En alianza con Kaja Negra, publicamos una serie de textos que surgieron en el marco del taller en línea “El texto que sale de nosotrxs. Escribir para descubrir”, guiado por Sylvia Aguilar Zéleny en la Kaja. En esta entrega, tenemos a la escritora Daniela Ruelas.
La hermandad en tiempos de sindemia
En alianza con Kaja Negra, publicamos una serie de textos que surgieron en el marco del taller en línea “El texto que sale de nosotrxs. Escribir para descubrir”, guiado por Sylvia Aguilar Zéleny en la Kaja. En esta entrega, tenemos a la escritora Daniela Ruelas.
Texto de Daniela Ruelas 21/09/20
Puerto Vallarta, julio 2020
Hace unos días se me apareció la Virgen.
Esta expresión se utiliza cuando una persona pasa por un susto mayor; cuando evade un peligro inminente o cuando, literal, ve la figura de la Virgen frente a ella. En mi caso, ocurrieron todas las anteriores.
Me acosté un viernes por la noche y el sábado en la madrugada, yo no aguantaba el dolor. Me dolía todo. Los ojos, las articulaciones, la cabeza, los músculos, los ojos, la cabeza, las articulaciones, los músculos, los ojos. Por esos días, mi hermana mayor Ceci llevaba unas dos semanas sobrellevando una infección por dengue. Ella iba a saber qué hacer.
Esperé a que dejaran de ser las cuatro de la mañana y le escribí expresando mi condición. Ceci no trabaja en el sector de salud, pero en cuanto leyó mis síntomas, me diagnosticó con certeza: “Es dengue, morra”. Me aconsejó hacerme los análisis antes de ir con el doctor porque éste de todos modos me los iba a pedir. “Tacones es bueno,” me dijo. No le di importancia al nombre inusual del médico, con tal de que me ayudara.
Decidí despertar a mi hermana Ana, quien está pasando la cuarentena en casa de mis padres, donde vivo. Ellos usualmente se encuentran en el rancho de donde es mi mamá, pues disfrutan de la tranquilidad de la sierra. Al irrumpir en su cuarto, Ana se levantó con un sobresalto. Yo ya no podía con el dolor y entre sollozos le dije que teníamos que pasar por Ceci para ir al laboratorio; nunca me había sentido así.
Ir a hacerme los análisis, en compañía de mis hermanas, me dio cierta tranquilidad, aunque no aminoró mi incomodidad. Aguantar las molestias era más fácil estando acostada en el sillón de la sala que en el movimiento del carro sobre el empedrado de las calles. Lo primero que había que hacer, como todo vallartense sabe, era ir a comprar agua de coco. Es bien sabido en la región que el agua de coco natural ayuda en la deshidratación, sube las plaquetas y es rica en vitaminas y minerales. En otras palabras, es clave para recuperarse del dengue.
Ana, la única sana de las tres, manejó hasta el puesto y, al reconocer la colonia donde estábamos, esbozó una sonrisa: “Aquí venden birria buena”, anunció. Volteó a verme en el asiento copiloto, supongo con cierta expectativa. Yo lo único que quería era sentirme poquito mejor; poquito nada más. Tenía empuñada la puerta del carro y cada que éste se movía, podía percibir el movimiento de mis huesos calientes. Todo el cuerpo lo sentía como gelatina enardecida.
“¿Vamos por birria? Está bien cerquita…”
Ceci soltó una risa. La birria buena no estaba cerca. “No inventes, eso es en otra colonia”, dijo.
Ana no es persona mañanera, pero ahí había encontrado motivación para seguir manejando. “Ándale, Dani. Vamos por birria…”
Ceci se quedó a la expectativa de mi respuesta en vez de insistir que nos fuéramos a la casa. Ella seguía enferma de dengue y no se sentía tan bien como para andar manejando por la ciudad, pero es posible que pensara que una birrita no le hacía daño a nadie.
Me dejaron contestar e hice lo mejor que sé hacer en esta vida: me puse a llorar. “Es que me siento muy mal… yo nada más quiero irme a mi casa…” Hasta las cuencas de los ojos me ardían.
Ana soltó un resuello; se había despertado temprano (una injuria por ser fin de semana) y ahora ni iba a desayunar a su gusto. Sin más que las bolsas llenas de agua de coco, nos fuimos a esperar los resultados del laboratorio.
No sé cómo pasé esas cinco horas sin medicamento. No me acuerdo si desayuné. Ni si pude descansar ahora que estaba nuevamente en casa. Sólo sé que me daba aliento haber tomado cartas en el asunto; mis hermanas estaban enteradas y yo me iba a poner bien.
Dejamos a Ceci descansando en casa y Ana y yo nos fuimos al consultorio del doctor Tacones, el cual pertenece a una cadena de farmacias similares. Esperamos turno y en cuanto me senté frente a él, comencé a sentirme peor. Él me preguntó cuáles eran mis síntomas y yo nada más pude quitarme el cubrebocas y expresar que me sentía mal, muy mal, muy sabe cómo.
Iba a ponerme a llorar cuando de la nada, me vomité las piernas. Ana estaba parada a mi lado; recuerdo su expresión de sorpresa. Alcé un dedo acusatorio hacia ella y alcancé a decir: “No me creíste…” pensando en su insistencia en ir por birria, cuando perdí el conocimiento.
Todo lo que sigue es una neblina febril de imágenes y pensamientos, como cuando uno intenta correr bajo el agua. Sí registraba lo que sucedía, pero todo estaba pasando lejos, muy lejos y en cámara lenta. De un momento a otro, el doctor se encontraba tranquilamente sentado frente a mí, como había estado hace un rato.
“¿Sabes lo que acaba de pasar?” me preguntó.
El esfuerzo por articular era extenuante; opté por negar con la cabeza. Al parecer, me había convulsionado y era probable que sintiera dolor en el pecho a causa de las compresiones que realizó para hacerme reaccionar. Su voz no se oía bajo el agua; era clara, queda y pacífica, con el mismo movimiento con el que se unta un bálsamo.
“Le hiciste bien feo, wey.” Ana estaba tecleando en su celular de manera frenética; me había limpiado el vómito y, como todos sabemos, esto es una señal inequívoca de amor incondicional. Ella es la persona más susceptible al asco que conozco; la he visto intentar controlar arcadas cuando alguien come con la boca llena o hace ruidos al tragar. Vi mis piernas, completamente limpias, pero endebles; las suyas estaban plantadas con firmeza a mi lado. De ahí no se iba a mover.
El doctor Tacones se paró de su escritorio; por primera vez, noté su calzado. No supe cómo alcancé a distinguir, detrás de la bruma por el esfuerzo de estar consciente, que él tenía puestos unos mocasines decorados con cuentas que formaban un diseño (¿tal vez una flor?) y un tacón pequeño pero pronunciado, de unos dos centímetros. No era su apellido. La Ceci le había puesto así porque de seguro no se acordaba de su nombre. Esto me dio risa y tranquilidad, pues pensé que no me encontraba en una situación de emergencia. Las cosas no podían estar tan mal si el doctor de una farmacia similar en una colonia muy transitada todavía estaba manteniendo y respetando el estilo en plena pandemia.
Él me explicó que debido a la fiebre tan alta, a mi deshidratación y a que estaba agitada… sucedió sabe qué de la sabe cuál y lo que él recomendaba era que me pusieran suero. Podía esperar en su consultorio unas dos horas o, si prefería, irme a mi casa y volver o que alguien más me quitara el suero. Ceci llegó en lo que el doctor iba a la farmacia justo al lado para preparar el medicamento y, en cuanto me volví a sentar frente a él, volví a perder el conocimiento.
La segunda convulsión, y presenciar las compresiones, fue lo que arraigó el susto en mis hermanas. Éste se sembró en ellas y las acompañó en las decisiones que había que tomar.
A pesar de no durar tanto como la primera, todavía me sentía bajo el agua con esta segunda convulsión. Sin embargo, ahora percibía mi alrededor como si estuviera más cerca de la superficie. No escuché que alguien dijera mi nombre (aunque sí lo hicieron repetidas veces), pero sí sentí la necesidad de contestar que ahí seguía yo; no me había ahogado.
Lo que salió fue un ruido gutural, incoherente y tembloroso; ahora el susto estaba enraizado entre nosotras. Había muchas cosas que no sabíamos cómo abordar. Ellas le hacían preguntas al doctor y se hacían preguntas entre sí. No recuerdo si alguien enunció alguna respuesta. Sí, tenía puesto el suero… ¿pero y después?
“¿Y si volvía a pasar eso?”
“¿Y si sucede en la casa?”
“¿Y si quedó mal de la cabeza?”
“¿Y si ya está y nosotras ni en cuenta?”
El sonido de su voz comenzó a reconfortarme. Cada que hacían una pregunta yo iba saliendo del oleaje; se oían cada vez con mayor claridad. Noté que en algún momento, dejé de sentir el dolor de la mañana, aunque sí sentía el aire sofocado y húmedo.
Semanas después, al pedirles que describieran las convulsiones, ambas se mostraban renuentes; preferían no volver a recordar.
Estoy segura que detoné algo en ellas, particularmente en Ceci. Ella sólo mencionó que engarroté los dedos de los pies, igual que hizo su mamá cuando se enfermó. Tal vez el susto que se llevó conmigo fue similar al que vivió con su madre y sólo ella sabe qué fruto habrá dejado.
En la casa no utilizamos el término “media-hermana”; aquí nadie está a la mitad. Alguna vez alguien me preguntó si Ceci era mi hermana “de verdad” y sentí que la boca del estómago se tatemó del coraje. A la gente le gusta poner las relaciones en cajitas para así crear fracciones de nuestros lazos afectivos. Llegan a creer que sólo aquellas en las cajitas correspondientes son válidas y genuinas. Recuerdo que tomé una pausa antes de contestar sarcásticamente: “No es mi hermana de verdad,” dije, “yo a la Ceci me la imagino.”
Al verme convulsionar, debió haber pensado en uno de los momentos más difíciles en su vida, pues su mamá murió un tiempo después. Ahora reconozco el esfuerzo que tuvo que hacer para no irse de mi lado y tomar decisiones con claridad; esto sin mencionar que seguía recuperándose de dengue y todavía tenía síntomas.
Al salir a la sala de espera del doctor Tacones, con la intravenosa puesta, ya había más de media docena de pacientes esperando consulta. El espacio era demasiado pequeño para marcar distancia, aunque fuera entre cada grupo de personas. Ceci observó el lugar un momento y debatió entre esperar ahí o irnos. Yo sólo di instrucciones específicas: “Háganme la lucha, carajitas.”
Ceci decidió que teníamos que ir a un hospital. El personal de salud afuera del primer hospital privado nos informó que el lugar estaba lleno; no había camas ni manera de admitirme. Recibimos un papel con el número de teléfono del centro de ayuda porque era probable que yo tuviera coronavirus. Me confundí un momento, ¿luego aquello no era dengue? Si estaba confirmado en los estudios…
Sentí un cambio en el carro. Una cuadra atrás mis hermanas me estaban ayudando y ahora, yo las estaba poniendo en riesgo. Se hizo el silencio en lo que cada una valoraba las posibles repercusiones de aquel enunciado. Ana siguió manejando al siguiente hospital. Alguien soltó un “Ya valió madre” en el carro. ¿Qué le íbamos a decir a mi mamá? ¿Y si la última vez que la abracé fue la última vez que la abracé?
En el siguiente hospital privado sí fuimos recibidas. Salió un doctor vestido de astronauta con capas y capas de equipo médico, incluyendo una de esas máscaras de riesgo biológico (o como se llamen). Ana le explicó qué había sucedido y él volvió a afirmar que podía tener coronavirus. Esta segunda aseveración puso más nerviosa a mis hermanas. Que un personal de salud te lo dijera, podría ser casualidad… ¿pero dos?
Después de escuchar la historia sobre lo que había sucedido con Tacones, Astronauta afirmó que yo no me había convulsionado. Lo que sucedió tiene otro nombre. Una persona adulta no se convulsiona con una fiebre menor a 40 grados. Mis hermanas sostuvieron su postura: ellas no sabían cómo se llama eso pero la Dani le hizo bien feo y sucedió así, así, así y así. Buscaban darme seguimiento en la atención médica porque no sabían qué hacer ni cómo se llamaba aquello o si en realidad había un problema mayor y requería observación.
Volví a sentir lo que ahora llamo “el bajón”. Esta vez, di aviso. Sentí igual que en el consultorio con Tacones. La diferencia fue que, cuando el cuerpo se me desguanzó, tuve la iniciativa de acostarme primero, porque la camilla no tenía respaldo firme y yo no iba salir de ahí deshidratada, con fiebre y además golpeada por el azote.
Dice Ana que sólo me desmayé unos segundos, pero fueron suficientes para que Astronauta cambiara de táctica y pidiera análisis. Habló de la posibilidad de internarme, de la presencia de coronavirus y del peligro de contagio. Todos los estudios que estaba pidiendo iban a costar 20 mil pesos. U once mil pesos. Él de precios no sabía. Ceci me preguntó qué quería hacer y repetí mi postura inicial: que me hicieran la lucha, dije. Sentí la seguridad de mi tarjeta de crédito. Llevaba tiempo ahorrando para poder independizarme y pensé: ¿de qué me sirve tener dinero para mi propia casa si ni voy a llegar a vivir en ella?
Ceci comenzó a llamar a los laboratorios y encontró dónde hacerme los estudios por una fracción del precio. Se nos fue todo el sábado entre laboratorios y consultas. Supimos que no era coronavirus cuando doctor Astronauta revisó el paquete de resultados y nos recibió sin su atuendo espacial, ahora sólo traía puesta su bata y cubrebocas de tela. Yo tenía dengue, no pasaría a mayores. Había que seguir el tratamiento tradicional y confiar en el medicamento. Tanta vuelta para terminar donde empezamos. Miré a Ceci… Tacones había tenido razón.
Inmediatamente, se sintió una ola de tranquilidad. El dengue no es una sentencia, es un diagnóstico que te permite apapachar al enfermo, dormir con él, sentarte a la mesa para ver si comió a sus horas, acercarte sin miedo si necesita primeros auxilios y hasta servirle con la misma cuchara con la que le hiciste de comer. La reacción ante el dengue es que la gente te compre agua de coco, no que te discriminen y te avienten cloro al pasar. El dengue no paraliza a las personas cuando escuchan que estás contagiado.
Uno de los síntomas comunes de esta enfermedad es el agotamiento y dolor de ojos. Después de dos semanas sin dejar de sentir cansancio (aunque ya la fiebre la había dejado atrás) y de saber que más y más conocidos se estaban contagiando, tomé mi computadora y me puse a investigar sobre el tema.
Según el panorama epidemiológico de la Secretaría de Salud, en Jalisco hay 968 casos acumulados de dengue al corte de la semana 27 de la epidemia de la misma enfermedad. La semana 23 muestra el doble de casos que el año pasado. En 2019, Jalisco fue el primer lugar nacional en defunciones y casos acumulados por dengue. Podemos inferir que hay más dengue este año porque, debido a las medidas de contingencia, más personas están pasando muchos días en casa. El mosquito no tiene que hacer un esfuerzo para volar demasiado lejos. Además, este año el personal de salud no pudo pasar casa por casa para revisar todos los tinacos, pilas, esquinas y plantas.
El dengue no te busca en la calle; le gusta la lluvia y estarse tranquilo en tu hogar. Pone casa de campar en la pila de agua donde lavas la ropa y en las macetas que tienes al fondo del patio. Se espera a zumbarte en la esquina de piel donde no alcanzó a cubrirte el repelente y después, va con quien esté cerca a compartirle a qué sabes y contagiarla. Escribo esto unas tres semanas después de mi diagnóstico inicial, justo un día después de que Ana diera positivo también.
Si bien la mayoría de las personas sobrevive el virus del dengue, éste sí te incapacita al menos dos semanas. ¿Qué pasa cuando una población que se está convirtiendo en foco de infección para una enfermedad altamente infecciosa y peligrosa comienza a tener casos de una segunda que, si bien no tan alta en contagios, puede llegar a requerir asistencia médica? A la presencia de dos o más epidemias a la vez en una misma población se le llama sindemia, palabra que acabo de añadir a mi vocabulario.
¿Qué sucede cuando la primera enfermedad ya está colapsando los sistemas de salud público? La gente buscará el servicio médico privado. ¿Y si es muy caro? ¿Y si lleva meses sin trabajar ni percibir un ingreso? ¿Y si el paracetamol no es suficiente?
¿Qué pasa cuando esta persona muestra complicaciones y no tiene hermanas que le hagan la lucha y la lleven con tres diferentes doctores para dar con un tratamiento? Y, si la persona y sus allegadas pueden hacerlo, es porque dos de ellas tienen trabajos que pueden realizar desde casa. Porque cada quien tiene computadora propia. Y acceso a Internet. Más una tableta y celular. Entonces tranquilamente se puede acceder a los ahorros, porque hay ahorros.
En Vallarta, la gran mayoría de los habitantes vive, directa o indirectamente, del turismo. ¿Qué sucede cuando este sector ya no genera ingresos? Lo más probable es que afecte otras áreas: educación, salud, infraestructura, etc. La Universidad de Guadalajara publicó un artículo en el que afirma que el turismo vallartense tardará de tres a cinco años en recuperarse; esto fue el 7 de mayo, hace más de dos meses. El 21 de julio, alrededor de 300 trabajadores marcharon hacia el ayuntamiento con una pancarta que decía: “Ing. Arturo Dávalos, solicitamos de su apoyo para la reactivación del giro Bares y Discotecas, somos miles de familias sin ingresos desde hace 4 meses” y, añadían en rojo: “¡Ayúdenos! ESTAMOS DESESPERADOS”
El periódico Milenio informa el 14 de julio que Vallarta es el cuarto municipio con más contagios por coronavirus en Jalisco. Al principio del mes, Jalisco tomó el primer lugar nacional en casos de dengue. En otras palabras, el vallartense tiene un riesgo al salir de su casa y al quedarse en ella. Una búsqueda rápida en Google nos dice que una persona puede infectarse de dengue y coronavirus al mismo tiempo, enfermedad a la que se está refiriendo como “covidengue”.
En mi segunda o tercera biometría (ya no distingo en cuál), llegó una mujer enferma a la sala de espera de los laboratorios. Traía puesto un cubrebocas y empuñaba una bolsa de plástico con sus pertenencias y, lo más seguro, su medicamento. Entregó la orden médica a la recepcionista, quien le informó que esos estudios debían realizarse con cita. El técnico encargado llegaría hasta dentro de una hora u hora y media. La mujer, recargada sobre el mostrador, fruncía el ceño con los ojos a media asta y comenzó a enlistar los mismos síntomas que tenía yo. Me di cuenta que los ojos le dolían y sabía que el solo esfuerzo de abrirlos para voltear a ver hacía que se sintieran como una canica que arde en la cuenca ocular.
La mujer me llevaba al menos unos treinta años y explicó que ella se sentía muy mal. No lloró, como yo hubiera hecho sin pena alguna. Pero sí afirmó que no podía regresarse a su casa. Ella llevaba días sintiéndose así y su doctor la había mandado a ese laboratorio en específico desde Ixtapa. Se había subido al camión y prefería esperar en los asientos incómodos que volver a hacer el recorrido.
Ixtapa queda al menos unos 40 minutos de la avenida Francisco Villa en transporte público; esto, aunado a los 35 grados de temperatura ambiental (como mínimo), al 80% de humedad vallartense, al camión con gente, las calles empedradas… la señora llegó porque no había tenido de otra. Y yo me había puesto a llorar cuando mi hermana quiso desviarse por birria. Supuse entonces que, de tener gente cercana, la mujer no quiso que la acompañaran para que no se expusieran con 20 extraños en el camión público.
Salí al estacionamiento y me dirigí donde me esperaba mi papá en su carro. Bajamos las ventanas y estiré los pies en el asiento individual, reclinable, donde hasta me sobraba espacio. Me puse a pensar en la disparidad de las circunstancias y sentí un dejo de culpa; todos estamos viviendo la pandemia pero no todos tenemos acceso a los mismos recursos. Reconozco la comodidad de observar desde lo alto de la estabilidad a través de una pantalla. No es lo mismo una cifra, foto o actualización en redes a voltear a ver tu enfermedad y tus síntomas en alguien que no comparte tus recursos y reconocer lo cerca que estás de compartir su circunstancia.
Ese mismo día o tal vez otro (no estoy segura, la fiebre hace que la noción del tiempo se reinicie en déjà vu, y una ya no sabe si la siesta medicaba que acaba de tomar es la misma que ya tomó o que la que tomará), fue cuando creí que se me apareció la Virgen. Estaba dormida en mi cuarto, en una de esas siestas medicadas en las que tres horas se pasan en 10 minutos, cuando sentí que una mano fría acuñó mi pantorrilla. Al despertar no estaba segura si seguía dormida o no. Era ella. O, al menos, su sombra oscura. De todas las veces que he expresado que se me había aparecido la Virgen, nunca se me había aparecido la Virgen. ¿Y ahora? No pude verle el rostro porque no alcanzaba a distinguirlo. Fueron tal vez dos segundos en el que mi cerebro y mi cuerpo se helaron y dejaron de pensar. Entonces tomó un paso hacia mí y, del susto, salí del sueño. Era Ana, con sus piernas de roble firmes y su abundante cabellera suelta que hacía forma de manto y huipil a contraluz; me traía un cacito con fruta y sal. Ya llevaba muchas horas dormida y tenía que comer algo. Sentí alivio de inmediato. No era la Virgen, era mi hermana; quien me estaba haciendo la lucha. EP
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