Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
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Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Texto de Abril Castillo 06/07/20
De muy chica vi la película de La historia sin fin en la Cineteca Nacional. Creo que fui con mis primas, Marcia y Valeria. Había un Falkor gigante en la entrada. Todos los niños queríamos escalarlo. Lloré cuando se murió Atreyu. Nunca antes, durante mi infancia, había llorado viendo una película. Pasaron veinte años antes de que leyera el libro de Michael Ende, cuyo título no estaba traducido igual: La historia interminable.
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Recuerdo cuando hace un par de años vino Paul Theroux a México y en Horizontal organizaron un taller gratuito con él. Lo único que había que hacer era mandar una carta explicando por qué querías tomarlo. No sé si rechazaron a alguien porque siento que es de esas preguntas que difícilmente puedes contestar mal. Yo hablé de mi deseo de escribir de lugares imaginarios. De mi gusto por viajar. De mis ganas de conocerlo en persona. Paul Theroux es un hombre sabio y encantador. Un gran escritor y maestro: generoso con lo que ha vivido al dejarlo plasmado en sus libros, nos compartió todo lo que sabe y te puede decir alguien para animarte a que seas escritor. Fue un curso breve, que valió cada segundo. Nos contó de sus primeros viajes, de los últimos y de los de en medio. Algo que jamás olvidaré es cuando dijo cuánto cambia el mundo y qué tan prontos debemos actuar para registrarlo.
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Hace un año se murió mi tío Tolín. No se llamaba así, se llamaba Héctor. Ayer que veía en la noche una película de béisbol y matemáticas, Brad Pitt me recordó a mi tío, sentado en el avión, peinándose el cabello para atrás. Mi tío usaba buenas lociones y siempre que al saludarlo lo abrazaba, pensaba en lo rico que olía. Siempre que brindábamos con vino antes de comer, me sentía contenta de disfrutar esos sabores con él. El sonido de su risa me hacía olvidar cualquier preocupación que se me hubiera quedado atorada en la semana. Y si en la semana me daba hipocondría, a veces me atrevía a mandarle mensajes o a llamarlo para preguntarle si esto o lo otro era normal. Mi tío era veterinario y genetista, pero en la familia era nuestro psicólogo y médico de cabecera. Era el científico de la familia, en quien todos poníamos nuestra fe. Quien con humor negro hablaba de su miedo y el miedo de todos a la muerte, pero quien a la vez nos devolvía a tierra.
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El mundo cambia en un parpadeo y nunca vuelve a ser el mismo, nos explicaba Paul Theroux, un hombre con más de treinta años de experiencia viajando y escribiendo. Puedes ir un fin de semana a visitar un lugar y escribir un libro de quinientas páginas por tantas experiencias que te atraviesan en ese viaje, por cuánto te toca y te resuena del lugar, por todo lo acumulado que viste, sentiste viviste. Y también: El mundo se cierra y se abre a cada instante, y tienes que aprovechar cualquier oportunidad para conocerlo.
Eso último fue algo que no entendí de inmediato, pero que me regresa con mucha fuerza últimamente.
Hoy puedes estar de contrabando en Corea del Norte, como invitado especial en China, y mañana es a Egipto a donde ya no puedes ir.
Causas políticas, sociales, naturales abren y cierran el mundo constantemente, como un latido.
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Bastian, el protagonista de La historia interminable, entra en ese relato que lee en un libro robado, mientras huye de sus bullies, y al hacer las paces con vivir dentro de esa ficción que lo envuelve y atrapa, se va convirtiendo en otro, alguien en apariencia más fuerte, más guapo, más protagonista; más en contacto consigo mismo y dueño de sí. Mientras el personaje crece, crece con él la Nada. La Nada se aproxima como un tsunami sin tregua y Bastian cada vez olvida más quién era en la época previa a entrar a ese mundo de ficción. La Nada arrasa con todo y Bastian olvida su propio nombre.
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El gif que más compartía mi tío Tolín era el de ese muppet de cara alargada y pelirrojo que, agitándose en pánico, dice: We’re all gonna die. Todos los Castillo somos así. Y como chiste local, internamente entre nosotros usamos el nombre Castillo como sinónimo de hipocondría, histeria, miedo al fin del mundo. El Tolín ponía su gif favorito en el momento exacto en que alguien (con algún comentario en el chat familiar) había comenzado a perder la cordura. Y así nos devolvía de la Nada, nos hacía recordar nuestro nombre.
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Desde que estalló la pandemia, pienso en Paul Theroux casi todos los días. Veo el mundo a través de redes y me parece increíble lo lejana que estoy de mi vecina Nat, que vive a quince escalones de distancia. He visto igual de poco a mi mamá y papá, a mi hermano, a mi abuela, a mis mejores amigas. Nos hablamos a veces por videollamada y se ha vuelto casi igual que hablar con mis compañeros de trabajo en Chile, España o Argentina. Somos pixeles vueltos video, sonido que viaja por mensajes de voz que de algún modo se conecta con el cuerpo. De cuerpo a cuerpo. Y me hace sentir que el mundo sigue existiendo ahí afuera. Aunque no haya salido a comprobarlo.
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Cuando Tolín se murió, el mundo se me cerró de golpe. Despertar era extraño. Aunque rara vez lo veía más de una vez a la semana, su presencia en el mundo era algo que daba por sentado. Quiero decir, más bien, que sin ser consciente, daba por sentado que el mundo era de la única forma que lo conocía, para bien o para mal. Y su ausencia, la ausencia del Tolín, quitó toda lógica al mundo. Como si me hubieran dicho que, de ahora en adelante, ya nunca más podría volver a ver el mar. Despertaba y sentía dolor en el cuerpo. Una voz sorda que me recordaba de golpe: Ahora ya no va a existir el sabor a vino, ni estallará en tus oídos la risa que te libera de toda angustia.
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Esa idea de la muerte como no ver el mar me la robé de un cómic. En las semanas siguientes al funeral, leí Wilson de Daniel Clowes. Hay una escena donde el protagonista va caminando de regreso del súper hacia su casa. Lo vemos caminar por la banqueta con la compra en las manos, pensando: Recuerdo cuando murió mamá. Fue un alivio al principio, estaba muy enferma. Pero también fue como si desapareciera el mar. Puedes no ir nunca a la playa, pero sabes que está ahí. Que te digan que nunca podrás volver a ver el mar simplemente es… Ahí Wilson ya no dice nada, sólo se detiene y se tapa la cara.
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Hacia el final de La historia sin fin, Bastian está frente a frente con la Emperatriz. Ella sostiene una semilla, las manos de los dos personajes juntas: Éste es el inicio de todo y la Nada no podrá más que retroceder ante la vida.
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No he formateado mi whatsapp en varios años. Hoy decidí releer todos los chats del grupo de la familia. Es tan absurdo que alguien tan vivo esté muerto, que durante un rato, mientras releía desde 2016, olvidé que Tolín ya no está. Me parece que eso pasa mucho cuando alguien se te muere. O por lo menos me pasó cuando se murió mi abuelo paterno: Me saludas a mi tito, le decía a mi papá cuando me decía que iba a ir a cenar a El Rincón de la Lechuza con sus hermanos. O con mi abuelo materno: Ahora que desayunemos en Sanborns le voy a enseñar ese reloj que vi. Era una sensación casi corporal dirigirme al lugar de encuentro, tener la certeza de que los iba a ver, y luego llegar y desencontrarme con la realidad. No iban a llegar jamás.
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Cuando Tolín se murió dejé de beber alcohol por meses. No quería ninguna sustancia en mi cuerpo que me alejara de la realidad. Era una nueva realidad que mi cuerpo necesitaba incorporar por cada poro. No soy de las que se ponen triste y beben. Soy de las que está contenta y sin darse cuenta se toma en compañía de sus seres queridos tres botellas de vino al hilo. Eso es tan Castillo también. El sabor del vino me recuerda mucho a mi tío.
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Yo me había dejado de hablar con mi papá por años, pero veía cada domingo a mi tío. Sabía que mi tío hablaba con mi papá. Yo hablaba de mi papá con mi tío. En el funeral de Tolín, mi papá me contó cómo hablaba con mi tío de mi hermano y de mí, y yo le dije que ya sabía. Le dije también que ahora no quedaba de otra: iba a tener que hablar con nosotros directamente. Aprovechen a su papá mientras estén vivos, me dijo mi prima Valeria en el funeral, y yo no sabía qué sentir porque aunque entonces y hoy sé que mi tío no era mi papá, sí que era una amalgama entre mi padre y yo. La religión que vuelve a la ciencia esperanza.
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El mundo se cierra y se abre todo el tiempo. La Nada viene con furia a materializarse cada que respiramos. Nuestras voces transitan de celular en celular, de videollamada vuelta pixeles, en imágenes y correos electrónicos, en mensajes y retuits y comentarios en redes sociales. En fotos que muestran lo que comimos hoy y cómo se abrazan nuestras mascotas. Oigo nítida la voz del Tolín cuando releo nuestros mensajes de whatsapp. Espero como miembro fantasma sus mensajes para explicarnos hoy otra vez el mundo. Nos queda el eco de su voz, lo que imaginamos que nos podría haber dicho: No compartas fake news, Villela (así le decía a mi mamá). No te preocupes, Malaria (así le decía a mi prima), pandemias ha habido cada siglo. Reservé en La Posta para quince, ya reabrieron, cuántos más vienen, además de mi jefa (así le decía a mi tita).
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Mi tío no quería a nadie como a sus hijas, eran su centro de gravedad. Cuando tu tío les falte, qué van a hacer, me decía mi papá. Y yo pensaba que alguien que te quiera así, que te quiera tanto, siempre se queda dentro de ti, te enseña a cuidarte y eso es como seguirte cuidando para siempre. Trato de recordar su cariño, su olor. Al día de hoy, el sabor del vino me hace recordar cuando comía con él. Mi tío era la roca firme a la cual asirse en cualquier circunstancia, buena o mala.
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En realidad, en La Posta no había reservaciones para tanta gente. Así que es importante decir que cuando mi tío nos avisaba que había reservado, lo que pasaba en verdad era que se iba a sentar a esa mesota una hora antes, para apartarla. Llegaras a la hora que llegaras, el Tolín ya estaba ahí esperándote.
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Cuando el mundo reabra, como diría el buen Theroux, quiero estar ahí para presenciarlo. Y en esos lugares que aún existen nos reencontraremos vivos y muertos, mediante olores, recuerdos y sabores. Todos juntos en mesas tan grandes que en ningún restaurante te dejarían reservar.
Y aún así, en La Posta siempre ponían un papelito que decía: Castillo. Nuestro nombre. EP
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