Salir al supermercado se ha vuelto un rally de emociones y de cuidados ante la pandemia. ¿Qué pasa ahora cuando cruzamos esas puertas de cristal? Nunca imaginamos que ir al super significaría lo que hoy significa.
Demasiado tarde
Salir al supermercado se ha vuelto un rally de emociones y de cuidados ante la pandemia. ¿Qué pasa ahora cuando cruzamos esas puertas de cristal? Nunca imaginamos que ir al super significaría lo que hoy significa.
Texto de Daniela Tarazona 11/02/21
Al estar en el supermercado reconozco mi trauma: las personas me dan miedo. Tras un año de cubrebocas y desempeños por vías virtuales, los movimientos de otros cuerpos me parecen extraños; ya no sé si puedo fiarme de otras manos, de otros alientos en la fila de la salchichonería. Cualquiera podría contagiarme. No puedo saber si mis pulmones resistirían o si se cundirían con el virus en unas cuantas horas. A pesar de encontrarse sanas, las personas tienen derecho a toser y estornudar, el supermercado presenta el aire lleno de polvos detergentes, de plásticos expuestos. A cualquiera le darían ganas de doblarse en dos y escupir si atraviesa el pasillo de los productos para limpiar el piso y corta el aire impregnado de sustancias abrasivas. La toxicidad se encuentra suspendida.
Hice fila para entrar, me detuve sobre el tapete sanitizante para limpiarme las suelas. Miré al señor sin cara y permití que me apuntara con la pistolita de la temperatura. Le dejé el carro con una rueda desalineada para que lo embarrara de gel y yo pudiera empujarlo ensuciándome las manos. Caminé hacia la farmacia para buscar algún shampú sin sulfatos. Cuando estaba por entrar a la sección de frutas y verduras esquivé con maestría un carro que venía en sentido opuesto. El supermercado se encuentra superpoblado y hay demasiado tránsito en los pasillos.
Me detengo frente a los cereales y pierdo el sentido acerca del presente. Me ocurre una repentina meditación. Ya casi cumplimos el año con cubrebocas, va a ser nuestro primer aniversario. Cuando recupero los recuerdos del año anterior, me doy cuenta de que no existe. El tiempo no tiene sitio sin el desplazamiento habitual de los cuerpos por el espacio. Me observo a mí misma, sentada frente a la computadora como si se tratara de una condena. Lo que verás no ocurre, en realidad. Lo que les sucede a las personas detrás de las pantallas no cuenta con un registro real. Nadie lo ve. Son movimientos virtuales que se contabilizan en bytes expandiéndose en el aire del mismo modo que el olor a cloro y a suavizante.
Me encuentro ahora en la fila de la caja, al final del recorrido de alto riesgo. Miro las compras de mi vecino de enfrente. Lleva varios botes de Lysol y varias cajas de leche. Cada quien resiste como puede.
Cuando termino de empacar las compras y recibo el ticket, vuelvo a pensar en el desastre colosal: a ver a quién puede alcanzarle el dinero si el kilo de manzana amarilla cuesta 60 pesos.
Miro las manos de la cajera. Las uñas largas pintadas de azul. Ahora deseo comprarme otro esmalte de ese color. No hay manera de escapar. Pienso en sus manos sucias, como las mías, imagino lo que significa recibir dinero durante horas y guardarlo en los cajones automáticos.
Me sujeto al trauma con el que vivo. Bordeo las avenidas por los carriles de baja velocidad, le temo a los autobuses y a los coches. Preferiría irme a vivir a las montañas o a un llano en donde el horizonte exista. Las ciudades son los bordes de la pandemia y sus tentáculos se encuentran infectados con el virus.
Cuando llego a casa, vuelvo a caer en la cuenta de mi insignificante desgracia. El mismo espacio que ocupo para escribir es donde trabajo a diario. Los recorridos que hago van de la cocina al estudio. Las escaleras se multiplican y me llevan a ninguna parte. ¿En dónde nos encontramos realmente? No lo sé.
No miro las noticias, huyo de ellas. El presidente, quien es una fuerza moral y no de contagio, acaba de contagiarse. Lanza un video en donde se le ve caminando por el Palacio Nacional. Habla y sonríe, pero no se entiende la gracia.
Desde que comenzó la pandemia he preferido no desinfectar las compras. No es que sea irresponsable, sino que me resisto a creer que el mundo se encuentra tan contaminado. Pobres ilusiones las mías. Miro por la ventana y veo que el Sol está cerca de guardarse. Hace frío.
La pasé mal en el supermercado. Olvidé contar que, detrás de mí, la mujer que estaba formada en la caja estornudó varias veces y llevaba mal puesto el cubrebocas. Es probable que las gotículas que venían del interior de su cuerpo me hayan caído encima, sin embargo, no quise bañarme al volver. Es demasiado tarde en el reloj del mundo para intentar escapar. EP