Columna mensual
Todas las ironías, por más ingeniosas y refinadas que sean, proceden de una mueca que es siempre la misma, la de la muerte.
Remy de Gourmont
No se entiende por qué el humo del tabaco generó en su momento tanto encono y tantas discusiones y no, por ejemplo, el ruido en el espacio público —o si se quiere el exceso de ruido—, a pesar de que también tiene efectos nocivos y daña a terceros que no tienen la culpa de nada. Si los de la mesa de junto vociferan y emiten toda clase de necedades rechinantes —por no hablar de los borborigmos y las opiniones no solicitadas de sus intestinos—, ¿tienen derecho a hacerlo a todo volumen? ¿Tienen derecho a inundar la atmósfera compartida con sus gritos y altisonancias? Un sencillo medidor de decibeles bastaría para mostrar que están tomándose libertades de más con los tímpanos ajenos, y si las legislaciones fueran un poco más consecuentes y no una retacería de remiendos y parches elaborados sobre la marcha, entonces se vería la necesidad de regular con urgencia en materia de salud sonora, de poner a punto una serie de reglas de convivencia que prohíban las bocinas (y su concomitante baile sudoroso de botargas) en la vía pública y estipulen que todos aquellos que se empeñen en la afición a la alharaca sólo podrán hacerlo en privado o al aire libre, en lugares previamente designados para el escándalo. Allá ellos si lo que quieren es contaminar el aire con baladronadas y aullidos de toda clase, reblandeciendo las membranas de sus tímpanos al límite de su resistencia, hasta dejarlas como un odre reseco y nostálgico del bálsamo del vino, ¡pero que no atenten contra el equilibrio nervioso de los demás!
Tantos cuidados y tantas leyes que consienten y ponen a buen resguardo los pulmones pero no el sistema auditivo —y, en última instancia, el cerebro y la salud del organismo como un todo— se diría que tienen algo de sesgado y sospechoso y quizá de turbio; quién sabe qué intereses haya detrás de permitir el aturdimiento acústico generalizado, el vértigo auricular por saturación y ese nuevo padecimiento, la anquilosis desdegnis, que consiste en desarrollar una callosidad sensitiva a todo lo que nos rodea, y en cambio proteger a ultranza hasta la última ramificación de los alveolos. Ahora resulta que en la balanza de los órganos internos un pulmón manchado por el humo vale mucho, muchísimo más, que una circunvolución cerebral reducida a migajón por tanto estrépito.
Siguiendo el mismo razonamiento del humo —y el todavía pendiente del ruido— como hábito antisocial, sería también urgente que la ironía y todos los derivados de humor más o menos corrosivo o inteligente fueran prohibidos y no se admitieran en espacios cerrados, pues cualquiera sabe cuán tóxicos y contraproducentes pueden ser para la salud pública. Además de rebuscada, pedante, oscura, incrédula y reaccionaria, la ironía induce a la confusión; los terceros que sin deberla ni temerla sufren sus perjuicios se vuelven inestables y descreídos, burlones y amargados, y no faltan incluso quienes, sometidos al tono tirante y a menudo electrificado de la ironía, tendido como una cuerda vibrátil en medio del vacío, comiencen a acariciar la idea del suicidio. Por supuesto, cada quien estaría en todo derecho de practicar el humor en una escala que va del sarcasmo más o menos ruin a esa ironía tan elevada que incluso pasa inadvertida para todos (sin despertar siquiera risitas nerviosas), siempre y cuando lo haga en sitios acotados, de preferencia con la luz apagada y pésima ventilación.
Además, como muchos han señalado airadamente, la ironía no suele poner bien en alto la imagen del país en el extranjero. Con ese afán que tiene, en cuanto estado de alerta del espíritu y no sólo como giro del lenguaje, de encontrar lo grotesco en lo establecido, con su histérica convicción de que todo está de cabeza y de introducir la sombra de la queja en cada opinión, deja mal parados a propios y extraños e introduce la sospecha hacia huéspedes y anfitriones por igual, cosa que a la larga incide en el descenso del turismo y por consiguiente en el PIB. México ha construido ante el mundo una estampa bullanguera y alegre pero siempre del lado de la franqueza y la hospitalidad, en la que se admite la carcajada, ¡incluso de cara a la muerte!, pero no esa mueca engañosa y sombría, a medio camino entre la amargura y el desdén, entre el ingenio satisfecho de sí mismo y el sadismo que no se atreve a decir su nombre, y que algunos quieren hacer pasar por una sonrisa inocua aunque todos sabemos que tiene su raíz en la muerte.
Que la ironía es deletérea, indeseable y antipatriótica se puede constatar en el trato de apestado que recibe el ironista cada vez que sale con sus inútiles retruécanos. Al decir una cosa para en realidad implicar otra (pero sin dejar de decir lo que en realidad no dice), el ironista no sólo quiere pasarse de listo, sino que introduce una perturbación en el lenguaje que hace que todo se enrarezca y luego ya nadie sepa lo que cada quien dice en verdad. Si trazamos una equivalencia entre el aire impoluto y el reino del significado digamos puro, libre de contaminaciones —a fin de cuentas entre “humo” y “humor” sólo hay un paso—, es evidente que quien ironiza está echando impunemente bocanadas de ponzoña a la cara de quienes lo rodean, causando daños a su sentido de la honestidad y la comunicación, al hígado, el páncreas y todas las vísceras que intervienen en la secreción de bilis, y afectando, quién sabe en qué proporción, su autoestima por apenas seguir un hilo retorcido que, para colmo, se presume genial. ¡Tan bien que estaríamos si nos limitáramos a la literalidad y a los enunciados declarativos llanos, a los intercambios de los que se ha extirpado la jiribilla, el giro del aguijón venenoso y esas segundas o terceras intenciones que sólo buscan desestabilizar el circuito ya de por sí enredado de la comunicación! (El hecho de que el perjudicado a veces no se dé cuenta de nada, como si fuera sordo a las corrientes subterráneas y nocivas del discurso, no es, desde luego, una atenuante; el fumador pasivo, de igual modo, no percibe los estragos que produce la nicotina y el alquitrán ajenos, filtrándose subrepticiamente en su aparato respiratorio.)
La obsesión por el subtexto, por un sentido implícito que nunca sale honradamente a la superficie, es el principal elemento corruptor de la ironía. Los niños que con total irresponsabilidad de sus padres son sometidos a un ambiente con exceso de partículas suspendidas de ironía, se tornan oblicuos y demasiado serpenteantes, al grado de que ya luego no son capaces de formar frases comunes y corrientes. “Hoy es un bonito día” ya nunca significa eso, sino algo como “los domingos son un asco”, o bien, “hoy no he sentido el impulso de matarte”. Además, si el subtexto por excelencia en este país es de tipo sexual (ya sea en su acepción incestuosa clásica o en la cada vez más extendida homoerótica), ¿no es de muy mal gusto que los ironistas de toda laya pretendan salirse de la esfera semántica del verbo “chingar”? ¿No es pretencioso, engreído, malinchista y, por lo que tiene de desplante, también amanerado, que se las den de muy acá y quieran darle la vuelta a otra franja del lenguaje y se atrevan al retorcimiento allí donde nunca lo haría un charro o un mariachi? Si todo puede fluir amablemente en el terreno del albur, ¿a cuento de qué ofender a los implicados con extravagancias dudosas cuyo subtexto no es claro para nadie?
Puesto que la ironía comporta una toma de distancia, un estar fuera de lo que se enuncia literalmente, un metadiscurso que deja de usar el lenguaje para más bien juguetear viciosamente con él, ¿no sería apropiado que esa distancia se estableciera también de manera física, mediante un grueso muro de vidrio, por ejemplo? Así como hay edificios “libres de humo”, deberían garantizarse a la ciudadanía Zonas Libres de Ironía, espacios de pura literalidad, de comunicación sin trabas, sin segundas intenciones, sin cizaña, que un lógico-matemático podría formalizar en un dos por tres; espacios periodísticos, televisivos, virtuales, que no hicieran gala de su escepticismo mordaz y su desprecio pitorro por el género humano. (En caso de que no hubiera forma de expulsar por completo de nuestras escuelas y centros de trabajo a esos indeseables de la mofa, a esos apóstoles de la equivocidad del lenguaje, se les podría confinar, como sucede en los mejores aeropuertos del mundo con los adictos al tabaco, en cubículos translúcidos que no dejaran pasar sus bufonadas, pero que sí los exhibiera y los enfrentara al escarnio.)
¿No sería fabuloso ver reunidos en una misma cabina a esos ironistas abyectos que por desgracia todos conocemos, hiriéndose entre sí con ese aplomo y esas sonrisas a medio formar —que más bien parecen muecas agrias—, soltándose un veneno que ellos confunden con regocijo y placer? ¿A poco no sería fabuloso? Yo incluso pagaría por ver en primera fila, ya sin el riesgo de ser ensuciado, ese despliegue de petulancia, desviación y guiños lánguidos pero-presuntamente-perspicaces. Aunque ya hayan surgido espontáneamente, en todo el país, vastas Zonas Libres de Ironía, aún falta mucho por construir. El principal problema es que los Honorables de ambas Cámaras, que tanto podrían hacer a fin de protegernos de las poluciones que nos amenazan, sólo se muestran interesados en salvaguardar nuestros pulmones… EP