El combate a la corrupción en México tiene ya una larga historia. Pero ¿qué tan eficaz ha sido? ¿En qué hemos progresado y en qué seguimos estancados? En este artículo, cuya primera parte publicamos en nuestro número 306, se analizan tres constantes y tres cambios que establecen un panorama amplio para entender nuestra situación actual.
La corrupción en México a través de los años: continuidad y cambio (segunda de dos partes)
El combate a la corrupción en México tiene ya una larga historia. Pero ¿qué tan eficaz ha sido? ¿En qué hemos progresado y en qué seguimos estancados? En este artículo, cuya primera parte publicamos en nuestro número 306, se analizan tres constantes y tres cambios que establecen un panorama amplio para entender nuestra situación actual.
Texto de Stephen D. Morris 18/05/17
Cambio 2: Las reformas
Los años recientes se destacan por las grandes reformas en México en cuanto a transparencia y a corrupción. Por un lado, hubo cambios constitucionales en febrero de 2014 y, un año después, leyes secundarias a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública, las cuales fomentaron la autonomía
de la institución federal de transparencia; armonizaron los procesos y las reglas en los estados; expandieron el alcance de los reglamentos al incluir a los fideicomisos, los partidos políticos, los sindicatos, los estados y municipios, y a todas las personas y entidades morales en su trato con el gobierno; y eliminaron obstáculos como el secreto bancario. Todavía hay problemas —como los retrasos en los estados y en el hecho de que la Ley General de Protección de Datos Personales y la Ley General de Archivos no han sido aprobadas, así como excepciones preocupantes por razones de seguridad nacional y la falta de transparencia en el Congreso— pero muchos califican los cambios como un avance fundamental.
Por otro lado está el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) que incluye los cambios constitucionales (en 14 artículos) en mayo de 2015, y las siete leyes secundarias en junio de 2016 (dos nuevas, y reformas a cinco leyes). Considerado una reforma amplia e integral, el nuevo SNA lleva un enfoque multinstitucional con mayor coordinación. El sistema incorporó cambios a la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de Servidores Públicos (que incluye a la llamada “ley #3de3”), los cuales amplían la definición de la corrupción para enfocarla en las redes de corrupción, facilitan denuncias y protegen soplones (whistleblowers), y requieren que los políticos presenten reportes sobre patrimonio, conflictos de intereses y fiscales (aunque no todo será abierto al público, un detalle pendiente). El sistema incluye cuatro pilares principales: (1) una revivida Secretaría de la Función Pública que ejercería los controles internos dentro de la administración pública, con el poder de imponer sanciones administrativas; (2) un sistema nacional de fiscalización que brindaría una mayor autonomía y poder a la Auditoría Superior de la Federación para auditar en tiempo real los gastos federales y los gastos de los fideicomisos públicos, los estados y municipios, así como el poder de investigar y sancionar por irregularidades en el gasto público; (3) una nueva Fiscalía especializada en materia de delitos relacionados con hechos de corrupción dentro de la PGR (que se convertirá en fiscalía en 2018), que tendrá el poder para investigar y llevar casos de corrupción ante el (4) nuevo Tribunal Federal de Justicia Administrativa, dotado con autonomía para sancionar a los oficiales públicos y particulares por faltas administrativas graves y corrupción. Además, el SNA contará con un secretariado, un comité ciudadano y un comité coordinador que promovería un programa integral y mantendría datos sobre oficiales sancionados. En total, el nuevo sistema tendrá más autonomía, más dientes, será más amplio y dará un papel (si bien pequeño) a la sociedad civil.
Según el presidente Peña Nieto, la reforma anticorrupción del SNA es un “auténtico cambio de paradigma para combatir de manera frontal la corrupción, un paso histórico en favor de una nueva cultura de la legalidad para poner fin a la impunidad”. Es cierto que hay muchas críticas sobre el programa: que no se trata de prevención y diagnósticos, según el Centro de Investigación para el Desarrollo A. C. (CIDAC), o que no toca el problema del dinero de organizaciones criminales en las campañas electores (según Edgardo Buscaglia), ni la corrupción del sistema judicial (Fundar), y muchos otros (véase Jesús Cantú en Proceso, núm. 2068, sobre las fallas institucionales).
Pero a pesar de lo anterior, existe cierto optimismo expresado por varios de los principales actores en la lucha contra la corrupción, incluyendo a Eduardo Bohórquez y Mauricio Merino. Aunque hay mucho que hacer para implementarlo a nivel federal y todavía falta la adopción de los sistemas en los estados —y entre la ley y la implementación hay un gran trecho—, institucionalmente hablando, el nuevo sistema representa un claro avance. El producto, entonces, de esta coyuntura tan especial, este cambio fundamental, parece representar el principio de una trayectoria histórica en la que por fin México logrará disminuir los niveles de corrupción en los años venideros. Pero más allá del sentimiento de optimismo, ¿no parece esto un déjà vu?
Constante 2: Las campañas anticorrupción
Un enfoque más histórico da la impresión de que todo esto ha sucedido antes. De hecho, México tiene una larga historia de campañas contra la corrupción con grandes promesas políticas, reformas en las normas e instituciones, e incluso el encarcelamiento de altos oficiales públicos; campañas a veces con participación de la sociedad civil y un gran apoyo popular. La verdad es que casi todos los presidentes modernos empezaron su sexenio con una campaña contra la corrupción. Luis Echeverría la calificó como un “cáncer de la Revolución”. José López Portillo dijo que si estuviera vivo Emiliano Zapata lucharía contra ella. Miguel de la Madrid invitó a una gran “renovación moral” y encarceló a Jorge Díaz Serrano, de Pemex, y al negro Durazo, del ddf. Carlos Salinas, prometiendo modernidad, dio golpes dramáticos con el encarcelamiento de Joaquín Hernández, la Quina, y Carlos Jongitud Barrios, del snte. Tras derrotar al PRI, Vicente Fox hizo de la lucha contra la corrupción su más alta prioridad.
Y sí, es cierto que hubo cambios tras estas campañas. Entre otros: avances en la fiscalización por medio de la Contaduría Mayor de Hacienda, sustituida por la autónoma Auditoría Superior de la Federación (ASF) en 1997; la creación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en 1992, dotada de autonomía en 1998; reformas electorales en casi cada sexenio, creando eventualmente el ife, y un incremento en la fiscalización de las campañas y las elecciones; la creación del ifai en 2003, y un sistema de transparencia que efectivamente rompió el famoso “muro de nopal”, una iniciativa promovida en gran parte por medio de la sociedad civil. Podríamos agregar a la lista la labor de la Comisión Intersecretarial para la Transparencia y el Combate a la Corrupción de Vicente Fox en el 2000, que hizo un gran diagnóstico de los riesgos de la corrupción, así como la creación de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos Cometidos por Servidores Públicos dentro de la PGR en 2004.
Antes del SNA, sí hubo reglamentos para las declaraciones patrimoniales, de propiedad e ingresos creadas por De la Madrid y modernizadas en 2002 con la creación de DeclarNet. Hubo también un sistema sofisticado de CompraNet diseñado en el sexenio de Ernesto Zedillo para manejar las licitaciones públicas, el cual ganó reconocimiento internacional. Hubo, asimismo, programas nacionales para depurar a la policía. México también firmó e implementó todos los tratados internacionales contra la corrupción —desde el primero de la oea en 1996, el de la ocde en 1997, y el de la onu en 2003.
Esta larga historia de la anticorrupción en México, puesta al lado de los altos niveles de corrupción, presenta entonces una paradoja difícil de explicar. ¿Cómo es posible que habiendo tantas reformas, tantos intentos, no se haya visto una reducción notable en los niveles de corrupción a través de estos años? ¡Ni siquiera vamos en la dirección ideal! Y no es que los programas, las campañas y las nuevas instituciones no estuvieran de acuerdo con las ideas más avanzadas de las organizaciones de anticorrupción o con los estudios sobre la corrupción a nivel nacional e internacional. Esta encrucijada nos lleva a tener varias preguntas, pero la más importante es saber si fracasaron las reformas.
Para responder a esta pregunta, primero tenemos que aclarar qué queremos decir con la palabra éxito (y, por lo tanto, fracaso). Aceptando que por éxito nos referimos a ‘la reducción de la corrupción’ (el propósito anunciado), entonces a primera vista las medidas de la corrupción sugieren que no se ha fracasado, ya que tal reducción no se ha dado. En este escenario, tal vez el fracaso se debe a las reformas, las cuales no fueron suficientes, sino puras simulaciones; o quizá fracasaron debido a la gran impunidad, como muestran Bohórquez et al. (2016).
Pero es difícil —a pesar de lo que nos dicen las medidas— negar que sí hubo avances (particularmente en términos de la transparencia) en los controles internos y externos sobre los gobiernos a todos los niveles, en los chequeos y balances, en la autonomía de instituciones como el ine, el inegi y la ASF, en el papel de la sociedad civil, etcétera. Los controles ahora, en comparación con los ochenta, son fundamentales. Tal vez entonces (como otra hipótesis) las reformas sí tuvieron éxito y sí hubo una reducción de la corrupción, pero las medidas son insuficientes para detectarlo. Quizá, como mencioné antes, nuestras percepciones y calificaciones de la corrupción han cambiado, dando entonces resultados similares a los del pasado a pesar de las reducciones en los niveles de la corrupción. Quizás es como una cebolla que mientras se va pelando, sólo se encuentran más y más capas de cebolla. Una mayor transparencia, atención y reconocimiento de los efectos nocivos de la corrupción, como mencioné, nos ayuda a ver más corrupción que antes, produciendo así los resultados en las encuestas sobre percepciones. Tal vez (otra hipótesis) los patrones o las formas de la corrupción han cambiado durante estos años; es decir, las reformas disminuyeron ciertas formas de corrupción, mientras surgieron otras nuevas, quizá más perniciosas y de más alto perfil. A lo mejor enfrentamos el problema de que las reformas sí tuvieron éxito en cerrar ciertas oportunidades para la corrupción, pero los corruptos adaptaron sus mecanismos y sus estrategias para evitar la detección. Aquí surge el ejemplo del ife, que logró durante solamente un periodo —sus años dorados (1996-2003)— controlar las elecciones y ofrecer mayor confianza, antes de acabar siendo politizado y controlado por los partidos.
Si esto es así, nos hacemos la pregunta de si en realidad es posible acabar con todas las oportunidades de corromperse. Puede ser como la lucha contra las drogas, en la que, como un globo, al apretar una parte, se expande otra. De todas formas, en tales casos, podríamos decir que las reformas sí han tenido éxito, aunque la corrupción persiste y nuestras medidas fallan al mostrarlo.
Por otro lado, quizás el éxito no se enfoca en bajar los niveles de la corrupción, sino ganar legitimidad por parte del gobierno. En este sentido, tal vez no fallaron. Como una parte fundamental del ritmo sexenal, la campaña anticorrupción siempre tuvo el propósito principal de renovar la confianza en el PRI-gobierno en su larga época. Atacar la corrupción y comprometerse con los cambios eran formas de disociar lo nuevo del pasado: una manera de explicar los fracasos del pasado echándole la culpa a unas “manzanas podridas”, en vez de a las políticas fallidas o a los partidos corruptos. Desde los gobiernos de la alternancia —o de la “PANsición”—, la anticorrupción se ha convertido en la manera principal para llegar al poder, y no de ejercerlo. Más allá de esto, como partidos gobernantes, el PRI y el PAN utilizaron la anticorrupción como herramienta para consolidar el poder del presidente y de su equipo, para eliminar a los enemigos políticos y para ganar legitimidad. La historia mexicana está repleta de golpes fuertes contra enemigos políticos utilizando la simulación de la lucha contra la corrupción. Los encarcelamientos de la maestra Elba Esther Gordillo, por su traición al partido y oposición a la reforma educativa, y de los líderes de la CNTE son los más recientes ejemplos de esta táctica política utilizada por Peña Nieto. Desde esta perspectiva, presenta al gobierno el mejor de los mundos: mientras la corrupción facilita el statu quo, los privilegios y oportunidades a los amigos, la campaña anticorrupción captura (y coopta) los sueños del cambio, desmoviliza a la oposición y facilita la consolidación del poder.
Otra vez cabe destacar que México no es muy diferente en este aspecto a otros países. Desde que la atención giró hacia la corrupción en los años noventa, muchos países han adoptado las reformas recomendadas por Transparencia Internacional (TI), por el Banco Mundial, por el gobierno de los Estados Unidos (EU) o por los tratados internacionales, con muy pocos resultados. Los datos del índice de TI desde 1995 destacan más por la falta de cambios positivos, mientras muchos políticos, como el presidente de China, Xi Jinping (quien castigó a 750 mil miembros del Partido Comunista de China entre 2013 y 2015) o la derecha brasileña, usan la anticorrupción más bien como un arma política para ganar legitimidad, consolidar poder o quitar a la oposición.
Por supuesto, puede ser que esta vez sea diferente, aunque es exactamente lo que se ha dicho durante cada periodo de reformas. Lo sabremos hasta después, pero tal vez ahora la sociedad sí ha llegado a su límite, a su punto de inflexión. No cabe duda de que en este momento el papel de la sociedad civil es diferente, ni de que a las reformas actuales se les incorporan las ideas dominantes de la comunidad internacional sobre la lucha contra la corrupción, generando así un sinnúmero de comentarios y predicciones positivas. Pero de todos modos, es inevitable sentir el déjà vu.
Cambio 3. Los patrones de la corrupción
El tercer cambio a través de estos años se refiere a las formas y patrones de la corrupción en México. Si bien tal vez los nuevos patrones no son detectados en las medidas unidimensionales sobre la corrupción vistas anteriormente, quizá sí influyen en las percepciones, en la movilización de la sociedad y en la urgencia de las reformas.
Como he mencionado, no toda la corrupción es igual, toma muchas formas. Tres ejemplos importantes de los cambios en las formas de la corrupción en México durante estos años incluyen, primero, la corrupción relacionada al narcotráfico y el crimen organizado. Siempre ha habido corrupción relacionada con las drogas en México, pero ahora es cualitativamente diferente. Para explicar esta diferencia vale sólo preguntar quién controla a quién. El consenso de muchos analistas es que en el pasado, el PRI-gobierno efectivamente controlaba hasta las plazas y las organizaciones del narcotráfico, pero que a partir de la década del 2000, debido a varios cambios políticos y en el negocio ilícito, las organizaciones han escapado de este control gubernamental. Ganando mayor autonomía, estas organizaciones empezaron a voltear la fórmula al ejercer cierto control sobre la policía —su privatización—, el sistema judicial y las campañas y elecciones, un proceso agilizado por la guerra contra el narcotráfico del presidente Felipe Calderón. Si el PRI-gobierno establecía los límites sobre el narcotráfico y la violencia —por años hubo narcotráfico en México sin altos niveles de violencia—, ahora son las organizaciones quienes, hasta cierto punto, limitan el alcance del gobierno, utilizando la corrupción y la violencia, lo cual genera una especie de narco-gobierno.
Un segundo ejemplo de los nuevos patrones de la corrupción en México es la asociada con las elecciones y la democracia. Aunque sí ha habido una larga historia de fraude electoral en México, los patrones ahora son diferentes. La mayor competencia electoral de estos días hace más importantes los recursos para campañas, parte de los cuales, por fuerza, vienen de fuentes escondidas e ilícitas (dinero del narco, Monex, etcétera), de los arreglos secretos entre los candidatos y la prensa, y de los “moches” con los legisladores (una influencia que antes no tenían). Estos cambios incluyen también la corrupción institucional en que el gobierno ofrece reformas y políticas públicas de acuerdo con los intereses de los partidos políticos —la famosa “partidocracia”— e intereses fácticos que apoyen a los candidatos. Parte de este patrón de la corrupción corresponde también a la autonomía lograda por los gobernadores como resultado de la alternancia: autonomía que ha generado mayor corrupción a nivel estatal.
El tercer ejemplo de los nuevos patrones de la corrupción en México a través de los años se enfoca en la relación entre el gobierno y ciertas empresas favorecidas, lo que deviene en conflicto de intereses y tráfico de influencias. Abundan los ejemplos de este tipo de corrupción, particularmente desde la alternancia: el de Oceanografía y sus contratos con Pemex durante los gobiernos de Fox y Calderón; la relación de Antonio Lozoya, exdirector de Pemex, con ohl (y ahora presuntamente con Odebrecht); las actividades de las compañías de Juan Armando Hinojosa Cantú y Grupo Higa durante el gobierno del estado de México de Peña Nieto y durante su gobierno actual al frente del Ejecutivo federal; las corruptelas del gobernador de Veracruz, etcétera. Parte de esta forma de corrupción incluye la captura política del estado, lo cual oxfam (Hernández, 2015) destaca en su estudio sobre la desigualdad en el país, o el “pacto de impunidad” que, según Buscaglia, existe entre el gobierno y las empresas ligadas al narcotráfico (Proceso, núm. 2047).
Por un lado es fácil ver por qué han cambiado los patrones a través de los años: los cambios políticos recientes, particularmente la competencia electoral y las elecciones más democráticas, generan la necesidad de más y más dinero para las campañas; la alternancia en la presidencia dio más poder y autonomía a los gobernadores; el aumento de las ganancias del narcotráfico permitió a los criminales invertir más recursos en el gobierno; y los ajustes de los instrumentos contra la corrupción tuvieron como resultado el desarrollo de formas de corrupción más sofisticadas. En cierto sentido, la corrupción en México parece ir en la dirección de contar con mayores niveles de corrupción legal, institucional y estructural, como los patrones encontrados en EU. Y tales formas de corrupción son más difíciles de definir, medir y detectar que las del simple cohecho, la mordida o la corrupción administrativa.
Constante 3. Las causas de la corrupción
Utilizaremos el marco del “gatopardismo” para contextualizar la última constante a través de los años. A pesar de que nuestra definición señala que los patrones de la corrupción han cambiado, la continuación de ésta, junto con las reformas que fallaron, nos llevan a la conclusión de que las soluciones nos eluden y, por ende, prevalecen las causas profundas de la corrupción.
Como subrayé antes, desde una perspectiva comparada, México no está solo. El mundo entero, durante estos años, está poniendo atención y esfuerzos en la lucha contra la corrupción, siguiendo el guion escrito por las organizaciones internacionales con pocos resultados. Una edición reciente del Journal of Developing Societies (2016), por ejemplo, compara algunos pocos casos exitosos (Singapur, Hong Kong, y Chile) con otros de fracaso sin llegar a una gran conclusión y sin poder identificar la clave del éxito, apuntando finalmente a la historia y la cultura. ¿Qué implica esta prevalencia?
Por un lado, los esfuerzos frustrados nos dicen que la democracia y el neoliberalismo en sí no funcionan para reducir la corrupción. Aunque tal vez este punto ahora resulta obvio, es importante señalarlo porque tiempo atrás se pensaba (y algunos todavía lo hacen) que así era. Dicho enfoque sigue grabado en las ideas ortodoxas de TI, del Banco Mundial y de las reformas neoliberales —la reducción del Estado, la privatización, la desregulación, etcétera— y sus fórmulas contra la corrupción. Mientras varias investigaciones muestran que la democracia sí la reduce, esto solamente ocurre con el tiempo —según Michael Rock (2009), un mínimo de 12 años—, pero es posible que la corrupción llegue a minimizar a la democracia antes de que la democracia destruya a la corrupción.
Los pocos resultados positivos durante estos años también nos indican que nuestro enfoque teórico sobre la corrupción es insuficiente. Este enfoque, del institucionalismo y del principal-agente, está basado en la suposición de que todos los funcionarios del Estado se valen de cualquier oportunidad para aprovecharse de su puesto, y que, por lo tanto, sólo tenemos que perfeccionar las instituciones y las reglas (lo que se llama instituciones inteligentes) para acabar con la corrupción. Pero hoy muchos reconocen que tales soluciones institucionales, aunque son importantes, no son suficientes. Por lo tanto, estudios de Persson et al. (2013), Johnston (2014) y otros reconocen que la corrupción, aparte de ser una deficiencia institucional, también es un problema de acción colectiva, por lo que presenta un gran dilema social. En las sociedades que padecen corrupción sistémica, ésta representa una conducta esperada de otros y, por lo tanto, es racional. De igual forma, las reformas contra la corrupción enfrentan la disyuntiva de que es irracional seguir la ley y las reglas mientras los demás no lo hagan.
Dentro de este panorama, nos damos cuenta de que la corrupción tiene cierta funcionalidad, ofreciendo una solución a los problemas cotidianos que la gente enfrenta. El clientelismo sirve a los intereses de los políticos, mientras que para muchos la corrupción es una forma de sobrevivir en un sistema sin Estado de derecho. Hasta cierto punto, casi todos participamos en la corrupción como una forma de resistir a la opresión del gobierno, como un acto de astucia (Morris, 2011; ver también Roldán, 2016). Como comenta Viridiana Ríos, hablando del sistema judicial, no es que la gente prefiera hacer las cosas chuecas que rectas, sino que hacer las cosas bien es muy difícil y a veces imposible.
Para explicar la persistencia de la corrupción, los estudios recientes también destacan una relación estrecha entre ésta y la desigualdad económica: relación que corre en las dos direcciones, autoalimentándose. Esta coyuntura histórica (en México, en EU y mundialmente) exhibe un alza de conciencia, demandas y movimientos contra la corrupción, al lado de un largo periodo de mayor concentración de riqueza e ingresos. El estudio de Martin Gilens (2012), por ejemplo, muestra que las políticas públicas en EU reflejan más los intereses de los ricos que de la sociedad en general, y que el gobierno está diseñado y funciona para servir a sus intereses. Lo mismo ocurre en México.
Basado en un marco Estado/sociedad —el enfoque que adopto yo— los gobiernos enfrentan dos dilemas identificados por el constitucionalista estadounidense James Madison: por un lado, el de crear un gobierno que controle a la sociedad, y, por otro, el de controlar a este gobierno. Hay dos implicaciones importantes aquí para entender la persistencia de la corrupción: la primera sugiere que la prioridad es el control y el orden. Como tal, convierte a la corrupción en una consecuencia secundaria o en el costo inevitable de promover ciertos intereses en pos de establecer el orden y la estabilidad. Por eso, los gobiernos no sólo la utilizan o la permiten como un arma para mantener el control, sino que también tienden a empujar las reformas anticorrupción sólo hasta el punto en que no perjudican dicho control político.
La segunda implicación de este modelo de dilemas se trata de la importancia de empoderar a la sociedad para que efectivamente controle al gobierno. Entendemos que el gobierno no va a reformarse sin la presión y constante vigilancia de la sociedad civil organizada, en alianza con ciertos sectores del mismo Estado ejerciendo chequeos y balances. De acuerdo con muchas encuestas, la gran mayoría reconoce el papel del ciudadano como fundamental en la lucha contra la corrupción. Sin embargo (e irónicamente), muchos funcionarios del Estado ven estas movilizaciones sociales y controles al gobierno desde la sociedad civil como una amenaza al Estado y al poder, lo cual hace que ellos abusen de su poder con el fin de mantenerlo.
Quisiera terminar con la pregunta sobre el papel que tiene la cultura en la corrupción. Según Peña Nieto, la corrupción “es un problema […] de orden cultural […] Si no lo fuera, porque además está en el orden mundial, no es privativo del país […] lo está a una condición: la condición humana […] lo que estamos haciendo es domar, auténticamente, la condición humana”. Seguramente Peña Nieto no es el primer presidente mexicano que plantea que la cultura es la causa principal de esta enfermedad perpetua en México.
Por un lado, si no fuera cultural, no tendrían sentido dichos como: “el que
no tranza, no avanza”, “no quiero que me den, sino que me pongan donde hay”, “el año de Hidalgo”, “un político pobre es un pobre político”. Incluso las encuestas muestran que muchos mexicanos están de acuerdo en verlo como un problema cultural. Según la Encuesta Nacional sobre Cultura Política (Encup) 2012, la cual muestra que la gran mayoría ve el papel del ciudadano como fundamental en la lucha contra la corrupción, el 69% dice estar de acuerdo en que ésta existe porque la gente la permite (véase también CNN México, 20 de febrero de 2015).
No obstante, desde mi punto de vista, esto explica muy poco, ya que la cultura es aprendida a través de la experiencia, es decir, la cultura corrupta es simplemente la consecuencia de la corrupción e impunidad, no la causa: es un producto de la larga experiencia de los mexicanos interactuando con las instituciones sociales y gubernamentales. La cultura se adapta a las circunstancias, aunque sí ofrece la manera de interpretarlas.
Conclusión
Según lo presentado aquí, la coyuntura actual sobre la corrupción en México parece diferente y a la vez similar al pasado. Por un lado, la corrupción (la impunidad, el fraude electoral, las violaciones de derechos humanos, etcétera) y las reformas institucionales diseñadas específicamente para reducirla tienen una larga historia y siguen siendo partes fundamentales del sistema político mexicano. Pero, curiosamente, hemos visto muchos cambios a través de los años. Algunos son, sin duda, positivos, como el nivel de transparencia, el nivel de fiscalización, la autonomía de ciertos sectores del estado, la conciencia popular y el activismo de organizaciones de la sociedad civil; otros no tanto, como el crecimiento de las organizaciones criminales y su uso de la corrupción para controlar policías, municipios y políticos, el auge de ésta entre los gobernadores y el creciente papel de los contratistas consentidos por los gobiernos.
Se dice que la historia sí se repite, pero cada vez respondemos diferente. La corrupción siempre ha producido una reacción, una resistencia en México. Se ha avanzado en la lucha, han cambiado algunos actores e ideas, pero la corrupción también ha avanzado, adaptándose a los cambios y a las reformas. Esta lucha interminable contra ella es natural, ya que el esfuerzo para determinar lo que debe ser el gobierno (el uso legítimo del poder colectivo, o sea, la autoridad) es el lado opuesto de la lucha por determinar lo que éste no debe de hacer, así como la lucha por que los servidores públicos cumplan con las leyes, las reglas y los principios que les dan autoridad. Esta lucha sigue y mantiene su importancia y su urgencia, porque el combate a la corrupción es también por la democracia y la justicia. Como escribió Antonio Machado, “al andar se hace el camino”, porque mientras luchemos contra la corrupción iremos construyendo, reelaborando sus definiciones, así como las de justicia y democracia. Las metas nunca están fijas. Entonces, luchamos para democratizar a la democracia y para hacer más justa a la justicia. La lucha es institucional, es cultural, es ideológica; es compleja, dinámica y disputada; y es la raíz fundamental de la política. EstePaís
BIBLIOGRAFÍA
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Gilens, Martin, Affluence and Influence: Economic Inequality and Political Power in America, Princeton University Press, 2012.
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Morris, Stephen D., Corruption and Politics in Contemporary Mexico, Tuscaloosa: University of Alabama Press, 1991; publicado por Siglo XXI en México en 1992.
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Persson, Anna, Bo Rothstein, and Jan Teorell, “Why Anticorruption Reforms Fail – Systemic Corruption as a Collective Action Problem.” Governance: An International Journal of Policy Administration and Institutions 26 (3), 2013, pp. 449-471.
Rock, Michael T., “Corruption and Democracy”, Journal of Development Studies, 45 (1), 2009, pp. 55-75.
Roldán, Nayeli, “Mexicanos piensan que dar mordida no es corrupción, sino un acto de astucia”, Animal Politico, 14 de julio de 2016.
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STEPHEN D. MORRIS es profesor-investigador y jefe del Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en Middle Tennesse State University. Es doctor en Ciencias por la Universidad de Arizona.
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