Luigi Amara nos invita a andar, con un exquisito detalle y precisión, los misteriosos caminos de los libros una vez que ya no están en la mesa, escritorio o librero que fue su hogar. ¿Recuerdan ese libro que abandonaron, olvidaron o prestaron y nunca volvió?, ¿dónde estará ahora?, ¿tendrá una cifra en la primera página en blanco?
Peripecias de un libro
Luigi Amara nos invita a andar, con un exquisito detalle y precisión, los misteriosos caminos de los libros una vez que ya no están en la mesa, escritorio o librero que fue su hogar. ¿Recuerdan ese libro que abandonaron, olvidaron o prestaron y nunca volvió?, ¿dónde estará ahora?, ¿tendrá una cifra en la primera página en blanco?
Texto de Luigi Amara 16/04/21
A Enrique Fuentes, librero mayor
De un libro antiguo intriga saber a quién ha pertenecido y, en ocasiones, intriga saber también su peripecia, desde los estantes de una biblioteca particular hasta las baldas de oferta de una librería de viejo.
Jesús Marchamalo
¡Dolor de los libros desahuciados, que los sacan a mitad de la calle como a una familia menesterosa! Último capítulo del cuento árabe que, entre infinitas vicisitudes, nos narra las emigraciones de los libros, los viajes de Simbad de la edición princeps, o la novela bizantina de la obra en dos tomos que el destino separa como a dos amantes mal afortunados.
Alfonso Reyes
Fuera del estante en el que dormían desde hace tiempo, a la espera de ser despertados finalmente por su lector, lejos del hogar en el que habían anidado junto a otros ejemplares polvorientos y, se diría, demasiado confiados, hay libros que se convierten de un momento a otro en vagabundos, en aves de paso inquietos y sin lugar, cuyas peripecias darían quizá para escribir una novela, con episodios de picaresca e intriga, pero siempre sobre un fondo umbrío que dejaría entrever, como una cortina agitada por el viento, la decadencia y la ruina.
Si un libro tuvo que abandonar su casa, con toda probabilidad fue expulsado por una calamidad y rara vez por un desplante. Siempre me ha gustado citar a sir Richard F. Burton, viajero infatigable y traductor de Las mil y una noches, sobre la función que desempeñan los libros en la construcción de un hábitat acogedor y propio: “El hogar es el sitio donde se guardan los libros”. Pero no había reparado en que esas palabras se cargan de un acento terrible cuando las interpretamos desde el punto de vista de los libros sin techo, de los libros que se han quedado huérfanos y casi sin sentido, de algún modo como si flotaran en el aire. La dispersión de una biblioteca lleva a pensar en la fractura o la pérdida del hogar, edificado en buena medida con papel, con tomos como sucedáneos verticales de ladrillos.
Aunque en cualquier biblioteca, personal o colectiva, siempre haya unos cuantos libros imposibles que no encuentran acomodo, ejemplares descarriados que no se deciden a encajar en ningún estante y parecen rechazar cualquier cercanía, la etapa crítica de un libro, el punto que marca el comienzo de su errancia, de su funambulismo al borde de los acantilados de la desintegración, es ese instante en que traspasan el umbral de casa y, pálidos y frágiles, deben enfrentarse a los rigores del azar y la intemperie.
Las mudanzas o el robo suelen situarse en la punta del hilo de sus peripecias, pero sobre todo la miseria, la enfermedad o la muerte los orillan al camino de la aventura. Cuando una biblioteca se disgrega y queda reducida a un mero montón de libros, cuando esa extraña fuerza que mantenía los volúmenes reunidos se quiebra o se apaga de golpe, agotado su campo gravitacional, no importa que durante cierto tiempo permanezcan todavía bajo el mismo techo, ya llevan en su interior algo que los vincula con los cuerpos errantes y los hermana con la suerte solitaria e imprevisible de los meteoritos; una vez fracturado el hogar que conformaban, esos libros terminarán muy probablemente alejados los unos de los otros, siguiendo cada cual su travesía individual e irrepetible.
Cuentan que en el submundo de los libros de segunda mano hay especialistas en aligerar furtivamente la carga de las mudanzas. De común acuerdo con los encargados del flete, estos auténticos bibliopiratas, carcomas uñilargas que saben más de libros que los propios eruditos, cuentan apenas con el tiempo del trayecto entre una casa y otra para hurgar en las cajas y extraer, con precisión quirúrgica, un máximo de veinte ejemplares: suficientemente pocos como para que los dueños no los echen en falta demasiado pronto, pero suficientemente escogidos como para que la operación sea redituable en el mercado paralelo. Toda la maniobra, en pleno movimiento y a contrarreloj, tiene un indudable regusto a leyenda, pero hay quien asegura haber visto los archivos secretos de la bibliofilia mexicana desplegados sobre una pared: vastos mapas en que unos alfileres señalan, con cabezas rojas o amarillas, las colecciones importantes y las mejores bibliotecas privadas del país. Cartogramas de la concentración libresca, codiciados como mapas del tesoro, que consignan las reservas de incunables y los yacimientos de ejemplares raros y dedicados, útiles para el robo en pleno convoy —el “robo en tránsito”—, pero también para el robo hormiga (según las malas lenguas, en contubernio con la servidumbre), aunque su sentido último sea preparar, llegado el momento, la visita de un hombre enjuto y vestido de negro que llamará con extraña puntualidad a la puerta.
Ni apenas se han publicado las esquelas que anuncian el deceso de algún coleccionista de renombre o de algún escritor venido a menos, el hombre misterioso y puntual, rigurosamente de luto, con esa lividez un tanto verdosa de quien no frecuenta la luz porque su vida se desenvuelve en sótanos y desvanes, pulsa el timbre y, con movimientos graves y lentos, de alguna manera obsequiosos, que cualquiera calificaría de elegantes de no ser porque remiten a la figura fiera del cuervo, se presenta ante el viudo o la viuda y le da el pésame a los herederos para susurrarles al oído la frase mil veces repetida: —Sé que son momentos difíciles, en los que además del dolor se han de afrontar múltiples gastos, así que me permito ofrecerle mi tarjeta en caso de que…
Y puesto que no faltan los deudos que lleven años de considerar los libros un auténtico fardo, que han pasado una y otra vez delante de la biblioteca como si se tratara de un decorado de otro tiempo, una suerte de papel tapiz con profundidad y peso excesivos, pero sobre todo avejentado y abstruso, a punto de convertirse en un incordio, lo natural es que empiece la negociación de inmediato.
Los libros, desde luego, también pueden salir a la calle por puertas menos pintorescas y comenzar su vagabundaje de manera incluso abrupta: vendidos al carretonero o arrojados sin más a la basura. En Cómo me deshice de quinientos libros, Augusto Monterroso, frecuentador arrepentido de las librerías de viejo, relata lo difícil que puede llegar a ser desprenderse de ellos, ya no en el sentido de los afectos y el apego que quizá terminaron por despertarnos, sino en el más físico y elemental de expulsarlos de la casa y darles definitivamente la espalda como si de apestados se tratara. La ingenuidad de haber considerado la lectura “un vicio impune” la pagamos muy cara, y ya invadidos y desbordados por esa astuta y persistente plaga, más de una vez nos enfrentaremos el desengaño bajo la forma de pilas incomprensibles de pulpa impresa que se resisten al cambio y que amagan con echarnos a nosotros de la casa. Al final de su intentona de aligeramiento y purificación, y tras descubrir que “el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada”, Monterroso ve con espanto y desesperación cómo uno de los apenas veinte ejemplares de los que logró efectivamente deshacerse viene ya de regreso, ¡devuelto por el correo!
Ya sea procedentes de la basura o de las operaciones ilegales, de los cargamentos de los carretoneros o de las donaciones que nunca llegaron a las casas de beneficencia, en Ciudad de México una porción significativa de los libros sin techo termina en los tiraderos de los mercados periféricos (en El Salado, Las Torres, El Bordo de Xochiaca o Santa Cruz Meyehualco), lugares en los que se reintegrarán al circuito comercial a muy temprana hora, cuando todavía no ha salido el sol, por lo general en días establecidos de la semana.
El proceso de venta, rápido y cargado de adrenalina, al que algunos suelen referirse como “lavado de libros”, se desenvuelve en una atmósfera ambigua que raya en la clandestinidad. Los compradores, ya casi nunca libreros de viejo propiamente, sino acaso sus emisarios o buscadores independientes, enfundados en una chamarra con capucha y linterna de minero, escarban en las montañas de papel y se entregan a la rebatinga salvaje con un ojo atento a los hallazgos y otro al brillo acerado de las navajas. Libros de a cinco, de a diez, de a veinticinco; algunos, los empastados en piel, se cotizan mejor.
Ya con las primeras luces del alba, el buscador de libros puede valorar en su justa medida el botín, hasta entonces envuelto en la duda y el misterio, amasado, como fue, a tientas y en penumbra, mitad albur, mitad corazonada. Aquellos ejemplares por los que tanto regateó, entre codazos y jalones, quejándose de que estaban “todos rayados”, eran exactamente lo que se figuraba: libros dedicados por sus autores a una misma persona, quién sabe si caída en desgracia o, según el estilo de la nota roja, “hoy occisa”. Las brumas de la madrugada se han por fin disipado y, bajo la luz insobornable del sol, aquellos atados de procedencia dudosa han cambiado por completo de signo y se han transfigurado en “lotes”; uno, por decir algo, de ciencia ficción; el otro, de primeras ediciones firmadas y dedicadas.
Al filo del mediodía, cuando el buscador de libros estima que en la librería de viejo ya se habrán concretado un par de compras y algo de efectivo guardará en sus arcas, se presenta con su carta más fuerte, el lote de ejemplares dedicados. Sabe muy bien que el librero, con su cara de póker no tanto ensayada, sino trabajada por los años, no mostrará el menor entusiasmo ni dejará que se perciba el brillo en sus ojos, y que incluso desdeñará el paquete que se desperdiga por su mesa como “meras chácharas”; pero sabe también que, por más que afecte indiferencia, no dejará pasar la oportunidad, así que reafirma en su cabeza la cifra mínima que aceptará por aquello que dentro de muy poco los clientes y coleccionistas reputarán de “joyas”. Cualquier cantidad superior a la mínima será bienvenida por el buscador, y mientras el librero de viejo hace a su vez su aritmética mental, se repite la vieja esgrima de la compraventa, esa danza de avances y retrocesos de dinero-ficción que suele darse cuando el territorio que se pisa es resbaladizo y hasta cierto punto indecidible. El negocio alcanza la anhelada condición esférica cuando ambos consideran que salieron ganando: el buscador de libros porque triplicó su cifra mínima imaginada; el librero de viejo porque le sacará cinco y hasta diez veces más a su inversión.
Ya a solas, el lobo estepario de los libros sopesa y se diría que acaricia los ejemplares, lee las dedicatorias con cuidado y morbo, podría decirse que con espíritu detectivesco, como si en ellas se escondiera la clave de algún enigma; y después de hojearlos de arriba abajo y detenerse en algún pasaje, se entrega al ritual de fijar el precio en la primera hoja con lápiz suave y pulso firme; un ritual caviloso e íntimo, que nadie debe interrumpir, en el que entran en juego las condiciones materiales del ejemplar, su estado de conservación, pero sobre todo su colmillo retorcido, el conocimiento detallado del mercado, de lo bien que se cotiza el autor y de la estima de la que goza esa obra en particular, y hasta de las perturbaciones que ha ocasionado el internet en la efervescencia de los precios.
Quiso la casualidad, esa variante risueña y desobligada del destino, que uno de los autores que firmaron aquellos libros desahuciados sea cliente asiduo de la librería, de manera que el librero de viejo no vacila y empieza por allí. Como todo ejemplar dedicado que termina en los circuitos de segunda mano tiene algo de afrenta o de traición y se presenta como la cifra de una complicidad rota o de una desatención imperdonable, el librero de viejo realiza su lance y marca por teléfono. Después de describirle al autor los detalles del ejemplar y de sondear un poco en la historia de esa amistad y de esa posible afrenta, interesándose particularmente en si el anterior dueño sigue vivo, hace su apuesta:
—Me pregunto si no querrás el ejemplar de vuelta… tal vez estés tentado de dedicárselo de nuevo y ahora podrás hacerlo, como quería Artemio de Valle-Arizpe, con “renovado afecto”.
Los caminos de los libros son más misteriosos de lo que pensamos. La vanidad, más que la amistad vulnerada, hace también su juego, de forma que el libro está a punto de reencontrar un hogar, de volver al territorio del que tal vez nunca salió del todo… En el arco de pocas horas, tras haberse desbarrancado de su estantería y viajar en cajas a los confines de la ciudad y ser ponderado por manos filisteas en el vaho de la madrugada, el ejemplar está por encontrar otra vez amparo, así sea redundante, en casa de su autor, al lado de otros ejemplares idénticos, quién sabe si alguno no también dedicado…
Y aunque no sabemos la cifra con la que cerrará su ciclo, es desde luego muy superior a la que habría alcanzado si no hubiera atravesado todos esos túneles secretos y todas esas aduanas del submundo libresco y hubiera sido vendido, sin más, como peso muerto. La última vez que me fijé en la tabla de precios en el centro de reciclaje, el kilo de libros se pagaba a dos pesos… EP