La escritora Mónica Lavín hace una reflexión sobre la soledad y el alcoholismo en la literatura de Carson McCullers. Recuperamos este texto publicado en 2009 en Este País.
Los solos de Carson McCullers
La escritora Mónica Lavín hace una reflexión sobre la soledad y el alcoholismo en la literatura de Carson McCullers. Recuperamos este texto publicado en 2009 en Este País.
Texto de Mónica Lavín 19/04/22
Si fuéramos anfitriones de los personajes de la escritora sureña Carson McCullers y les preguntáramos: “¿Qué les ofrezco de tomar?”, todos —excepto Mick o Frankie que querrían una limonada— pedirían whisky, bourbon (sin marca porque estamos en la prohibición), sherry o cerveza, y lo preferirían en la habitación, a solas o con su pareja, porque no festejarían esta extraña reunión que les incomoda profundamente y que no entienden y cuya incomodidad no expresan, como no lo hacen en los textos de donde los hemos sacado. Porque no comprenden que los amemos y no saben cómo deshacerse de nosotros ni de su soledad —“Otro whisky por favor”. Porque todos preferimos amar a ser amados, como lo expresa el narrador de La balada del café triste, como le ocurre a la señorita Amelia con su primo el jorobado. “El amado ama y teme al amante, y por la mejor de las razones. El amante siempre está tratando de desnudar al amado. El amante desea cualquier relación posible con el amado, aun si la experiencia le produce dolor.”
“¿Estaba borracho?”, pregunta el niño periodiquero de “Una roca, una piedra, una nube”, cuento de Carson McCullers, al dueño de la fonda, cuando el viejo que le ha estado hablando se retira. “No”, le contesta Leo. El hombre que se acaba de ir, mientras bebía su cerveza, le ha compartido al chico su ciencia para poder olvidar a la mujer que amaba. Un método para amar las piedras, el pedazo de cristal, al niño mismo que apenas ha visto.
“¿Y te has vuelto a enamorar de una mujer?”, pregunta el chico asombrado ante el hombre que hunde de cuando en cuando su nariz en el tarro de cerveza. “Eso toma tiempo”, le da por respuesta. En el centro de este breve e intenso cuento, en el amanecer de un poblado al que da vida un molino (como al natal Columbus, Georgia, de la autora), está esa soledad tapiada, esa incapacidad de encontrar el amor o de expresarlo, esos silencios abismales que aparecerán a lo largo de la obra de la escritora sureña. Esas soledades sin remedio cristalizan poderosas en el ánimo una vez que se lee a una autora que murió a los cincuenta años (festejando su último cumpleaños en el Hotel Plaza de Nueva York) y que a los veintitrés salió a la luz pública con una novela asombrosa en su sabiduría precoz. El corazón es un cazador solitario, cuyo título inicial era El mudo, fue escrita después de que la autora ganara un contrato y quinientos dólares en la editorial Houghton Mifflin al mandar una sinopsis y una escaleta de su novela. El título final fue contribución del editor y proviene de un hermoso poema escocés de un hombre que, abatido por el desconsuelo amoroso, reflexiona bajo un árbol durante una jornada de cacería. En el título de esa primera obra —aunque ya había publicado un cuento, “Wunderkind”, en la revista Story— se concentraba ese deseo de McCullers de darle palabras al aislamiento. Dos mudos son los personajes principales de esta historia, y uno de ellos, Singer, a la muerte del compañero Antonopoulus, con quien comparte techo y una entrañable amistad urdida en la ausencia del sonido, se muda a la casa de huéspedes donde será visitado por gente del pueblo de todos los oficios, pues han encontrado en el recuento de sus cuitas al sordomudo el consuelo de una mirada y un silencio comprensivos. Seductora paradoja la del dios mudo, el hombre sabio que no escucha ni habla pero que sin duda mira y piensa el mundo cargando la pena de haber perdido a su igual. Un solo, visitado por otros solos.
Carson McCullers dijo a una amiga en el último viaje que hizo a Georgia: “No quisiera vivir si ya no pudiera escribir”, y a la escritora Edith Sitwell le dijo que escribir era buscar a Dios. Pareciera que los solos de McCullers andan huérfanos de dioses y que uno de sus templos es la bebida. El propio Reeves McCullers, marido de la autora, de quien Lula Carson Smith tomó el nombre que adoptó para siempre, tenía problemas de alcoholismo. Ella misma, cuya salud había sido minada por la mal diagnosticada fiebre reumática de la infancia y las posteriores embolias que la fueron paralizando, era una bebedora. El cuento “El instante de la hora después” se refiere a la borrachera de una pareja joven recién casada, muy parecida a los McCullers mudados a Nueva York. Después de una borrachera, donde su marido ha quedado inservible, la protagonista observa los estragos: “Y mientras contemplaba la botella vacía tuvo una de esas breves fantasías grotescas que se le ocurrían de repente. Se vio a sí misma y a Marshall en la botella de whisky. Girando en su pequeñez y perfección. Deslizándose furiosos arriba y debajo del frío cristal inerte como monos. Por un momento con las narices aplastadas y miradas de añoranza. Y después de sus frenesíes los vio recostados en el fondo, blancos y ex- haustos, como especímenes frescos en el laboratorio. Sin nada que decirse”.
Refugio, templo, túnel, la bebida en la vida de McCullers ha sido luz y acicate. En su autobiografía, Illumination and Nightglare, que dictó en el último año de su vida, dice que su modelo del amor surgió en la infancia: su primer amor fue su abuela, Mommy. El abuelo había muerto de alcoholismo, pero la abuela no tenía nada contra el alcohol. Cuando las mujeres de la Women’s Christian Temperance Union tocaban a la puerta en Columbus, Georgia, la abuela las recibía alegando que no quería ninguna medalla del decoro: ella venía de una familia de bebedores. “Mi padre bebía, mi yerno que es un santo bebe también… y yo bebo también”. Las mujeres, en shock, le decían: “No es posible Sra. Waters”. “Claro que sí, todas las noches, y lo disfruto”, respondía.
Reeves McCullers, con quien estuvo casada dos veces, y con quien siempre tuvo una relación intensa y conflictiva (ambos querían ser escritores de jóvenes, pero fue Carson la que tuvo el empeño y la fortaleza), le propuso que se suicidaran juntos mientras vivían en París. Reeves tenía problemas de alcoholismo. Carson se regresó a Nyack, donde vivió al lado del río Hudson y recibió la noticia del suicidio de su marido.
Los bebedores en la obra de McCullers son bebedores solitarios. Mujeres u hombres afincados en un campo militar como los de Reflejos en un ojo dorado, que esconden sus verdaderas pulsiones, deseos y sexualidad. Dobles vidas que tintinean en un vaso con hielos. O los grotescos personajes de la espléndida Balada del café triste: la señorita Amelia, fortachona, grandota, inamovible ante el amor, fumadora de pipa, al frente de la tienda que surte al pueblo, entre otras cosas, de whisky, y el jorobado primo Lymon, quien llegará inesperadamente para despertar la ternura y delicadeza de la recia ex mujer del convicto prófugo que la quiso y fue rechazado. Los descastados se encuentran y el pueblo lo celebra alrededor del whisky que se sirve en el almacén convertido en café. La bebida acompaña las escasas palabras que narran los sentimientos y emociones, las verdaderas pulsiones de estos marginados de la correspondencia amorosa.
El amor verdadero es la escritura para McCullers. Así brinda cobijo a sus incomprendidos, como a la pareja de “Un dilema doméstico”, donde la mujer bebe en casa mientras el marido trabaja y al volver se encuentra a los pequeños desatendidos, a ella en- cerrada en su cuarto. Un panorama común de una sórdida soledad. Mc- Cullers se hunde en la carne de la desesperación amorosa de esta pareja violentada por los estragos de ese be- ber en solitario, de ese hundir los em- peños en un licor. “Empezó gradualmente —no whisky o ginebra. Pero cantidades de cerveza, o jerez, o licores exóticos: una vez él se encontró una caja de sombrero llena de botellas vacías de crema de menta”. La pareja es de Alabama, como la muchacha que se encargará de cuidar a la señora, y todos viven ahora en Nueva York. Peregrinación semejante a la de los propios McCullers. La salida de Carson del Sur fue para estudiar en la Universidad de Columbia en Nueva York, para lo que su padre joyero vendió la esmeralda que había heredado la abuela a Carson.
Si las novelas de McCullers están ubicadas en el Sur que dejó desde los veinte años, los cuentos en cambio ocurren en otros espacios. Muchos de ellos en Nueva York, donde el aislamiento tiene otra vestidura. Ya no es la casa de huéspedes de El corazón es un cazador solitario, el campo militar de Reflejos en un ojo dorado, el pequeño poblado al borde del molino de La balada del café triste, sino los edificios y sus patios centrales, como ocurre en “Court in the West Eighties”, donde la vida de los demás, sus dilemas grandes y pequeños, son contemplados por una chica desde su ventana. Y allí, el único que le da confort entre los pleitos de una pareja desempleada y una cellista que ensaya y molesta a esta pareja es el hombre solo y metódico, que se sienta junto a la ventana, bebe en silencio a pico de botella hasta que comienza a hablar solo. Esto le produce a la protagonista consuelo (resonancias del mudo Singer): “No importaba cuánto esfuerzo hiciera por escuchar, no podía entender nada de aquello. Sólo miraba su recia garganta y su rostro tranquilo que aun cuando estaba tenso no perdía esa expresión de sabiduría escondida. No pasaba nada. Nunca supe qué decía”.
Los silencios y las palabras, el alcohol llenando el silencio, el alcohol produciendo palabras, las palabras dando consuelo, las palabras produciendo compañía, destrozando al silencio, amparando. Carson McCullers comprendiendo el abismo y la luz de los solos, la desesperación amorosa, la sed de refugio a la que ella tenía que asirse en la escritura para sobrevivir, para mostrarnos la cara más ruda del beber sin ruido, sin fiesta ni compañía.
Así como el anciano que hunde la cara en la cerveza y explica al chico su ciencia para amar cualquier cosa, todas las cosas, y que duela menos la falta de correspondencia amorosa, así McCullers dibuja en el entramado de sus historias una ciencia, un método óptico, para reflejarnos en los solos que habitan sus cuentos y novelas, que no han encontrado el cinismo para sobrevivir, ni el revólver para matarse. A caballo entre la esperanza y la desazón nos los deja para que nosotros en nuestro propio desconsuelo les hagamos compañía: nos hagamos compañía. Las historias de Carson son el licor para beber a pico de botella y confortarse en su mirada y su palabra. EP
*Texto publicado en 2009
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