La pandemia es buen motivo para tomar consciencia acerca de las travesías de proximidad, una de las mejores formas de experimentar la autenticidad de nuestro país. Aquí tres historias sobre humedales, ballenas y carreteras para inspirarse a viajar con cuidado y responsabilidad.
Tres relatos mexicanos: viajes posibles
La pandemia es buen motivo para tomar consciencia acerca de las travesías de proximidad, una de las mejores formas de experimentar la autenticidad de nuestro país. Aquí tres historias sobre humedales, ballenas y carreteras para inspirarse a viajar con cuidado y responsabilidad.
Texto de Arturo Torres Landa 01/12/20
I
Un road trip por la Baja California
Desde la ventana de la cafetería se alcanzan a ver los perros lobo del hombre más rico de Baja California. Negros, con esa corpulencia de caballo, es imposible no notarlos a pesar de que nuestra mesa se localiza en el primer piso del edificio. Nos traen ensaladas de quinoa y leches doradas, mientras que esos perros van, corren, ladran, se muerden las patas. Las polvaredas que levantan no me permiten concentrarme en los waffles (pan integral, miel de frambuesas), y entonces pienso que este instante define bien ese vaivén entre el arraigo y la ilusión de modernidad que se respira en la ciudad; la colisión entre culturas mexicanas y el estilo de vida californiano: motorhomes, limpiaparabrisas, ensaladas veganas, estadios de futbol que son vecinos de criaderos de perros que fueron lobos.
Pero este viaje no tiene como intención descifrar Tijuana, me declaro incompetente para ello. Valga decir que sí nos atascamos en la fila caliente que conduce a la garita de San Ysidro, y que por la ventanilla de la van sí vi los grafitis, el espanglish, los pilotes oxidados que avanzan sobre los cerros, se ahogan en el mar y nos separan del Otro Lado.
Nos dirigimos al sur del norte de la península, a la Bahía de los Ángeles, y lo hacemos con la consigna de viajar a nuestro paso, evitar multitudes y siempre parando bajo cielo abierto. Nada más dejar Tijuana parece que el día toma un respiro muy hondo porque de un lado están el Pacífico y del otro un valle cubierto por flores de las últimas lluvias. La carretera se abre y Luis, al volante, acelera; se acomoda la gorra de beisbol y le sube el volumen a una canción de Billy Joel. A grandes rasgos, nos dice que nos detendremos en Ensenada y en San Quintín, y en su voz confirma que, cuando un bajacaliforniano pronuncia “la Transpeninsular”, lo hace con la misma vehemencia con la que un chileno dice “la cordillera”. Y es que, sin esta ruta, ¿qué más habría?, ¿qué sería de quienes viven península adentro, junto a la sal?
Antes de enfilar paramos a cargar gasolina en una estación limpísima, donde no venden papas Sabritas sino Frito-Lay. Al lado nuestro aparca (se estaciona) una camioneta cargando motocicletas. Frente a la carrocería cromada, cubierta de barro y polvo, comprendo que, más que arrancar un roadtrip, acabamos de iniciarnos en cierto rito viajero.
De San Quintín se dice que surgen algunas de las fresas más grandes y jugosas del planeta, mas no logramos corroborarlo porque todas, en su totalidad, se exportan a los Estados Unidos. Si Ensenada es la cocina, la mesa bien dispuesta, San Quintín es la alacena: basta con llegar en auto a las cuestas que ascienden a la Sierra de San Pedro Mártir para divisar las granjas de acuicultura (ostras, almejas, ostiones), las zonas de sembradío (jitomates, lechugas, coles de Bruselas, fresas ciclópeas) y una hilera de volcanes apagados que, a la distancia, parecen cubiertos por terciopelo verde. Un espejismo formado por espinas y pitayas tendidas hasta el mar.
Desde allá arriba la Bahía Falsa de San Quintín apenas se distingue, pues la tapan los conos de magma petrificada. Sin embargo, al pie del muelle, este canal se despliega, y, de verse como una fractura en la tierra, acaba luciendo como la mar entera. Esa mañana es muy azul y subimos al bote, llevamos cañas y una hielera con cervezas. Apenas hay movimiento sobre la superficie tensa del agua y pescamos un rato para hacer ceviche cuando pisemos tierra. Los lobos marinos nos miran con pereza pues, salvo alguna captura, nada luce interesante, hasta que, de pronto, la veo. Su hocico de piedra rompe el agua desde abajo y expulsa un chorro que se disipa en el aire caliente. La ballena gira —así me parece—dejando ver el lustre blanco de su vientre. Baja la cabeza y se hunde con el mismo silencio con el que emerge. Y allá a babor hay otra, con un dorso parecido a una roca negra y pulimentada. En minutos, alrededor del bote, surge y desaparece media decena de ballenas. Con cada inmersión se acercan más a nosotros y luego se alejan, completando lo que aparenta ser una danza de chasquidos bajo las olas. En la boca de la bahía, cerca de los arenales bajos, macho y hembra alzan sus grandes cabezas: las cruzan, las chocan con suavidad. Por instantes, me parece que emulan a los volcanes del fondo; la salvedad es que, por sus chimeneas, brota un aliento vivo de krill y plancton.
Salimos tarde de San Quintín, tanto que en el restaurante donde cenamos arquean las cejas y nos dicen: “Váyanse con mucho cuidado”, con énfasis en la u de “mucho”. De aquí a Bahía de los Ángeles hay casi seis horas a través del desierto, y hay tramos de carretera que se pierden en la opacidad de la noche. De ese trayecto por el espinazo de Baja California recuerdo destellos: el de la linterna de un soldado que tiembla tras la ventanilla y nos dice también: “Váyanse con mucho cuidado”; el de las luces altas que Luis le arroja a las vacas, espectros con cuernos echados en el asfalto. A medida que avanzamos, la Transpeninsular va apareciendo poco a poco, como si fuera de sales de plata y los faros de la camioneta la revelaran lentamente.
Al llegar el sol, lo hace violentamente y sobreexpone el paisaje: el Valle de los Cirios, con sus dos millones de hectáreas de cactus, tan altos como postes de teléfono, nos rodea por los cuatro costados de la camioneta. Tras un viaje por la negrura, amanecer en medio de espinas, cielo y mineral debe ser lo más parecido a aterrizar en la luna.
A la altura de Mina Columbia, si se gira a la izquierda, la Transpeninsular deja de serlo para convertirse en el tramo Punta Prieta-Bahía de los Ángeles, y nuestro destino aparece detrás de una loma sobre la que corren los zorros grises. Remota, el agua corriente, la luz y el pavimento forman parte de su historia reciente, y detrás de cada barra o a un lado de las mesas se escucha decir a la gente que su padre fue quien abrió tal camino, que su madre instaló aquella bomba desalinizadora para sobrevivir. Bahía de los Ángeles tiene cerca de mil habitantes, con la mitad mexicana dedicada a la pesca y el resto de origen americano avecindado en motorhomesy casas de renta, y es precisamente a causa de esa naturaleza trashumante, de pioneros, que cada vez más gente la pone en su navegador GPS para llegar aquí y practicar deportes acuáticos u holgazanear en la playa, lejos de toda multitud.
Bahía adentro, los riscos tienen nombres como La Ventanilla —por la acción del viento—o La Calavera, a razón del guano y el salitre. Cuando nuestro bote se acerca a su roca, los pájaros bobos presumen las patas azules y las fragatas macho sus pectorales hinchados de un rojo testosterona. Esa misma amenaza viril percibo al entrar al mar y toparme con un lobo marino joven, que comienza a rodearme con la velocidad de un puñetazo. Su curiosidad es tan punzante que, a ratos, sospecho si no percibirá en mí un cierto aroma a perro lobo.
II
Un hotel de ecoturismo en Los Tuxtlas de Veracruz
Si tuviera que describir el sabor de los tegogolos, diría que saben a lo que queda entre los dedos luego de hundir la mano en el fondo de un lago: limo, barro, piedras, agua y sal son los ingredientes de los que deben estar hechos estos caracoles lacustres, a juzgar por el regusto que dejan. No se me malinterprete: el platillo me gusta, más porque llegamos a Catemaco con la luna baja, la humedad al alza y el estómago a medio tanque. Además, el adobo enchilado con que los untan obliga al cuerpo a sudar. Las jornada anteriores las dedicamos a beber café y comer elotes en Coatepec; a tomar micheladas de Lulú roja en Xico y toritos de cacahuate en Boca del Río. La travesía fue rápida, de pisa y corre: una blitzkriegamistosa con el único ánimo de recorrer Veracruz a sorbitos, sobre todo ahora que ese virus que vive en la saliva nos impide vivir atragantándonos y con sobremesa.
Así, a Catemaco hemos llegado con la bandera de paz izada, dispuestos ya a quedarnos ahí y encerrarnos unos días detrás de la lluvia de Los Tuxtlas. De acuerdo con todas las grandes siglas de la contingencia mundial (OMS, OMT, WTTC), realizar viajes cortos por carretera y alojarse en establecimientos poco concurridos, en proximidad con espacios naturales abiertos, es lo más sensato si se cae en la insensatez de viajar en esta época, por ello elegimos Catemaco, por eso nos quedamos en Nanciyaga.
De esa primera noche no puedo decir mucho por la oscuridad de la jungla, pero la mañana siguiente sí la recuerdo de nubes cerradas, tanto que el borde del lago formaba un blanco parejo con el cielo. La barca que nos mueve tiene un color menta intenso y esa densidad que sólo se adquiere tras años de capa sobre capa de pintura impermeable. La sillita es igual a las de las viejas paletas de la secundaria, muy incómoda, y me encanta porque así no hay pretexto para apoltronarse y caer arrullado por el tambaleo. Tampoco hay oportunidad de dar el primer cabeceo porque los pescadores rompen la tensión del agua con sus redes, a latigazos. Las garzas tigre nos vuelan muy cerca y tras cada chisporroteo del agua surge la cabeza de un pez bigotudo, un caparazón cubierto de hojitas. Además, la posibilidad de ver monos araña, en la acertadamente nombrada Isla de los Monos, disuade cualquier pestañeo.
La Reserva de la Biosfera de Los Tuxtlas, en el sureste de Veracruz, es considerada una de las regiones naturales más importantes para el equilibrio natural, no sólo de México, sino de toda América del Norte. Se trata de uno de los pocos territorios aún cubiertos por bosques mesófilos, ecosistema que más parece un capricho por la infinidad de condiciones climáticas y de relieve que deben coincidir para su surgimiento. Los Tuxtlas es hogar de 565 especies de aves, 139 de mamíferos y más de 1000 de insectos, todos en grave amenaza, como es frecuente, pero en sitios como la reserva ecológica de Nanciyaga están convencidos de que, para que esos números cobren contexto y sustancia, es necesario que los viajeros se topen con tales aves, mamíferos e insectos y así entender la importancia de su conservación.
Incrustado en un borde del lago, la principal característica de Nanciyaga es que se compone por estructuras de madera y palma, al estilo palafito, de forma que la arquitectura se integra bien en el paisaje arbolado. El acceso se hace exclusivamente por agua, y la hilera de kayaks que aguarda en el muelle da la bienvenida, pero también antoja a tomar los remos y volver lago adentro hasta el medio día. Una vez en tierra, se puede elegir entre varias actividades o experiencias temáticas, todas ellas pensadas en realizarse durante los varios días de estancia. Tomamos el recorrido interpretativo y nos adentran en senderos por la jungla, bajo troncos rizados como un cairel. Hacemos pausas frente a réplicas arqueológicas de la cultura olmeca pero no podemos evitar poner más atención en las arañas que trepan con sus patas doradas sobre los glifos en la piedra. Allá arriba, el dosel de la selva se agita cuando las guacamayas rojas vuelan de rama en rama, estimuladas, quizá, por el humo de copal que emplea el chamán para la limpia colectiva. Más adentro, la jungla choca contra una estribación de rocas, y ello permite que los torrentes que guarda el monte broten como manantial. De ahí tomamos barro para humectar el rostro (o hacer más notorias arrugas e imperfecciones cuando se seca, opinamos algunos), y bebemos agua en recipientes hechos con hojas de palmera tierna. Sí, la imagen suena a escena de La Laguna Azul, al segmento de un capítulo de LosSimpsonen que Bart imagina la vida perfecta en una isla tropical con monos mayordomo y Nintendos de cocos, pero es que esa intensidad de verdes y las guacamayas con su grito metálico permiten entregarse al idilio.
La noche se pasa en un duermevela, porque, ¿qué chilango puede dormir profundo oyendo crujidos en el techo de palma, con las cuijas tronándole besos y chistes de jarochos en el oído? Hay chapoteos en el agua que pasa bajo las cabañas, y bien pueden ser tortugas o el chasquido que hacen los cocodrilos al parpadear. Sin embargo, la noche es dulce porque huele a lirios, luna nueva, incienso.
El último día en Los Tuxtlas quisimos alargar las horas prometiéndoles que iríamos al mar. Les cumplimos tras hora y media de camino desde Catemaco hacia el Golfo de México, en un paraje bonito que se llama Roca Partida porque, precisamente, está hecho de mesas y farallones amontonadas junto al mar. Al pie de los desfiladeros hay bahías apretadas donde nunca cabrían Caleta o Caletilla, y por eso se sienten casi vacías. Playa de Lisa es la más amplia de todas y, aunque en ella se enfilan varias palapas —con todo y sus señoras de pómulos rojos y faldas largas—igualmente se está tranquilo por la fuerza: el calor nos empuja contra una hamaca, y las tormentas de la tarde no son tan frías como para no pedir otra cerveza y dejar las chanclas olvidadas bajo alguna red de pesca. Sólo hay que tener cuidado con los erizos: no siempre se puede tener la suerte de toparse con un veracruzano experto en convertir las tenaza de una jaiba en pinzas para sacar espinas.
III
Cultura al aire libre en la Sierra Gorda de Querétaro
En cuanto las altas autoridades del turismo local y global se pronunciaron a favor de las experiencias al aire libre, los amantes y dependientes de las industrias culturales temieron por la descalificación de su quehacer. Habituados durante décadas a que el encuentro con el arte y la cultura implica hacer colas, encerrarse en museos o salas de conciertos, hubo quienes vieron esta recomendación como una condena a lo bello creado por humanos. Afortunadamente para los viajeros mexicanos, acatar las directrices de sana distancia y conectar con la cultura es posible aún en estos días aciagos. A tres horas y media de la Ciudad de México, la Sierra Gorda de Querétaro reúne los requisitos que el turista d.C. (después del COVID-19) debe reunir para una travesía segura: poca gente, grandes espacios abiertos, bellos paisajes naturales y herencia cultural.
Lo más impresionante de dejar el pueblo de Bernal, en dirección a la Sierra Gorda, es cómo su omnipresente peña (350 metros de alto, la tercera más grande del planeta) se va achicando detrás de la ventanilla del auto. En cierto punto del camino, ya sobre las crestas de Peñamiller, ese monolito de cuarzo se ve diminuto junto a las estribaciones secas. Desde ahí, todo el paisaje se desbarranca hasta convertirse en cuestas pedregosas, cerros pelones y tolvaneras. A medida que se sube en altura y se adentra al noreste, el semidesierto queretano comienza a llenarse de árboles enanos. De pronto ya hay pinos, nieblas y un mirador para ver las nubes desde arriba (el de Cuatro Palos). Paramos en un tramo de carretera encapsulado por los árboles que llaman la Puerta al Cielo, porque, si allá abajo los sitios tienen nombres que resecan la boca —como Vizarrón—aquí entre los bosques son más cantarinos: El Chuveje, Extoraz, Pinal de Amoles… Podríamos habernos detenido en este último pueblo, de origen minero y con tejados de barro, pero allá adelante nos espera una constelación de iglesias por las cuales vale la pena sortear más de 200 curvas sin recurrir al Dramamine.
Tras conducir de nuevo cuesta abajo, por las ventanillas entra el bochorno tropical de Jalpan de Serra, a donde llegamos con buena luz para ver con claridad los cerros. Cubiertos de selva seca, reviven con los primeros truenos.
Relatar el trayecto a Jalpan de Serra no responde a la necesidad de completar el número de caracteres pactado con la editora: en realidad, hacerlo es útil para ilustrar la diversidad natural de la Sierra Gorda, con todas sus posibilidades.
Con una extensión de más de 300 mil hectáreas, la Reserva de la Biosfera de la Sierra Gorda representa el 30% del territorio del estado de Querétaro. En ella habitan más de 1 800 especies de plantas y 500 de vertebrados, incluidos el jaguar y el oso negro, que fue divisado por primera vez en la zona en 2019. Hasta entones se ignoró que este animal viviera tan al sur de Norteamérica, tan cerca de las zonas metropolitanas que asfixian al centro de México.
Aquí la canícula parece eterna, y por ello visitamos, desperdigadas, las misiones de la Sierra Gorda. Más que templos, estas joyas del barroco mexicano constituyeron todo un proyecto social y de pacificación en la zona. Considerado matriz de revueltas indígenas, el Cerro Gordo, como se le conoció entonces, sólo pudo ser incluido en la dinámica económica y social de la Nueva España gracias a estas iglesias alzadas por San Junípero Serra. En torno suyo surgieron nuevas poblaciones y se introdujo el catolicismo como elemento unificador, pero sobre todo cuajó una identidad artística única, tan barroca como indígena, hoy reconocida como Patrimonio de la Humanidad.
La de Jalpan de Serra domina su plaza central y está dedicada a Santiago Apóstol. Es la más antigua de todas y en su fachada destaca un águila de dos cabezas, una de las cuales devora una serpiente. En la de Concá, el escudo de la orden franciscana está cubierto por un cortinaje de piel de jaguar, y las columnas salomónicas que entornan a los santos bien pueden estar decoradas con racimos de uva o mazorcas de maíz.
Cuando llegamos a Tancoyol, el sol taladra en vertical y nos colocamos bajo un laurel frente a la misión, pero en el poco tiempo que pasamos a descubierto alcanzamos a ver una cabeza de jaguar yun rostro con rasgos olmecoides y lengua bífida; acompañan a San Francisco de Asís en el momento estigmatización.
Finalmente, las de Tilaco y Landa son mis misiones preferidas porque sus constructores no recurrieron a la moderación. En Tilaco hay una sirena, ángeles huastecos que tocan el violín, y un xoloitzcuintle y un león de misterioso significado. Por su parte, la misión de Landa, con su exuberancia contenida en cuadrángulos, fue la última en edificarse y busca representar la Ciudad de Dios. En su fachada, Serra intentó trazar una cartografía divina para que jonaces, pames y chichimecas echaran un vistazo al paraíso sin estar puertas adentro. Nunca se imaginaría el mallorquín que sus misiones acabarían siendo pretexto para volver a salir, para respirar a cielo abierto. EP
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