Tres décadas de austeridad

Para ubicar la austeridad económica que abandera al gobierno federal, el autor de este reportaje entrevistó a especialistas como Óscar Ugarteche, José Romero y Abraham Granados, entre cuyas opiniones se reconoce el gran valor de detener el dispendio positivo, pero también se enfatiza que el ahorro es muy distinto al desarrollo y que éste sólo puede lograrse con cambios en la política macroeconómica y fiscal, no sólo en el gasto estatal.

Texto de 02/07/19

Para ubicar la austeridad económica que abandera al gobierno federal, el autor de este reportaje entrevistó a especialistas como Óscar Ugarteche, José Romero y Abraham Granados, entre cuyas opiniones se reconoce el gran valor de detener el dispendio positivo, pero también se enfatiza que el ahorro es muy distinto al desarrollo y que éste sólo puede lograrse con cambios en la política macroeconómica y fiscal, no sólo en el gasto estatal.

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El 5 de diciembre de 2000, hace ya casi 19 años, Andrés Manuel López Obrador dio su primer ejemplo de lo que él mismo ha bautizado como la “austeridad republicana”: se negó a que un vehículo oficial lo trasladara desde su vivienda particular, en el sur de la Ciudad de México, hasta la Asamblea Legislativa del entonces Distrito Federal, en el centro de la urbe, a donde prefirió llegar por sus propios medios, para asistir a la ceremonia en la que sería nombrado jefe de gobierno. Esto fue visto como una anécdota curiosa, hasta que informó que durante su periodo al frente de la administración capitalina no distraería vehículos oficiales para su traslado, ni adquiriría con recursos públicos medios de transporte blindados para uso personal —típicos entre los gobernantes mexicanos—, sino que utilizaría su propio auto para movilizarse, un modesto Tsuru color blanco que, durante sus cinco años como mandatario de la ciudad, fue el mayor emblema de esa austeridad que enarbolaba como bandera.

El que un gobernante se negara a emplear recursos materiales disponibles para el cumplimiento de sus funciones públicas, o a disponer de recursos públicos para adquirir dichos bienes en caso de que no se contara con ellos era entonces algo inédito para la clase política mexicana, pero la austeridad al estilo de López Obrador no terminó ahí, sino que cristalizó en acciones administrativas específicas que hoy repite como presidente. Entre estas acciones destacan la restricción en el gasto del gobierno, especialmente en lujos y en las que se consideraron funciones duplicadas; y el redireccionamiento de los ahorros generados hacia nuevos programas sociales en la capital del país, basados en la entrega directa de dinero a la población, primero con el establecimiento del Programa Pensión para Adultos Mayores de 68 años (después para mayores de 65) y después con el Programa de Mejoramiento de Vivienda, para habitantes de vecindades, departamentos de interés social y barrios populares, que en la capital del país siguieron operando hasta la fecha, con los mismos nombres.

Aunque los programas de entrega directa de dinero no fueron inaugurados en México por López Obrador cuando fungió como jefe de gobierno capitalino, sino por el expresidente Carlos Salinas de Gortari, su archirrival, tal fue su éxito político cuando el tabasqueño los puso en marcha en la capital del país, que quienes inicialmente los tildaron de “populistas” finalmente terminaron copiándolos, especialmente la pensión para adultos mayores. Así, López Obrador probó que su “austeridad” funcionaba políticamente. Sin embargo, en estos 19 años transcurridos desde entonces, el concepto de “austeridad republicana” creció, se transformó y los efectos que tuvo su aplicación durante su periodo a cargo del gobierno de la Ciudad de México no son necesariamente los mismos que hoy, ya como presidente del país. Por ello, se consultó a expertos economistas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y de El Colegio de México, para saber en qué se convirtió esa austeridad republicana a casi dos décadas de su estreno en el país y hacia dónde nos lleva, ahora que se aplica como política federal.

Tufillo neoliberal

“Las políticas de austeridad —explica el doctor Óscar Ugarteche, especialista en economía mundial del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM— no son un invento de López Obrador; la austeridad económica es un principio austriaco y asegura que, si un gobierno tiene un superávit fiscal, si gasta menos de lo que recauda, los agentes económicos privados serán más eficientes y eso hará que la economía marche de manera óptima y crezca”, generando así condiciones de bienestar para toda la población. Bajo esa lógica, acuñada en los siglos XIX y XX, “muchos países acordaron tener un presupuesto fiscal superavitario —detalla Ugarteche—, es decir, un gobierno con un gasto restringido, para que así el actor más importante en su economía no fuese el gobierno, sino el sector privado. Por ello, detrás de las políticas clásicas de austeridad existe un ‘tufillo neoliberal’. México es uno de los países que adoptaron esa filosofía económica y la mantiene hasta ahora”.

Esta filosofía de austeridad clásica, de hecho, comenzó a aplicarse en México en 1982 ante la crisis económica provocada por la deuda externa, al arrancar el periodo presidencial de Miguel de la Madrid, y fue mantenida por todos sus sucesores: Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Esto fue así, explica Ugarteche, porque “lo normal es que estas políticas de ajuste en el gasto público, de austeridad en su acepción clásica, se apliquen cuando las cosas no van bien, cuando la inflación en un país sube, cuando algo pasa fuera de la economía que provoca una presión fiscal inesperada”. Ejemplifica: “Si un país tiene comprometido o adeuda el 100% de su producto interno bruto (PIB), y de pronto algo hace que las tasas de interés suban un equivalente al 2% del PIB, el gobierno de ese país tiene dos opciones: una es ingeniárselas para generar ese porcentaje que le falta; y la otra es reducir su gasto en 2% del PIB, para subsanar el faltante. Esto último es la austeridad clásica: su finalidad es permitirle al gobierno salir al paso, realizar pagos sin tener que modificar la forma en la que genera sus recursos”, sin buscar nuevas formas para que crezca la productividad.

Sin embargo, destaca el especialista, “la austeridad republicana de López Obrador es otra cosa: es algo nunca antes visto en el mundo, porque implica aplicar esas medidas de restricción en el gasto público, cuando en realidad no hay razones económicas para hacerlo: no hay inestabilidad en la tasa de interés en Estados Unidos, ni en la tasa de los bonos mexicanos (lo que podría elevar la deuda de México repentinamente), ni tampoco hay una inflación significativa. Podemos concluir que esta austeridad de López Obrador se aplica por razones distintas” a las que comúnmente originaban los recortes. ¿Cuáles pueden ser esas razones?

Ahorro es distinto a desarrollo

Entre el 4 y el 15 de diciembre de 2018, durante sus primeras dos semanas como presidente de México, Andrés Manuel López Obrador delineó durante sus conferencias de prensa matutinas la austeridad republicana que, aseguró, sería el sello de su gestión. Dijo, por ejemplo, que consistiría en “reducir el gasto de operación” de la administración pública federal, para “que el presupuesto no se quede en el gobierno”, ya que, afirmó, sus predecesores “agrandaron el gobierno, [creando] instituciones para todo”, de tal forma que los recursos no se usaban en beneficio de la población sino “para mantener al gobierno”. Como ejemplo de esas instituciones, que desde su óptica agrandan innecesariamente el aparato burocrático, puso a órganos autónomos como el Instituto de Acceso a la Información Pública, que “cuesta mil millones de pesos mantener”, acusó. Igualmente, aseguró que la austeridad republicana implicaría recortar el gasto gubernamental, para “tener más inversión en proyectos productivos, para la generación de empleos: se va a financiar todo el programa de bienestar, el de la contratación de jóvenes como aprendices; se van a otorgar alrededor de 10 millones de becas a estudiantes; se va a aumentar la pensión a los adultos mayores al doble, y muchas otras acciones”. Con todos estos ahorros, remató, no sólo alcanzará para redistribuir el gasto mediante transferencias directas a grupos vulnerables, sino que también alcanzará para “financiar el plan de rescate de la industria petrolera”, ante el abandono y saqueo a los que ha sido sometida durante décadas.

Estas definiciones del presidente de la república demuestran, destaca el doctor José Romero Tellaeche —profesor investigador del Centro de Estudios Económicos de El Colegio de México, quien ha dedicado buena parte de su vida profesional a estudiar las causas del estancamiento económico nacional y los intentos de solución impulsados—, que “las actuales autoridades federales no están usando la austeridad para luchar contra la inflación: están luchando contra la corrupción. Es decir, el propósito de López Obrador para aplicar medidas de austeridad es detener el dispendio al que estaban acostumbrados los gobernantes de México, y que los ciudadanos estábamos acostumbrados a ver desde hace mucho tiempo”. Ese solo cambio, afirma, es positivo, porque “nadie en su sano juicio podía estar de acuerdo en que el dinero se gastara en lujos o en viajes de funcionarios al extranjero que no generan ningún beneficio para el país”, sólo por mencionar algunos ejemplos.

“Efectivamente —reconoce el especialista en un ejercicio autocrítico—, hay sectores, como el académico, que vivimos en un mundo de muchos privilegios y todas estas medidas que aparentemente no tienen lógica, que parecen acciones descabelladas, en realidad son medidas draconianas para desacostumbrarnos al tren de gastos en el que vivíamos”, y eso es loable. No obstante, puntualiza, los ahorros que se pueden generar mediante la aplicación de medidas de austeridad en el gasto público, “apretándose el cinturón”, en realidad no alcanzan para generar empleo, crecimiento económico o desarrollo, tal como anuncia López Obrador. “Vamos a suponer que se logran esos objetivos en ahorro —explica el doctor Romero— y que, en vez de gastarse ese dinero en camionetas Suburban, en viajes al extranjero para que académicos realicen exposiciones de diez minutos en congresos de 500 participantes sin ningún impacto en la ciencia mexicana, las autoridades le dan ese dinero ahorrado a los tarahumaras, una de las poblaciones indígenas más marginadas del país. Bueno, pues ahí lo único que pasa es que en vez de que ese dinero se lo gasten unos, se lo van a gastar otros, pero eso no implica crecimiento económico: es nada más una transferencia del gasto de un rubro a otro.”

Para poder realmente generar mayores y mejores empleos, para atender las necesidades de todos los sectores de la población, para hacer crecer la economía del país, advierte el especialista del Colmex, “no basta la redistribución del gasto público; lo que se necesita es que aumente la productividad nacional, y eso sólo puede lograrse con inversión privada, porque el gobierno no tiene más recursos”. Así, destaca el doctor Romero, “de la redistribución del ingreso no espero crecimiento, aun si funcionara el programa de austeridad, y aun si ese dinero ahorrado se distribuye correctamente: lo que se puede ahorrar suprimiendo los lujos de la alta burocracia, áreas del gobierno con funciones duplicadas y programas como el de las estancias infantiles, en términos macroeconómicos representa sólo minucias. No alcanzaría para que el pib creciera ni medio punto porcentual, y eso no representa ninguna diferencia respecto del actual estado de la economía mexicana”.

Todos los nombres de la pobreza

La redistribución del gasto público mediante programas de entrega directa de dinero a sectores vulnerables, quizás no implique cambios sustantivos en términos macroeconómicos, pero, ¿esa política puede representar una verdadera diferencia en la vida de quienes integran los sectores vulnerables a los que se dirige? Abraham Granados, especialista en desarrollo y políticas públicas, miembro del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, responde con un rotundo “No”. El principal programa de entrega de dinero a la población, orientado al combate a la pobreza en México, inició en 1989 con Salinas de Gortari, bajo el nombre de Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol). Luego, en 1997, Ernesto Zedillo lo rebautizó como Progresa; en 2002 Vicente Fox lo renombró como Oportunidades —denominación que mantuvo durante la administración de Felipe Calderón— y Enrique Peña Nieto lo continuó como Prospera. Finalmente, en el gobierno de López Obrador este programa fue dividido en dos: una parte de los recursos se entregará a través de la Secretaría de Educación Pública mediante becas para estudiantes y la otra parte por medio de la Secretaría de Bienestar, con becas para jóvenes “aprendices” de oficios, pensiones para adultos mayores y dinero para campesinos. Es decir, la estrategia contra la pobreza que consiste en la entrega directa de dinero a sectores vulnerables lleva operando en México exactamente 30 años.

Sin embargo, destaca el doctor Granados, en todo ese tiempo, “con estos programas la pobreza no se ha reducido y tampoco han servido para mantener los niveles del pasado; por el contrario, la pobreza ha aumentado a pesar de ellos, aunque han cambiado de nombre varias veces”. De hecho, explica, en estas tres décadas el único periodo en que las estadísticas oficiales de pobreza registraron una disminución fue durante el bienio 2014-2016. Pero esto fue así no porque mejorara realmente la situación económica de la población más pobre, o porque se redujera la brecha de desigualdad entre los que más tienen y los que menos tienen; fue resultado de que el gobierno federal, entonces encabezado por Enrique Peña Nieto, alteró sus parámetros para medir la pobreza.

Así, según las estadísticas oficiales del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el gobierno de México logró reportar que entre 2014 y 2016 la población en situación de pobreza se redujo tres puntos porcentuales, de 46% a 43%, en tanto que aquella en situación de pobreza extrema disminuyó de 9.5% a 7.6 por ciento. Gracias a ese cambio en la metodología, México pareció haber experimentado un milagro pues, según el Coneval, en ese periodo bajó 3% la población con ingreso inferior a la línea de bienestar mínimo, lo mismo que el número de gente con carencias para acceder a alimentos; además, disminuyó 2% la cantidad de gente sin servicios básicos en la vivienda y 1% el “rezago educativo” —todos los cuales son indicadores sobre la pobreza de la población—, más allá de su ingreso. “Pero entre 2014 y 2016 en  realidad no se redujo la problemática de la pobreza en México —advierte el doctor Granados—, se alteró la metodología para recabar la información y, luego de eso, podemos ver que los índices de pobreza siguieron aumentando”, incluso con la nueva metodología aplicada. Por eso, señala, “es claro que esos programas de transferencia condicionada (es decir, que te entregan dinero si vas al doctor, si mantienes a tus hijos en la escuela, si reforestas parte de tu parcela, si mejoras tu vivienda) no han funcionado en México para reducir la pobreza ni para generar empleo, y seguir pensando que con esta estrategia de gasto social pueden cambiarse las actuales condiciones de desigualdad representa una visión limitada, ya que eso sólo se logra con crecimiento económico”.

Con una política pública, advierte el académico, “difícilmente vas a generar crecimiento económico, ese no es el fin de las políticas públicas. No vas a generar empleos con una política pública, los vas a generar con crecimiento”. Efectivamente, reconoce el economista, “si tú le entregas dinero a un joven sin empleo y sin estudios, quizás puedas revertir algunas situaciones de desigualdad que padece y evites que caiga en un estado tal que no pueda ni alimentarse, pero eso, con toda su importancia, representa sólo cambios focalizados. No son cambios sustanciales que garanticen a toda la juventud revertir la pobreza que enfrenta, en todas sus dimensiones”. Un cambio así, subraya, sólo puede lograrse mediante una modificación, no en el gasto del gobierno, sino en la política macroeconómica y fiscal. “Ahí es donde sí puede incidir López Obrador para generar mayor crecimiento económico y, con ese crecimiento, reducir la pobreza, generar desarrollo, empleo, y financiar una política de bienestar social. Por ejemplo, los países que han aplicado políticas de bienestar y programas sociales contra la desigualdad, tienen disponibles esos recursos porque tienen una recaudación elevada y no tienen que apretarse el cinturón para financiarlos. Entonces, ¿cómo podría ampliar México su base fiscal para que no tenga que limitar unos rubros para ampliar otros? La respuesta es fácil: cobrándole más impuestos a los más ricos, a ese 1% de la población que más tiene y que no necesariamente son quienes más impuestos pagan”.

Igualmente, subraya el doctor Granados, se podría revisar la política inflacionaria y poner en circulación más dinero para promover mayor actividad económica. No obstante, reconoce el especialista, “el discurso de López Obrador no incluye ninguna de estas medidas, y en ese sentido su política económica es básicamente la misma que la de sus predecesores: no se plantea una reforma fiscal que obligue a los más ricos a pagar más impuestos, y eso puede deberse a que ese sector de la población, aunque sea muy reducido, cuenta con una capacidad de presión política que no tiene ningún otro sector social; y tampoco se plantea modificar la política inflacionaria, controlando sus riesgos, lo cual sigue en la línea de las ideas neoliberales de control del gasto público y baja inflación”. Así, concluye, “cuando el presidente López Obrador señaló que el neoliberalismo llegó a su fin era sólo una declaración política, porque la verdad es que el neoliberalismo no se ha acabado: en México se mantienen las mismas políticas monetarias, las mismas políticas de ajuste a la baja del gasto público y el mismo tipo de programas asistencialistas que prometen erradicar la pobreza y generar empleo y desarrollo, sin que en realidad puedan lograrlo”.

El futuro

El pasado 12 de marzo, durante su conferencia matutina de prensa, el presidente López Obrador lanzó una dura crítica hacia este tipo de programas de reparto de dinero a sectores vulnerables, al asegurar que sólo fueron usados para generar clientelas electorales. Sin embargo, advirtió, con su gobierno “se terminan alrededor de 30 años de programas electoreros, que sólo mediatizaban (a la población) y que daban pie a la corrupción utilizando el nombre de gente humilde, de gente pobre, todo eso se termina (…) Fueron de las cosas que hicieron también (los gobiernos anteriores), plagiaron términos, conceptos que se utilizaban en la lucha social, primero era Solidaridad, luego Oportunidades, luego Progresa, luego Prospera, eso se acaba ya: tan no funcionaron esos programas que creció la pobreza en el país y, sobre todo, la desigualdad”.

Entonces, ¿estos programas tendrán un resultado diferente, ahora que quien los aplica es López Obrador? Si la estrategia del actual gobierno es generar empleo, disminuir la desigualdad y fomentar el crecimiento económico, ¿por qué su táctica para lograr esos objetivos es el reforzamiento de los programas para reparto directo de dinero, que en tres décadas han demostrado su inutilidad, según sus propias palabras? Esa respuesta, aclara el doctor Ugarteche, sólo el tiempo la dará, aunque no habrá que esperar mucho por ella. “Los números dicen que los programas de transferencia directa no generan desarrollo, crecimiento económico, ni una mejor economía para la gente. Lo que dicen los números es que aproximadamente la mitad de la población mexicana está en rango de pobreza, a pesar de estos programas. Entiendo que la apuesta del gobierno de López Obrador es que habrá un elevado volumen de recursos para que la gente avance, para que cree microempresas y empujen sus pequeñas empresas, para que éstas contraten aprendices, y se anuncia que serán miles de millones de pesos los que se inviertan en eso. Pues bien, si eso funciona, efectivamente puede empujar en alguna medida la economía, y eso sería maravilloso e inédito, pero existe el peligro real de que eso no pase: que al disminuir la inversión pública, como ya se hizo, se desacelere el consumo, y cuando esos recursos sean recirculados, ahora mediante programas sociales, es posible que no logre reactivarse la economía y que, por el contrario, veamos un estancamiento en dos trimestres más. Los resultados de esta política los veremos así de fácil y así de rápido”.

En términos de popularidad política, sin embargo, los resultados de esta táctica sí son visibles en el presente, tanto como lo fueron en el pasado, cuando López Obrador ejerció la jefatura de gobierno y experimentó por primera vez con la idea de la austeridad republicana: esta política de subsidio a sectores vulnerables le ha permitido erigirse (y mantenerse) como uno de los cinco mandatarios mejor calificados por sus respectivas poblaciones a nivel mundial, con 64% de aprobación, según la encuestadora Mitofsky, al menos hasta el mes de junio. Ahora, sólo falta saber si la austeridad republicana también demuestra su eficacia económica, detona el empleo y el crecimiento, para reducir la pobreza y la desigualdad en términos reales. EP

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