Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
La basura se saca diario
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Texto de Abril Castillo 12/04/21
“Lo de cancelar o no al filósofo, o a quien sea, me parece interesante porque ninguna lectura es ya, o debería ser, inocente: texto, obra visual, escénica, sonora, lo que sea. Bienvenidxs a la responsabilidad de vivir, observar, analizar o dialogar en un mundo de mierda.”
La basura aquí pasa todos los días. Una voz aguda grita: “¡La basuraaa!”, y yo seguía pensando que era la voz de Mario, pero ya no es. Mario era un señor alto y muy flaco, con bigote y pelo negro despeinados, boca grande y dientes separados, con ropa que le quedaba siempre muy amplia, pero corta de las extremidades. Y que cuando empezó a usar el uniforme naranja, nadaba en él. Me sorprendió conocer a Mario una vez que ayudé a Santiago a bajar la basura, porque siempre pensé que ese grito era la voz de una mujer. La esposa de Mario era una señora chaparrita y redonda, de cabello corto y sonrisa puesta, que se reía fuerte. Y ambos tenían el mismo tono de voz, indistinguible saber cuál de los dos gritaba cada vez.
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Había un maestro en mi prepa, por ahí de 2001, que daba clases de matemáticas y también entrenaba a las niñas que jugaban futbol. No me gusta mucho hablar de él ni recordarlo, y cuando volví a encontrármelo más grande en una liga en cancha grande en el Ajusco, le daba la vuelta y evitaba saludarlo de beso. Porque era de los que te acaricia la cara mientras te saluda y se hace el que nunca se entera de nada, como si todo en el mundo fuera más rápido de su sensibilidad o entendimiento.
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En la época en que Mario era el encargado de la basura, yo aún no me mudaba a este edificio en la esquina de Pestalozzi y Torres Adalid en la Narvarte, pero me la vivía aquí. MI casa estaba en la calle de Vértiz y en mi edificio nos tocaba tirar la basura cada que cachábamos al camión que pasaba casi diario, pero no siempre a la misma hora. En esa época no había una pandemia que nos tuviera 24/7 en casa, así que podía ser casi un acto de magia lograr tirarla una vez a la semana.
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Al maestro lo corrieron apenas hace un par de años, poco después de que se desató el #metoo. Yo no he querido hablar mucho del tema, porque, igual que cuando fue el #metoo, de pronto pienso que no estoy en un buen momento para hacerme cargo de eso que se siente cuando vuelves a habitar una situación así evocándola, invocándola, reviviéndola con la memoria colectiva y la personal. Me lo imagino como ese sushi que habías dejado enterrado muy al fondo del refri, y que cuando lo encuentras te golpea en la cara con la pestilencia acumulada del tiempo que lleva pudriéndose y a la vez conservándose por refrigerado. Por no sacarlo ha durado mucho más de lo que debería, pero las cosas igual se siguen echando a perder.
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No existen contenedores de basura en la Ciudad de México. Ya no hay en el metro ni en el metrobús ni en las calles. Puedes encontrar a veces alguno en los parques, pero por lo mismo suelen estar a reventar porque mucha gente termina por echar en esos espacios públicos sus desechos.
Cuando yo era chica había un contenedor en la unidad habitacional de Copilco donde crecí. Ahí podías sacar tu basura y dejarla afuera de la puerta de tu departamento de las 10 de la noche y hasta antes de las 8 de la mañana. Y si no alcanzabas, podías llevar las bolsas a ese contenedor comunal que estaba cerca de la entrada, en los límites de la unidad con la calle. La basura era responsabilidad de cada quien solo lo que duraba dar un paso fuera de tu casa.
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A los pocos días de que se desató el #metoo en México y todo lo que vino, la situación me sobrepasó y cerré mis redes por un tiempo. Desde entonces me la pienso mucho antes de hablar de estas situaciones que todas hemos vivido. Luego no quiero ni pensar en ellas, pero luego veo que regresan aunque quiera olvidarlas. Y es que una vez afuera, ¿qué hacer con ellas? Todo el trabajo que a veces conlleva en energía emocional y organizacional, en tener más cabeza que llanto para resolver el rompecabezas, me hace sentir sin una contención adecuada para aventarme a sacar todo lo podrido del refri y ya tirarlo, por decirlo de algún modo. Si no hay contenedores en la Ciudad, ¿qué hago con toda esta mierda una vez fuera de mí?
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Un día, de camino a la UNAM, Santiago y yo nos encontramos en el metro CU a Jesús Cisneros, amigo y artista español, con quien coordinábamos el diplomado de ilustración. Yo venía comiéndome una manzana y sostuve los restos durante el trayecto en tren. Cuando nos bajamos, mientras caminábamos por el andén, pensaba en tirarla en los basureros de concreto al lado de los torniquetes, pero al llegar y antes de salir, no los vi. El policía me dijo que los habían quitado porque había demasiada basura, que el metro no se podía hacer cargo.
La basura es responsabilidad de cada quien.
Empujados por el flujo de la gente, seguimos de largo y pensé que quizá en las escaleras encontraría al menos una de esas bolsas negras de basura que alguien cuelga para no tener que barrerla después. Pero ni ahí ni de camino a los taxis que te llevan a Posgrado pude tirar el esqueleto de mi manzana. Saqué un kleenex para envolverlo, y lo metí en la bolsa, rezando por un lado por no olvidarme de él y encontrar su fósil meses después; y por otro, con la esperanza de encontrar algún lugar donde deshacerme de esa fruta vacía alguna vez.
—En México no hay basureros, ¿apenas os dais cuenta? —me dijo dulcemente Jesús, quien también traía un empaque de jugo en la mano.
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El maestro de matemáticas se volvió mi amigo y en los recreos platicábamos con él, nos hacía saber lo bonitas que nos estábamos poniendo, y se disculpaba de antemano si esos comentarios nos incomodaban. De hecho, nos pedía que le dijéramos si nos incomodaban sus comentarios para ya no hacerlos.
Yo no alcanzaba a entender si me incomodaban o no, pero sentía la cara caliente de lo roja que me ponía y solo balbuceaba una risa estúpida sin decir nada.
Cuando le pregunté alguna vez su edad, me respondió que tenía dos edades: una real y otra que se había puesto en un acta de nacimiento falsa para poder ir de cachirul a un Mundial o Sub21 o uno de esos torneos donde necesitas no ser mayor de cierta edad, porque es ilegal que juegues contra alguien que está fuera de tu liga.
Quisiera decir que andar con una menor es parecido, pero no siempre aplica. Y definitivamente jamás fue impedimento en esa escuela.
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Con el tiempo, me acostumbré a traer una bolsa de basura en mi mochila, para no estar cargando todo el tiempo mis desechos con mi propia mano. Un basurero portátil. El problema siguió siendo mi casa, donde kilos y kilos de basura se acumulaban. La felicidad de mi semana era cachar al camión de la basura.
En casa de mi mamá es muy parecido a como era en Copilco. En esa privada, cada casa deja afuera un bote grande, donde tira diariamente a la hora que quiera su basura, y cada mañana pasa un camión que se estaciona en la calle de afuera, y un chavo, llevando un contenedor grande, va casa por casa recolectándola y se lleva todo hasta su camión.
Conozco amigos que suelen llevar ropa sucia a lavar a casa de sus padres; otros que van por comida (yo incluida). Yo empecé a llevarme mi basura a casa de mi mamá, y dejarla en ese basurero enorme de la entrada de la cochera.
Cuando se lo conté, mi psicoanalista me dijo:
—¿Así que llevas tu basura a casa de tu mamá? ¿Eso qué querrá decir?
Y yo me reí y le confesé que también la llevaba a terapia. Y no sólo en un sentido metafórico. Es que empecé a notar que había un camión que se paraba justo a las 9am todos los días que iba a verla, afuera de su consultorio. Así que esos viernes empecé a llevar mi basura de la Narvarte al centro de Coyoacán puntualmente. Y al salir a las 10am digamos que ya estaba libre de desechos, físicos y emocionales.
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Sin querer ahondar mucho en mi memoria, porque luego no sé qué hacer con todo lo que sale de esas remembranzas, recuerdo la vez que el maestro de matemáticas nos invitó a mis dos mejores amigas y a mí a su casa, sin ningún motivo en particular. Quizá pedir una pizza o ver videos. Recuerdo que sacó una cámara profesional, nos pidió que nos pusiéramos cerca de la ventana y nos empezó a sacar fotos: algunas a cada una sola, algunas a las tres juntas. Decía que le gustaba tener fotos de sus amigas. Recuerdo que le pedí usar su teléfono y que llamé a mi papá para pedirle si podía pasar por nosotras. Recuerdo haberme subido al coche sin poder explicarle bien qué hacíamos ahí.
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Hace tiempo que no veo a Mario, el señor de la basura. Pasaron años desde la primera vez que lo vi hasta hoy. Hoy vivo yo también en este edificio y escucho por las mañanas el grito de su esposa que ahora viene acompañada por su hijo, quien una mezcla muy exacta de Mario y ella, arrastrando juntos los botes naranjas. Alrededor de las 9am, se paran en esta esquina y grita la señora con fuerza: “¡La basuraaa!”. Y ahí se oye a todos los vecinos correr y prepararse para bajar sus bolsas y unas monedas.
Hoy que es sábado los escuché y me apuré a limpiar el arenero de los gatos, recabar en una bolsa grande el contenido de todos los basureros de la casa: el baño, mi estudio, la cocina, la orgánica. Tomar una chamarra, presionar el botón del interfón para abrir la puerta desde arriba, ponerme el cubrebocas, agarrar las monedas que dejo en el librero de la mera entrada, y tomar las dos bolsas gigantes (a pesar de que estoy con un disco pellizcado y no debería cargar), para correr a buscar a la familia de Mario.
Casi siempre están justo afuera del edificio. Otras, ya avanzaron hacia los cafés de Torres y, en el peor escenario, ya llegaron a la panadería de Los Globos que está en la calle paralela a la mía. Mientras iba avanzando cada vez más cansada, me golpeó su ausencia. Y pasando Los Globos, frente al mercado de Pitágoras, me di cuenta de que no los iba a encontrar.
¿De quién era el grito entonces que escuché? ¿Sería el alma de Mario?
Vi a lo lejos a un basurero con su bote que caminaba rápido, e intenté alcanzarlo con mi paso lento, cargada como estaba de dos bolsas que apenas aguantaba y me hacían dejarlas cada tanto para descansar. Por más que me apuré, en cada vuelta de esquina lo perdía y cuando al fin llegaba ahí y lo encontraba con la mirada, el basurero estaba más y más lejos. Tan lejos él y tan cansada yo que no podía ni gritarle. Inalcanzable.
Me había alejado ya tanto de mi casa, sin nadie a quien poderle dar mi basura, que ahora no me quedaba más que volver con ella a casa, habiéndola paseado. Me preocupé al recordar que había dejado café haciéndose en la estufa y agua hirviendo con un huevo. Tenía que regresar cuanto antes. Ahí vi por último, desde la isla que es mi propia cuadra, al basurero alejarse en ese camino que lleva al Sumesa, dos cuadras más para allá. Y me rendí.
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A lo largo de los años, he platicado con compañeras de distintas generaciones sobre este maestro. Lo recuerdo y luego lo olvido. Pienso qué haría ahora si otra vez volviera a vivir las cosas que me tocó vivir con él. Ver a tantas compañeras enamoradas porque se sentían correspondidas. Vamos, hasta una vez intentó ligarse a mi mamá y consiguió ir a comer a nuestra casa y ahí sentí por primera vez la certeza de que algo no estaba bien, sin poder nombrarlo, me sentí invadida en mi propia casa y pensé que quizá pasaba lo mismo con mi cuerpo cuando él lo comentaba.
Cuando me imagino contestándole otras cosas, diciéndole que no, dejando de saludarlo ya más grande, siento que aunque el pasado no se pueda cambiar, al revivirlo la memoria me ayuda a reparar algo. ¿Qué pasaría si juntáramos la memoria de todas y armáramos un rompecabezas que por fin nos haga sentido, no de ese personaje, sino de esa emoción que de niñas sentimos?
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Decidí volver a casa, ya habiendo dado casi una vuelta completa a la cuadra. A punto de volver tal como salí a mi edificio, solo que ahora sudada y con dolor de brazos, viendo las bolsas a punto de quebrarse de tanto desecho rellenas, reconocí a lo lejos una mancha naranja, luego dos. Y escuché el dulce grito de “¡La basuraaa!”.
Cuando llegué, ahí estaba la familia de Mario sin él: su esposa, su hijo y dos nietas. Una de las nietas, de unos quince años, me recibió las bolsas y yo no se las quise dar, porque estaban muy pesadas; mejor se las acerqué a su papá. La otra nieta se rio conmigo de mi cansancio y me dijo:
—Sí te vi salir, pero te fuiste para el otro lado.
Y yo intentando sonreírle pero solo queriendo llorar, luego de entregar mis bolsas y deshacerme de la basura de esta semana, repartí entre las dos niñas las monedas. Les di las gracias y regresé a mi casa cerrando un círculo perfecto al entrar por el lado contrario al que había salido. Así como dicen que un héroe emprende su viaje y, aunque vuelve al mismo lugar, ya no es el mismo. EP
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