Entre malentendidos, enredos y falta de acuerdos, los principales partidos de España fueron incapaces de formar Gobierno. En junio, habrá nuevas elecciones.
Correo de Europa: Por tu culpa
Entre malentendidos, enredos y falta de acuerdos, los principales partidos de España fueron incapaces de formar Gobierno. En junio, habrá nuevas elecciones.
Texto de Julio César Herrero 23/06/16
A finales de abril se acabó una historia que fue mentira: el relato que durante cuatro meses contaron una y otra vez los líderes de los cuatro partidos más votados en las elecciones del 20 de diciembre. Como si estuvieran tocados por una extraordinaria facultad para la interpretación de las cosas, los cuatro, sin excepción, hicieron todo o no hicieron nada —según el caso— porque ese había sido el “mandato de la sociedad”. Los votantes depositaron su papeleta con la esperanza de que ganara su partido. Unas elecciones no tienen más misterio. Pero ante la falta de un partido con los votos suficientes para formar gobierno, todos se pusieron de acuerdo en algo: sus negociaciones, en el sentido que fueran, estaban legitimadas porque así se lo habían pedido los electores. Paradójicamente, aquellos a quienes se les había hurtado el derecho a conocer con quiénes pactarían unos y otros y a cambio de qué, eran, supuestamente, los mismos que habían autorizado a los partidos a que lo hicieran.
Los ciudadanos habían “dicho” que debían gobernar las “fuerzas del cambio”. Los ciudadanos habían “dicho” que debían gobernar los “partidos constitucionalistas”. Los ciudadanos habían dicho que debía gobernar “la fuerza más votada”. Los ciudadanos habían “dicho” que debían gobernar los “partidos de progreso”. Y todo eso lo habían “dicho” unos ciudadanos que jamás tuvieron razones para decir nada y de cuyos votos solo se podía desprender el respaldo a un programa electoral, en el mejor y más informado de los casos.
Con esa premisa, los líderes/oráculo negociaron entre ellos o no con la coartada de que ese había sido el encargo de los ciudadanos. Los cuatro fueron capaces de interpretar incluso aquello que ni tan siquiera habían sopesado los propios votantes. Al final, reconocieron que habían sido incapaces de estar a la altura de lo que los ciudadanos nunca habían dicho. Y calificaron lo ocurrido como “fracaso”. En realidad, ese “fracaso” era la convocatoria de unas nuevas elecciones. Lo que en circunstancias normales es la “fiesta de la democracia”, ahora parece ser algo indeseable.
Y cuando algo fracasa es preciso encontrar un responsable para que la historia tenga un sentido. Es necesario imputar la culpa. Viviremos una campaña en la que el objetivo fundamental será encontrar al culpable de volver a las urnas por haber sido incapaz de interpretar lo que dijeron unos votantes, a pesar de que quizá no han querido decir nada o no han querido decir lo que los partidos se han empeñado en afirmar.
Sin embargo, en sentido estricto, ninguno de los partidos es culpable de nada porque no es posible afirmar con absoluta certeza que los electores hayan dado ningún mandato que las formaciones hayan traicionado, a pesar de que esa fue la premisa sobre la que hicieron girar sus negociaciones, pactos y propuestas. Por otra parte, la culpabilidad tiene un componente subjetivo y ninguno de los partidos parece estar dispuesto a reconocer el sentimiento de culpa a pesar de afirmar que se ha producido un fracaso. Es decir: no se ha podido conformar un gobierno… pero el responsable es otro. Con este escenario, la campaña se puede convertir en una suerte de juicio sobre una causa ficticia.
El principal riesgo que presenta esta nueva campaña electoral radica en centrar excesivamente los argumentos en lo ocurrido durante estos cuatro meses. El “jurado” debería esforzarse especialmente a la hora de deliberar, a pesar de que las partes harán lo imposible por introducir pistas falsas, elementos que desvían la causa principal. Toca dictaminar sobre la pasada legislatura y sobre los programas ya expuestos. La campaña ya fue y habremos tenido seis meses de reflexión. Por primera vez en la historia de la democracia, los ciudadanos no tendrán que esperar cuatro años para modificar su voto. Tendrán una segunda oportunidad, pero con información de la que antes no disponían y que era indispensable para determinar qué hacer en un escenario fragmentado en el que, además de decidir quién debe gobernar, habrá que sopesar también con quién o con quién no. Desde el día 26 de junio, todos los líderes políticos podrán asegurar, entonces sí y sin temor a equivocarse, qué han querido decir los electores y cuál es el “mandato” que han recibido. Por eso, volver a votar no es un fracaso. Por eso, no deberían empeñarse en buscar culpables.
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