Recuperamos esta columna de «Atractores extraños», en la que Luigi Amara escribe sobre Carlos Martínez Rentería †.
Carlos Martínez Rentería en los límites de la madrugada
Recuperamos esta columna de «Atractores extraños», en la que Luigi Amara escribe sobre Carlos Martínez Rentería †.
Texto de Luigi Amara 08/02/22
Aun si no hubiera escrito ningún poema, si no hubiera publicado un solo verso, Carlos Martínez Rentería, noctámbulo de largo aliento, célebre defensor de la ebriedad en todas sus variantes, pertenecería a la estirpe de los poetas. Más allá de una sensibilidad descarnada capaz de descubrir el lado plástico y con frecuencia desconcertante de las cosas cercanas; más allá del desbordamiento verbal, juguetón y galante, con el que se aproxima y a veces fastidia a jovencitas y ancianas decrépitas por igual, su temperamento reflexivo y provocador, que recurre a la imaginación y al humor a fin de remontarse siempre a contracorriente hacia donde nadie se lo esperaba, así como su resolución de explorar hasta los últimos entresijos de la madrugada, lo hacen participar de esa hermandad secreta, briaga y si se quiere trasnochada (de la que forman parte Villon y Nerval, Bukowski y Ferlinghetti) para la cual la experiencia, la manera misma de desenvolverse y asimilar el mundo, de darle forma a la vida, es ya una variedad de la escritura y no únicamente su anticipación.
Aunque su poesía tiene algo de fotográfica —el registro de una Instamatic tan perseverante como desmadrosa, alejada del encuadre “correcto” en el sentido normativo—, volcada hacia la vida inmediata, hacia la calle y sus vericuetos poco frecuentados —hacia la sarta de borrachos y perdularios que arroja cada día la marea de la noche—, la mayor parte del tiempo está filtrada por la introspección, por el prisma personal de la reflexión y la pregunta inesperada y subversiva. Se diría que a través de cierta impertinencia y proximidad, lo que procura es la exactitud, pero no únicamente en el sentido testimonial, que desde luego le interesa —la estampa como profecía del caos que terminará por imponerse—, sino como la constatación de un descubrimiento que, a fuerza de darle muchas vueltas, de asediarlo al calor de la necia noctámbula, de repasarlo con el ojo del sediento y el visionario —esa mirada estrábica que suele aportar la cruda—, se revela también como problema, como desafío, y no sólo como hallazgo.
Por su rechazo de las certidumbres bienpensantes y su entrega a la ruptura y a la autodestrucción como formas ordinarias de alcanzar el desarreglo de los sentidos, quizá podría hablarse de malditismo, pero sólo a condición de que se entienda como un comportamiento instintivo y no como los resabios de una estética decimonónica. La incursión en la periferia y el equilibrismo por los límites de la madrugada no son, en la poesía de Carlos, en absoluto tópicos ni mistificados, sino vivencias reales, retratos de lo íntimo, paisajes a veces inclementes percibidos con las entrañas. Si en ellos hay asco y revelación, hilaridad y descreimiento, es porque los ha escrito con lo que tenía a la mano: con bilis o ron blanco, con vómito o baba de pulque. A la manera de Bukowski, narra poema a poema su vida. Cada nueva página se agrega a ese diario inconexo que no ha dejado de escribir (aun cuando durante temporadas no avance ni una sola palabra), a ese álbum iluminado por la intermitencia de la lucidez y la equivocación.
A Martínez Rentería le interesa la contramarea, todo lo que avanza a contrapelo. La rutina, las sobrias certezas de lo establecido, le inspiran desconfianza; por eso escribe desde una sospecha vital hacia todo lo que se abandona a la comodidad y la esclerosis. Más que el adalid de la contracultura con el que suelen identificarlo para encasillarlo y acaso desarmarlo, se me figura más bien una versión desopilante del bárbaro; en lugar de tomar por asalto la civilización, de arrasar con las formas de orden que salen a su paso, se entrega a los excesos para comprobar en carne propia cuán endebles, cuán poco firmes son los presupuestos de la civilización que día y noche se encargan de ensalzar los merolicos de la sensatez y las buenas maneras. No incendia los pilares de lo establecido, sino que se incendia a sí mismo como prueba de que ese incendio es posible. Antes que una autoinmolación, se trata de cierta vehemencia romántica que no excluye el escepticismo y, por ardorosa y etílica y descaradamente honesta, es al cabo flamígera: sus llamaradas revelan la oscuridad reinante.
Si lo enfocamos a partir del libro de poemas que publicó en la Editorial Moho, a cargo de Guillermo Fadanelli y Yolanda M. Guadarrama —Barbarie—, no cabe duda de que se trata de un bárbaro peculiar que, aun sorprendido mientras carcome los cables de la cordura y los cimientos del confort oficial, no asustaría a nadie. ¿Qué bárbaro ama los árboles y se detiene a intimar con ellos en los amaneceres brumosos de la colonia Roma? ¿Qué bárbaro estima las arcas de Noé, los emblemas de lo que ha de salvarse del diluvio? Pero, a su modo, con una suerte de barbarie filosófica y al mismo tiempo inmoderada, que sin dejar de ser crítica y meditabunda abarca la poética de la perdición, Carlos resiste y cuestiona, ejerce con desparpajo su derecho a decir que no y a incomodar mientras prosigue su vagancia.
Si le atrae la madrugada se debe, entre otras cosas, a que su luz y sus valores son el reverso de la jornada laboral: es el territorio de la fiesta, de la ruptura de los papeles asumidos y las máscaras y ademanes de la vida productiva; es el lugar propicio para la camaradería y la dilapidación, el pasadizo en que suele perderse toda estrategia de supervivencia; es también la hora en que toman confianza las cucarachas, esa fauna sobre la que también vale la pena escribir, por lo menos tanto como las quizá ya demasiado celebradas mariposas.
La madrugada no sólo es la zona imprecisa e intersticial donde naturalmente se mueve Rentería, sino la metáfora de un estado de la mente, al mismo tiempo contemplativo y audaz, tambaleante y agudo, que permite sorprender a las cosas justo en el momento en que están fuera de sí, y el mundo parece más frágil y menos seguro de sí mismo, como si estuviera a punto de desmoronarse o de dar paso a una nueva configuración o simplemente de saltar por los aires. EP
* Texto originalmente publicado el 21.12.2018