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i.

En la punta de los pies el mundo, la salvia, el oficio de extrañamiento ante ruidos y rumores. Cenizas y marcas de un territorio que ha aprendido a gestar lenguaje entre los orificios de lo que se da paso a tientas.

ii.

Isla o floresta. Jardín de abetos donde los mérgulos afinan el aire, costa o amasijo, caudal de timbres. Mañana a mañana, en polisílabos que llevan resinas milenarias y balbuceos, arder en permanencia hasta sitiar la piel en lo audible de la transpiración.

iii.

Herimos el aire. Herimos al llanto. Herimos las sales. Cuerpos de barro y origen. La paradoja del fuego es su estancia de temblor silente.

iv.

Una oración, un acuerdo, silencios, horadaciones: embonan los gestos. Eso estaba ya en la plegaria, entre los muros de la ciudad cerrada. Gramática del roce.

v.

Comienza el día. Golpe de dados. Germinativo el destino de la infancia. Cabello arremolinado, sonrisas zumbantes. Un petirrojo en extravío pía desde la ventana.

vi.

Cierta irregularidad en la forma. Apenas un guiño. Palidez y densidad del sueño. Extractos de limón amarillo, colina revuelta de fresnos: ópalo de fuego donde se guarda el titubeo de mosquitos invisibles.

vii.

Se alista la mirada hacia un territorio ya desconocido. Se alistan falanges y nudillos a bajar la guardia. Hay algo, sin embargo, un sigilo, cierto tramo de hilo que desdibuja rostros, un cardo herido de tajo, un aliento zigzagueante que detienen al cuerpo. En esta orilla, el tiempo, es ocaso que declina su luz para cesar de golpe a la muerte. EP