querido derribar la
conjetura de la inteligencia de estos animales: el grado de desarrollo de una
mente se puede reconocer en la complejidad de su vida social. Pero, en contraste
a otros invertebrados menos “humanos” y mucho más sociales como una abeja o una
hormiga, los pulpos son ascetas, se inclinan a fondear el océano como
ermitaños. Los machos se alejan de los machos, las hembras de sus congéneres
sexuales. A veces, los pulpos adoptan modos caníbales y el grande se come al
más pequeño. Los pulpos reniegan del sentido de la comunidad. Su destino es vagar
los fondos marinos aislados, y la preservación de su linaje es lo único que fomenta las relaciones entre ellos.
Los pulpos se rozan con los ocho brazos sólo para procrear, tarea a la que las hembras se entregan como una oda a la promiscuidad. Durante meses recolectan el esperma de distintos machos, pueden guardar en su cavidad hasta casi una docena de fluidos seminales. Las hembras de pulpo, precursoras de la multipaternidad, luego atienden la puesta como solteras. ¿Acaso no resulta todo un acto heroico la maternidad de las hembras? Tras custodiar a su prole, miles de huevos anclados como racimos de uvas a una roca, se abandonan a la muerte. Son las madres suicidas del océano, las lloronas sin llanto del mar.
La
soledad de los pulpos
El mandato que se
repite para toda forma de existencia es el mismo: mantenerse en el mundo, a
través de los que se fueron, a través de los lleguen. Y los pulpos, a los que
la vida no les alcanza ni dos primaveras, la deben aprovechar. La vida es
intensa para quienes la saben breve. La vida de los pulpos es corta, solitaria
y muy compleja.
Un equipo de
neurocientíficos de la Universidad Johns Hopkins se interesó por la supuesta
incapacidad de los pulpos para socializar. ¿Se podría estimular su roce al
margen del apareamiento? Entonces, se les ocurrió ensayar con pulpos y MDMA.
Las anfetaminas,
drogas para materializar el anhelo de caricias, también se aplican en los
laboratorios como potente cognitivo en ratones y otros animales sociales para entender
algunos desordenes afectivos, como el autismo o la depresión. Considerando la
conducta observada del pulpo en libertad, la soledad a la que se aboca en el
escenario inmenso del océano, una incertidumbre giraba alrededor del experimento:
¿reaccionarían estos invertebrados al estupefaciente?
“Confirmando la sospecha de los científicos, la dosis de éxtasis enseguida empezó a hacer efecto: los pulpos tendían sus tentáculos para arrimarse entre ellos”.
Confirmando la sospecha de los científicos, la dosis de éxtasis enseguida empezó a hacer efecto: los pulpos tendían sus tentáculos para arrimarse entre ellos. Los pulpos se abrazaban, exhibiéndose más relajados y complacidos que otras veces: la empatía enfrentando la timidez. ¿El triunfo del artificio sobre la naturaleza?
Sin el narcótico
recorriendo su sangre verdiazul, los pulpos se hubieran comportado como sólo
pocos minutos antes, como cualquier ejemplar de su especie en estado salvaje.
Este experimento descubrió que, en los supuestos solitarios pulpos, que sólo se
aproximan unos a otros para procrear, existe un sistema neuronal para los
compartimientos sociales como el nuestro.
Esta investigación demostraba que el mecanismo
para la conducta social permanece, la mayor parte del tiempo, apagada en lo
pulpos como estrategia de supervivencia. Que este sistema se activa excepcionalmente
como un semáforo para procrear, para dar madres suicidas. Que este sistema,
producto de la creatividad biológica, lo podemos nosotros estimular con MDMA.
La vida se originó el
mar
Aquella curiosidad
exagerada de los animales drogados también era la muestra de que existe una guía
genética de los comportamientos sociales, oculta en los pulpos, pero conservada
evolutivamente. Y, sólo quizás, el descubrimiento más inquietante de este
experimento sea que los pulpos atesoren en sus
genes el enigma de cómo se forjaron los primeros cerebros.
¿También las mentes? Dice Jennifer Mather, la mayor especialista en la etología de los pulpos, que estos, además de tener memoria y sentir el dolor, poseen algo cercano a una consciencia. Sobre la consciencia de los pulpos también escribe el filósofo de la ciencia Peter Godfrey-Smith. En Otras mentes: el pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia el autornos adentra en la biología de los cefalópodos, explica su posición en la filogenética y teoriza sobre la evolución de la consciencia. El final de este viaje literario concluye con una triste reflexión: los humanos estamos arrasando los mares. La sobrepesca y el cambio climático son las dos amenazas que se ciernen sobre los pulpos y otras especies. A muchas de ellas las estamos arrastrando al borde de la extinción.
El incremento de gases de efecto invernadero, allí sobre las capas que protegen el cielo, está mutando la química del mar, acidifica la química que gobierna la vida. Los mares se acidifican y los arrecifes, hogar de tantos pulpos, se mueren. Los pulpos poco a poco se alejan de las costas para encontrar refugio en bosques de algas más profundos. Los pulpos, un manjar a nivel mundial, desaparecen de las costas también por la pesca ilegal.
Los gobiernos fomentan programas para la pesca
sostenible, pero la furtiva continúa diezmando las poblaciones de las distintas
especies de pulpos que se sirven en un plato. Para paliar los daños de la
alteración de su medio ambiente y la sobrepesca, se crean granjas para
cultivarlos. Granjas como espacios de domesticación. Pero una granja dista mucho del océano
inmenso, salvaje, escenario donde hace millones de años se originó la vida.
Y, si es cierto que los
pulpos tienen memoria y sueños, ¿se abre un debate moral? Pulpos en una pecera,
en un laboratorio o libres en el mar. EP
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