Nuestros padres no nos pertenecen: adiós a Fernando Clavijo Quiroga

Esta columna parte de un homenaje en el que Fernando Clavijo rememora algunas de las costumbres que Bélgica enseñó cariñosamente a su padre, quien fuera colaborador de Este País en su fundación hace 31 años.

Texto de 06/05/22

Esta columna parte de un homenaje en el que Fernando Clavijo rememora algunas de las costumbres que Bélgica enseñó cariñosamente a su padre, quien fuera colaborador de Este País en su fundación hace 31 años.

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Hace más de una década que no voy a Bélgica. Sin embargo, el país se me aparece constantemente en los lugares menos esperados. Imágenes, palabras sueltas, personas y, lo que compete a esta columna: comida y bebida. La manera más inmediata es a través de los anuncios de una de las cervezas más comunes del momento: la Stella Artois. Esta marca era desconocida en México hasta hace pocos años, se le veía primordialmente en los parasoles y mesas de las brasseries en Francia. En mi familia la conocemos porque siempre bromeamos que, de las más de 300 cervezas (más de 1,500 si se cuentan todas las sub-marcas) que produce este país cervecero, la de nuestro pueblo no era mala pero tampoco gran cosa. El equivalente a la Corona mexicana.

“El caso es que para progresar había que salir, y mi padre fue lo más parecido a cura: un estudiante admirable”.

Mi padre decía que cuando él era chico, la vida de su país natal, Bolivia, era como el Oeste americano de las películas: que se podía ser sólo dos cosas, forajido o cura. Esto debido a la terrible combinación de política y economía, por supuesto; el drama latinoamericano aparentemente inagotable. Según mi mamá, los presidentes y juntas militares cambiaban con tanta frecuencia que era difícil darle seguimiento a los nombres. Y sí, un vistazo a la lista de mandatarios bolivianos, que empieza nada menos que con Simón Bolívar y luego Antonio José de Sucre, arroja números fabulosos. Entre 1945 y 1965, por poner un par de décadas relevantes para este comentario, hubo 11 cambios de silla entre presidente de la República y presidente de Junta Militar. Algunos repitieron, como Barrientos y Paz Estenssoro. El caso es que para progresar había que salir, y mi padre fue lo más parecido a cura: un estudiante admirable.

Llegó pues a Lieja, Bélgica en 1962, becado para estudiar Ingeniería. Cuando se le acabó esa beca estudió Administración, luego Economía en Lovaina, después maestría y doctorado y así hasta que en 1975 decidió probar suerte en México. En esos 13 años estudió, hizo amigos, trabajó, se casó y tuvo dos hijos: mi hermana Isabel y yo. No necesito imaginar lo profundo de la influencia de esos años en su formación y personalidad, pasar de los 18 a los 31 en cualquier lugar sin duda deja marca (y por eso creo que el Panteón Francés fue buena elección para dejar sus restos). 

Lovaina es nuestro pueblo como Bolivia es nuestra tierra y México nuestra patria. La pilsner de Leuven —el nombre flamenco— o Lovain —el francés— que alguna vez fue desconocida se ha vuelto mundialmente famosa desde que la compró Anheuser-Busch InBev, un conglomerado que tiene alrededor de 600 cervezas. Entre estas hay varias belgas, como la Leffe (con más cuerpo que la Stella), la Jupiler (más ligera) de Lieja y la clásica Vieux Temps. Hay otras pero no están las que a mí me gustan más, como la Duvel (rubia de 8.5 grados) y la Gueuze (lámbica).

Hace unos meses, cuando mi padre aún vivía, mi hermana nos invitó a comer carbonnade flamande, un guiso típico que puede describirse de manera rápida como la versión belga del boeuf bourguignon francés. Como es de esperarse, lleva cerveza en vez de vino tinto. 

La receta para ambas preparaciones varía según la fuente, la materia prima y las herramientas básicas. Pero conforme uno envejece y cocina, y cocina y envejece, todas esos elementos importan cada vez menos. Las recetas y sus resultados siguen la regla de oro (tal vez en el caso de Bélgica deberíamos decir “la regla de diamante”, joyas que no pueden encontrarse sin sudor ni pulirse sin dolor) de la imperfección como lo especial de cada cosa. Hasta Dr. Jekyll se percató, al final de su búsqueda, que lo que lo hacía diferente era un error —spoiler: una impureza— en la sustancia original.

“Hasta Dr. Jekyll se percató, al final de su búsqueda, que lo que lo hacía diferente era un error —spoiler: una impureza— en la sustancia original”.

Se empieza con carne de res, de la más barata. Puede ser costilla, como la llamada short rib, o una sin hueso con un toque más marmoleado como la costilla country. Puede ser un costillar baby back, y hasta bola. Al fin y al cabo, la carne va a cocerse tanto que los jugos van a quedar en la salsa del guiso y eso va a rehidratar sus fibras suavizadas por el calor prolongado. Porque, debe decirse, es falso que eso de “sellar” la carne mantenga los jugos dentro. Se van a salir, pero van a quedar en la salsa. La carne que sea, se salpimenta y se enharina levemente antes de freírse en aceite común si uno es sensato, aceite de oliva si uno se las da de fino, o aceite con mantequilla si uno es goloso. Mantequilla sola nunca porque se quema demasiado rápido. Apenas se logra un dorado por todos lados, la carne se retira y en esa grasa se vierten las verduras. Lo clásico es apio-cebolla-zanahoria, pero le van bien los hongos, al mero final, algo de hierbas (estragón y laurel son la norma, pero cada quien) y un toque de ajo (si es rostizado —es decir previamente horneado una hora en papel aluminio— mejor porque es más dulce). Cuando eso está reducido y dorado pero no quemado, se añade un poco de tomate triturado o pasta de tomate y se mueve un poco antes de agregar un buen chorro de vino si se trata de la receta francesa o una cerveza entera y un toque de vinagre si se trata de la belga (yo le pongo una Negra Modelo) y —esto es muy importante— se aprovecha esa acidez para raspar el fondo de la olla con una cuchara de madera y así incorporar todo lo quemadito a la salsa que estamos creando. Apenas hierve se le añade la carne que habíamos reservado, y si hace falta líquido un poco de caldo (de lo que sea) o incluso agua. Pimienta y sal, pero no mucha porque va a reducir, y a cocer lentamente por horas. Varias horas. 

En una Le Creuset mal tapada, si se logra controlar la flama de la estufa, puede lograrse buena textura —porque de eso se trata ahora, los sabores ya están— en unas tres horas. Si la olla se mete al horno, lo cual es difícil por el tamaño, se puede encontrar ese punto de apenas-hervor y dejarse igual, tres o hasta cuatro horas. En la famosa Instant Pot, en la que no hay que hacer más que picar botones, se puede dejar en cocción suave hasta ocho horas. Al final se pueden colar las verduras pero también se vale molerlas, depende de qué tan espesa se quiera la salsa.

Aparte de la cerveza1, la cocina belga es conocida por sus waffles, papas fritas (¡en cucurucho con salsa tártara!), platos de mejillones y buen chocolate. Y aun así, estar tan cerca de Francia es una fuente continua de mortificación2. Para los franceses los belgas son como para nosotros los gallegos, y se les cuelgan todos lo chistes tontos. Hasta en Astérix y Gaston la gaffe. Excepto, por supuesto, cuando alguien es genial. Los franceses adoptan a inmigrantes clave como Chopin, Madame Curie, casi toda su selección de fútbol, siempre que les convenga. Un caso notable en Bélgica es la adopción de Marguerite Yourcenar, la primera dama en ser admitida a la Academia francesa. Un amigo francés me comentó hace poco que los 17 años que se había tomado en escribir Las memorias de Adriano eran constancia de que tenía una fortuna inexplicable, dinero de una procedencia dudosa. Para los franceses eso solo puede significar una cosa: tratos con Alemania nazi…

“Es común pensar que a uno sus padres le pertenecen, pero no es así, ellos son su propia persona y los hijos a veces sólo somos una circunstancia de sus vidas”.

Pero eso será un tema para otro tipo de artículo. En este sólo quiero recordar ese pequeño país y las asociaciones que tengo con él, porque es una manera de pensar en la persona que fue mi padre antes de ser mi padre. Cuando comía baguette con mantequilla y chocolate a bordo de un tractor, o cuando tiritaba de frío haciendo guardia nocturna en la enorme sala de cómputo de la universidad, perforando tarjetas. Cuando era un joven alegre, lleno de sueños, no el hombre que después yo conocí. Es común pensar que a uno sus padres le pertenecen, pero no es así, ellos son su propia persona y los hijos a veces sólo somos una circunstancia de sus vidas. No nos corresponde juzgar porque la justicia, como la muerte, están fuera de este mundo.

Durante la pandemia, me he topado en Netflix con series como Undercover y Tabula Rasa. También la película maravillosa The broken circle: Breakdown. Siempre escucho alguna palabra flamenca que logro entender, como los números, las mentadas, por favor y gracias3. Los nombres parecidos a los de mis amigos, como Jeroen, Welmoed, Maartje. Desde mi nacimiento, mi primera novia (“never mind the French”, decía, “Belgium is Dutch country”), y ahora las recetas y el contenido, todo me hace pensar en el frío y el mar oscuro de una playa de Brujas (mi padre salió de un país sin mar para llegar a uno definido por este y más tarde nos hizo ciudadanos de otro con las mejores playas del mundo). A lo lejos, siempre algún practicante de windsurf aprovechando el viento constante. El Mar del Norte ofrece su sano viento salado y húmedo. Pienso en esas mañanas cubiertas de bruma, la arena oscura, y las olas planas, lejanas y larguísimas de este mar grisáceo. La vida es agua, las olas son vidas individuales. Cada una, con su lejanía y frialdad, es especial e irrepetible, única, aunque exista tan sólo un instante. EP

  1. Mi mamá contaba que la cerveza era recomendada durante la lactancia, y que a los niños les daban cerveza sin alcohol. Aparentemente, cuando éramos chicos mi mamá dejó de ir a una cita de rutina donde el pediatra, entonces la policía vino a casa a tocarle la puerta. ¿Por qué no ha asistido a su cita?, le preguntaron. Es que está nevando, dijo ella. Bueno, pues aquí es así, le contestaron, y le dieron aventón al hospital en el coche de policía. []
  2. Tal vez eso explique su saña en África, donde ni siquiera establecieron colonias sino reinos personales. La profundidad del odio que presenta Coetzee es también ejemplificada por la descripción de Damon Galmut en The promise sobre el oro boer enterrado en el parque Krueger. []
  3. Aun cuando hablan francés, los belgas lo hacen de manera más pragmática. En el caso de los números, por ejemplo, en vez de utilizar los engorrosos soixant-dix, quatre-vingt y quatre-vingt-dix, usan septante, huitante y nonante. []
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