Columna mensual
El primer atisbo llegó a través de la literatura. En La casa de las bellas durmientes, Yasunari Kawabata describe el placer deforme de dormir con jovencitas sedadas a las que no se les puede hacer nada de “mal gusto”. En ese burdel refinado, donde los ancianos comienzan a despedirse de la vida al lado de cuerpos hermosos pero inertes, velando su respiración imperceptible que por momentos parece haberse extinguido del todo, la felicidad consiste en dejar que la desnudez sea la única que hable, que las muchachas, reducidas a mera carne narcotizada, se acerquen a la condición tranquilizadora —paradójicamente tranquilizadora— de los cadáveres o los maniquíes: cadáveres todavía tibios, maniquíes que en cualquier momento se despertarán. El elemento más perturbador de esos cuartos de hotel proviene de que allí no se verifican relaciones “humanas”. Gracias a la mudez de las mujeres, a su pasividad insensible, los vejetes les hacen decir justo lo que quieren oír; recostados sobre unas sábanas de seda silenciosas como la nieve, ejecutan un acto retorcido de ventriloquia y humillación: recuperar, mediante esas figuras inciertas, mitad prostitutas mitad fantasmas, sus recuerdos más lejanos.
Cuando leí por primera vez ese relato entendí que se trataba de una forma quizá demasiado sofisticada de necrofilia, y no fue sino tiempo después que descubrí que el deleite que prometían esas mujeres inanimadas guardaba relación con la figura de la muñeca, con el simulacro de la mujer eterna, fija e inmutable, que hace de su piel y su docilidad lo más próximo a la madera tallada o la porcelana. Todavía no cruzaba por mi mente la suposición de que la libertad que experimentaban aquellos ancianos en la proximidad de las bellas durmientes era un trasunto de la sensación de dominio que nace en nosotros cuando manejamos a nuestro antojo el mundo yerto de los juguetes.
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En el segundo atisbo coincidieron una noticia del periódico y un cuento de Junichiro Tanizaki. La noticia anunciaba el fin de la era de las muñecas inflables y refería que desde hace diez años Japón es el principal productor de muñecas de látex y silicón. Según el artículo, en los últimos años se multiplicaron por veinte los ingresos en la industria de las muñecas sexuales dentro del país oriental, gracias al perfeccionamiento tecnológico, que ha posibilitado que los nuevos modelos se armen a gusto del consumidor, en materiales cada vez más cercanos al tacto humano, con vello púbico natural o postizo, lacio o rizado, de tamaño y peso reales, de proporciones tan fantásticas como se quiera o soporte. Aun cuando el empaque que las protege, tan grande como un ataúd, me remitió de nueva cuenta a la necrofilia, en la página del periódico se citaba un dato incidental que no tardó en recordarme los ambientes del libro de Kawabata: a pesar de la tendencia hacia la interacción y la robótica en materia de fantasía sexual, el portavoz de Orient, la fábrica líder de muñecas, aventuraba una explicación simple e inquietante de la afición imparable por las réplicas lúbricas: “Muchos de nuestros clientes prefieren las mujeres de silicona porque no hablan”.
En ese entonces, en vísperas de un viaje al Japón, me encontraba leyendo un cuento de Tanizaki, “La historia del señor Colinazul”, incluido en El club de los Gourmets, en el que cierto personaje maléfico consagra sus días a la realización del “mapa” de una mujer, Yurako (una actriz de cine cuyas películas ha observado hasta la saciedad), a partir de fragmentos de otras mujeres que se le asemejan: los hombros de una prostituta, las mejillas de una colegiala, las nalgas de una mujer en Nagano… Ese mapa, como el mapa mental que flota en su cabeza a partir de retazos de celuloide, apenas remite a una mujer de carne y hueso, y ya ni siquiera guarda relación con la actriz Yurako —que inevitablemente ha envejecido—, sino con el ideal de una mujer en estado puro, con su arquetipo en la cima de su belleza y juventud. Un mapa o rompecabezas irresistible más allá del tiempo, al margen de la corrupción o la voluntad, que es ya únicamente representación pura, y con el cual suplanta a la mujer que le dio origen hasta convertirla en una sombra, una copia dudosa, un pretexto lejano.
El hombre maléfico del cuento, de una retorcida misoginia proveniente de amar una imagen antes que a una mujer, se valdrá de aquel mapa minucioso de Yurako para fabricar réplicas de goma, en posiciones y estados de ánimo distintos, con las que puebla su casa en las afueras de Kioto; construye cerca de treinta réplicas exactas y lascivas, todas más impecables y silenciosas de lo que fue nunca la mujer que ya sólo por inercia decimos que es la “verdadera” Yurako.
Uno da vuelta a la esquina y las encuentra allí, inmóviles y lánguidas, sin otra ocupación que la de salir en las fotos. Por algo han elegido el papel equívoco de la muñeca: su valor depende sólo de su imagen. Está además la ventaja de que ellas mismas no deben poner en riesgo sus propios deseos; iconos de la vulnerabilidad, del fetichismo asumido, sus cuerpos han alcanzado el punto máximo de lejanía emocional, escudadas tras su fingido automatismo. Muñecas de la seducción mecanizada, se ofrecen para un juego en el que es inútil esperar respuestas humanas, ya ni se diga algo parecido al amor. La cúspide de su seducción consiste también en impedir que nos acerquemos a ellas.
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En mi viaje al Japón no dejaba de resonarme una frase de La casa de las bellas durmientes: “Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”. Presa ya de la fiebre del simulacro y decidido a internarme en el orbe paralelo de las muñecas, quise seguir la pista que me condujera hacia ese lugar en que las réplicas redimen y acaso justifican la imperfección de la realidad. Me interesaba descubrir el secreto detrás de esa simetría aberrante que llevaba a las muchachas a copiar el atuendo y las maneras de las muñecas, mientras al mismo tiempo los hombres se mostraban cada vez más fascinados por los juguetes sexuales que, desde su mudez característica, confundían con mujeres dormidas o narcotizadas.
Pero el reino de las muñecas japonesas es elusivo y no estaba reservado a un diletante como yo, que por si fuera poco contaba apenas con un par de semanas para emprender la búsqueda. Cuando pregunté por la fábrica Orient, o por cualquier tienda que exhibiera muñecas de tamaño natural, invariablemente obtuve por respuesta la misma contraseña decepcionante: “Internet”.
Una mañana, en el parque Korakuen, donde Basho escribió su célebre haikú del salto del sapo en el estanque, vi a dos mujeres que fotografiaban muñecas de mediana estatura en posiciones que me hicieron pensar en una gesta entre duendes y hadas. Pero tan pronto me acerqué a ellas, guardaron rápidamente sus muñecas en estuches parecidos a los de un violín y se alejaron recelosas.
Otro día, resignado ante la noticia de que la temporada de bunraku, el tradicional teatro de marionetas japonés, había concluido hacía pocos días, inquiriendo por una tienda de segunda mano en la que pudiera encontrar muñecas de cualquier clase, un hombre se inclinó ceremoniosamente ante mí para repetir tres o cuatro veces la palabra “Sachiko”. No sabía a qué podía referirse, pero la pronunciaba con tal seriedad, con tal dedicación, que decidí apuntarla. La palabra, como era de esperarse, creció como una mancha en mi cabeza hasta convertirse en obsesión. Tras días de búsqueda y de preguntar aquí y allá, descubrí que Sachiko era el nombre de una actriz, Sachiko Hara, que había representado el papel de muñeca gracias a que dominaba el arte de desenvolverse como si fuese de madera.
Una de las muchas pistas falsas que seguí me llevó a una esquina en la que se reunían colegialas disfrazadas de muñecas. Las había de todos los gustos: inglesa, tradicional japonesa, Hello Kitty e incluso de la variedad que uno llamaría “despostillada”. Seguí a una de ellas que se separó del grupo, vestida de azul eléctrico, parecida a un animé. La seguí durante poco tiempo, pues unas cuadras más adelante entró a una librería. Cuando espié los libros ante los que se detuvo no pude ocultar un sobresalto: se trataba de una sección completa dedicada a las muñecas; eran dos o tres libreros repletos de revistas especializadas, libros ilustrados, libros pornográficos, cuentos clásicos narrados a través de marionetas… Al sentir la insistencia de mi mirada, se alejó dejando tras de sí un libro abierto. En la página señalada, cubierta de ideogramas, sólo había una palabra en caracteres occidentales: Takara. Cuando ese nombre ya comenzaba a transformarse en mi propia Yurako, en una nueva y más subyugante Sachiko, y me convencía de que aquella chica me había dejado un mensaje cifrado, descubrí —un niño me lo comunicó— que Takara es el equivalente japonés de la Barbie, decepción que a la postre significó poner fin a mi incipiente carrera de cazador de muñecas japonesas.
Quizás aquella chica que se confundía con un dibujo animado, sin necesidad de pronunciar una sola palabra, me había dedicado después de todo un mensaje: “No sabes nada de este mundo; es necesario que comiences desde el principio”. EP