EL ESPEJO DE LAS IDEAS: Sobre el gozo extraño de la bicicleta

Alguna vez Steve Jobs se refirió a la eficiencia de la locomoción como uno de los factores que distancian al hombre tanto de los primates superiores como de la mayor parte de los animales terrestres. La relación velocidad-esfuerzo es mucho menos ventajosa para nosotros que para la mayoría de nuestros coetáneos irracionales. Nuestras fábulas nos […]

Texto de 22/12/17

Alguna vez Steve Jobs se refirió a la eficiencia de la locomoción como uno de los factores que distancian al hombre tanto de los primates superiores como de la mayor parte de los animales terrestres. La relación velocidad-esfuerzo es mucho menos ventajosa para nosotros que para la mayoría de nuestros coetáneos irracionales. Nuestras fábulas nos […]

Tiempo de lectura: 3 minutos

Alguna vez Steve Jobs se refirió a la eficiencia de la locomoción como uno de los factores que distancian al hombre tanto de los primates superiores como de la mayor parte de los animales terrestres. La relación velocidad-esfuerzo es mucho menos ventajosa para nosotros que para la mayoría de nuestros coetáneos irracionales. Nuestras fábulas nos reivindican y vinculan emocionalmente con las tortugas porque en este plano estamos, por así decirlo, mucho más cerca de ellas que de las liebres. Esto lo sabe, sin necesidad de acudir a ese gurú contemporáneo, cualquiera que haya ido al parque con su perro, especialmente si es un labrador como el mío.

En esta lógica, la bicicleta emerge como una herramienta capaz de hacer nuestro torpe andar más eficiente, pero también más emocionante y felicitante. La expresión de cualquier niño el día en que logra por primera vez dominar una bici es contundente con este sentido. La del perro que lo sigue, también. Cualquier persona en bicicleta —desde Einstein hasta Lady Gaga— adquiere un aire lúdico, alegre y hasta infantil.

Toda máquina, lo sabemos desde McLuhan, es una extensión de nuestros sentidos y capacidades, pero la bici, al serlo de nuestra locomoción, conquista un lugar especialísimo en nuestro corazón. Por eso el robo de una bicicleta tiene, no sólo en la posguerra o en el cine italiano, algo de trágico. De la relación emocional de cada quien con su bicicleta habla la gran cantidad de apodos que damos a esta singular herramienta. En México la llamamos bírulabicla o bici; en Colombia, cicla o ciclo; en Cuba y Uruguay, chiva; en Chile, burra. Hay en el corazón de todo ciclista un recuerdo cordial del momento en que aprendió a andar en bici. Hay, incluso, en la descripción académica de la bicicleta (“vehículo de transporte personal de propulsión humana”) algo de entrañable. Pocas escenas en un parque son tan tiernas y conmovedoras como un padre enseñando a su hijo a rodar. De hecho, una cultura puede diferenciarse de otra por el método con que enseña a los niños a andar en bicicleta, y las personas se dividen dolorosa e injustamente en dos categorías: las que saben andar en bici y las que no.

Quizás el gozo de la bicicleta se empaña sólo cuando, así como en la China de Mao o en la boutique de última moda, ésta se transforma en imposición oficial o en fetiche consumista. Entonces la bici deja de ser un ámbito para reducirse a objeto: pierde su valor sacramental.

Es bueno decir que, a pesar de la sofisticación a la que lo ha sometido el consumismo en los últimos años, el diseño de la bicicleta es, en esencia, el mismo desde que la construcción de la primera con pedales se le atribuyó al escocés Kirkpatrick Macmillan en 1839. Esto significa que en Pekín, Bombay o la Tour de France, la bicicleta del lechero o la del lamentablemente célebre Lance Armstrong se mueve bajo el mismo principio. La eficiencia de este vehículo resalta cuando se compara con el automóvil, que sólo convierte en movimiento el 15% de la energía que genera, mientras que nuestra genial máquina lo hace con más del 90%.

Del diseño de la bicicleta viene a bien destacar un dato estructural especialmente interesante: los rayos de las ruedas no resisten la compresión, sino que trabajan por tensión. Esto significa que mientras andamos apoyados en los rayos inferiores, pendemos de los superiores, lo que añade al gozo evidente de la velocidad y el equilibrio el de ir, literalmente, flotando.

Lo más sorprendente es, quizás, esa especie de simbiosis neurológica que nos permite desplazarnos en dos ruedas. Nuestro cerebro es capaz del equilibrio dinámico que posibilita la conducción de la bicicleta. De hecho, la activación del sistema responsable del mismo es la esencia del aprender a andar en bici. Una vez activado el sistema, difícilmente se olvida. Hace poco observé en redes sociales un video sorprendente de un hombre afectado por el mal de Parkinson al grado de no poder caminar, pero que, sin embargo, puede andar perfectamente en bicicleta.

Jobs se servía del ejemplo de las bicicletas para describir (y vender) las computadoras como bicicletas del pensamiento. Los que eventualmente rodamos sabemos que, incluso para pensar y para ser felices, una bici puede ser, curiosamente, una mejor herramienta que una computadora.

Puede haber excepciones pero —a diferencia de lo que le pasa a los intoxicados de información y de lo que ocurre en puentes, automóviles y estaciones del metro— no deja de llamar nuestra atención el hecho de que nadie se suicide en bicicleta.  EP

NOTAS

1. Mientras que los latinoamericanos utilizamos rueditas que permiten a nuestros hijos desarrollar la velocidad sin haber desarrollado el sentido del equilibrio, los alemanes omiten los pedales en el diseño de las bicicletas infantiles para priorizar el desarrollo del equilibrio sobre el de la velocidad.

2. Utilizo secuencialmente el lenguaje de López Quintás, Mauricio Beuchot y Leonardo Boff.

DOPSA, S.A. DE C.V