¿Por qué siempre hay música mala en los restaurantes? ¿Qué motiva esa costumbre que a veces demerita las cualidades de los alimentos? Anuar Jalife Jacobo ensaya en contra de la música de los restaurantes.
Contra la música de los restaurantes
¿Por qué siempre hay música mala en los restaurantes? ¿Qué motiva esa costumbre que a veces demerita las cualidades de los alimentos? Anuar Jalife Jacobo ensaya en contra de la música de los restaurantes.
Texto de Anuar Jalife Jacobo 22/05/23
Comer acompañados de música debe ser una de nuestras prácticas festivas más antiguas. En el canto VIII de la Odisea, por ejemplo, Ulises es agasajado con un banquete. Una vez saciado el deseo de comer y beber, la Musa incita a Demódoco, el aeda ciego, a cantar nada menos que las aventuras del huésped desconocido. La idea de combinar estos dos grandes placeres ciertamente resulta tentadora; sin embargo, deberíamos saber que el exceso corrompe lo que toca. Si volvemos al ejemplo, notaremos que el vate comienza su canto justo después de terminar los alimentos: siempre vigilantes de la mesura, los griegos sabían que cada deleite merece su propio tiempo.
Algo se desborda en el momento en que la comida y la música coinciden, quizá por ello no acostumbramos escuchar nada cuando comemos en casa. Es curioso que en lo privado realicemos muchas de nuestras actividades acompañados por la música: limpiamos, estudiamos, cocinamos, nos bañamos, pero no comemos con ella. Hay familias que comen viendo la televisión, pero en esos casos sería más preciso decir que ven la televisión comiendo. Lamentablemente, esta intrusión televisiva en la cotidianidad de nuestros actos digestivos se ha extendido hasta las fondas —trasuntos públicos de la cocina familiar—, donde uno se ve obligado a soportar las estruendosas revistas de la mañana o a ser moralizado por las series vespertinas. Algo parecido ocurre en las salas de cine, donde las otrora discretas palomitas ahora comparten carta con costillas de cerdo, alitas bañadas en salsa y toda clase de olorosas preparaciones que han convertido el acto de ver una película en una experiencia rabelesiana.
La unión de la comida y la música, pues, se da especialmente en los actos públicos, en los eventos solemnes o en las pequeñas grandes ocasiones: una boda o unos XV años, una reunión de amigos o una salida a cenar. No obstante, esa mezcla suele ser fallida. Como en un viejo matrimonio con poco amor, la comida estorba a la música y la música a la comida. Aunque hay que decir que en esa relación desigual, la música lleva las de perder. Solo se le respeta cuando es considerada como algo sagrado, como en un concierto de música sinfónica, por ejemplo, y aun en esos casos habría quien de buena gana devoraría alguna crujiente suculencia entre movimiento y movimiento. Es por esta imposibilidad de masticar un buen bocado que muchas personas asisten a los conciertos para toser y callar a los que tosen, un fenómeno bien estudiado por Luis Ignacio Helguera. Por su parte, la cocina, más fundamental que cualquier otro arte, goza entre nosotros el privilegio de ser un refinado acto de supervivencia. Quien disfruta un buen plato de comida goza, ante todo, de la prolongación de su vida. El gusto, noción de origen nutricio, se extiende como metáfora a otras actividades, a otras artes, pero en lo que toca a la comida sirve nada más y nada menos que para distinguir entre lo vital y lo mortífero, entre lo nutritivo y lo venenoso.
Nadie va a un restaurante porque haya buena música. Se puede acudir a un sitio a beber por esta razón, pero el alcohol, no importa si melancólico o festivo, es un espontáneo amante que siempre busca a la música y con el cual esta disfruta encontrarse. Los alimentos, aunque sean motivo de gratitud, no poseen la desinhibida ligereza de la bebida. La comida necesita morosidad y paciencia; podría decirse que requiere de nosotros un poco de ensimismamiento, cierta devoción. No en vano en otras épocas, menos vertiginosas y prosaicas, se bendecía la mesa antes de comer. Ninguna música, a menos que sea la de un órgano barroco, se aviene con tal solemnidad. Esa caída en lo profano debe estar detrás de la música de los restaurantes. Esta nace de una vergüenza moderna respecto al acto de comer.
Cuando en el mejor de los casos, nos encontramos con un taciturno pianista que desde un rincón invisible interpreta algunas canciones de Raúl Di Blasio o Richard Clayderman debemos tener claro que no se le ha contratado para deleitar nuestros oídos, sino para disimular los ruidos de nuestra masticación. Nos gusta sentirnos distintos al resto de los animales, disfrutamos imaginarnos como seres angélicos, por ello nos afrenta cualquier cosa que nos recuerde nuestra humilde naturaleza, y pocas cosas nos manifiestan tan claramente nuestra condición de criaturas como el tener que comer. Luis Buñuel expuso como nadie este absurdo en El fantasma de la libertad, donde un grupo de burgueses se reúne en un elegante salón a conversar amenamente, mientras defecan en una serie de inodoros dispuestos alrededor de una mesa y se excusan pudorosamente para dirigirse a comer, en perfecta soledad, en un diminuto y discreto cuarto cerrado.
En el hecho de confabular contra los alimentos, que en el fondo sabemos sagrados, debe haber cierto cargo de conciencia, no del todo confesado. Como adolescentes que se avergüenzan de sus padres y que tarde o temprano terminan pagando con otra vergüenza aquella, los restauranteros no se atreven casi nunca a darle un golpe definitivo a la divina comida. Es difícil encontrar, si no, un argumento plausible para explicar el hecho de que la música en estos lugares sea deliberadamente mala. En tiempos en que se dispone de millones de canciones con tan solo presionar un botón, ¿por qué se eligen las peores? Algunos podrían especular que se trata de un asunto de pago de derechos, pero no hay elementos que confirmen esta hipótesis. No es que en los restaurantes se escuche el disco de alguna cantante local con la que se puede negociar un pago u obras que pertenezcan al dominio público. Eso sería deseable. Por el contrario, en infinidad de estos sitios se recurre a piezas célebres de artistas de moda, pero en versiones al estilo bossa nova o chill jazz o, en el colmo del paroxismo, interpretadas con flauta de pan. ¿Cuántas buenas canciones se han visto reflejadas en esos espejos de casa de la risa hasta volverse irreconocibles? ¿No sería mejor poner en el fondo una canción libre de derechos u, obviando un poco la ley, sencillamente dejar sonar las versiones originales? No conformes con esta desfiguración, muchos restaurantes, al tiempo que dejan correr esos covers desesperantes, sintonizan en sus pantallas videos musicales silenciados, llevando a los comensales al borde de la esquizofrenia. ¿Por qué lo hacen? Pienso que se trata de esa culpa atávica que les impide atentar por completo contra la comida y los actos que la rodean. Saben que su vergüenza es vergonzante y por ello, en cierto modo, nos niegan el placer de la música.
Casualmente escribo esto en un pequeño restaurante. Un par de tazas de café veracruzano, unos huevos tirados, un plato de fruta fresca: todo ha estado delicioso, pero en las horas que llevo aquí no ha dejado de sonar una mala copia de Astrud Gilberto interpretando éxitos de los años ochenta. Podría quedarme otro rato, pero cuando llega el turno de “Devuélveme a mi chica” de los Hombres G, la cantante, con un lento saxofón acompañándola, prolonga un “suuufre maaaamón” con tanta falsa dulzura que sé que es momento de irme. Abandono el lugar como quien deja un sitio maldito. Al menos yo, preferiría el sonido de los comensales masticando, sorbiendo o deglutiendo antes que aquel horror con que se pretende embozarnos. EP
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