El ensayo es ese género literario que se ha prestado a distintos tipos de exploración. Brenda Ríos, a manera de notas, escribe sobre las distintas voces que nutren el espectro ensayístico.
El sobrepeso, la levedad, la voz del ensayo. Notas al pie
El ensayo es ese género literario que se ha prestado a distintos tipos de exploración. Brenda Ríos, a manera de notas, escribe sobre las distintas voces que nutren el espectro ensayístico.
Texto de Brenda Ríos 11/11/22
En ciertas ocasiones mientras doy taller (de ensayo) me he descubierto describiendo al Yo que abordemos (quien quiera que sea ese Yo) como el Yo obeso, el Yo delgado, el Yo tímido, el Yo abrumador, el Yo generoso. Ese Yo del ensayo no es el mismo que el Yo cronista o el Yo poeta. Hay intereses diferentes. Hay direcciones opuestas. Estas notas son consecuencia de diversos debrayes que ocurren en sesión.
El Yo poético puede partir de lo personal, la experiencia, lo íntimo, para decir lo universal, lo que le pasa a todos: es un Yo que incluye humanidad/humanidades.
Eso es imposible en el ensayo. Ni el mismo Montaigne se abría tanto. Era un Yo que defendía justo eso: Este es mi Yo, querido lector, no esperes nada más. Solo es eso. Un Yo que se equivoca, que parte de un suceso, de una observación, de un dato curioso. Un Yo centrípeto, curioso y exhaustivo, difuso pero que regresa al sitio de arranque. El Yo en un laberinto que conoce muy bien. Aburrido, juega pretendiendo estar perdido. Entretiene a la audiencia.
Hay otro Yo que susurra en la barra de un bar, impertinente pero envalentonado porque lleva toda la tarde ahí, con el whisky e ideas dispersas. Chesterton iría por ese lado, no por la impertinencia sino por la cantidad y calidad de temas que podría abordar en un solo texto. Por lo “gordo” que es ese Yo en un texto breve: es carbohidrato, es grasa, es azúcar.
El Yo gordo: Philip Lopate…
El Yo del ensayo puede ser grotesco, puede ser una voz que no se calla después que cerramos el libro. Philip Lopate es ejemplo de ello. Nos habla por semanas con esa voz insistente, culta, neurótica. Salimos de casa y esa voz sale con nosotros, se pega a la ropa. Como aguate: se pega y hay que sacar poco a poco esa sustancia-hierba-pegamento. Si leemos uno o dos ensayos el autor es genial, único, simpático. Si lo leemos de corrido hay un problema: a las 50 páginas ya sentimos esa melaza, esa gravedad, esa voz que se apodera de la nuestra dentro de la cabeza. Sugiero comenzar por Retrato de mi cuerpo y Contra la alegría de vivir.
Pienso en la voz de Gabriela Wiener: gran cronista, sin duda, pero tiene textos donde su Yo se extiende como horizonte de playa: no hay división entre cielo y mar. Abarca toooooodoooo el texto: se expande y se pierde y nos pierde. No importa de lo que hable termina con un tema/leitmotiv: su vida amorosa: el poliamor. Es capaz de hablar del calentamiento global y contar algo de su vida privada entre su esposo, su esposa, su nuevo amante diez años más joven que ella. Se dilapida en su propio continente.
En Llamada perdida trata esos temas de identidad latinoamericana/mestizaje y crónicas de corte periodístico/personal sin irse hasta la vida sexoafectiva. En la novela autobiográfica y ensayística por partes, Huaco retrato, insistirá en esto último. La escritura es la selfie de una persona que parte de la vida íntima para hablar de lo social: el sexo tiene espacio sociológico, político y es una manera de ocupar un espacio físico: el cuerpo es doble en ese sentido: es pesado, es abierto, es afrodisíaco, es físico.
En los últimos veinte años han sido las autoras norteamericanas y algunas europeas (Natalia Ginzburg como antecedente en Italia, claro está) quienes han planteado un Yo novedoso, fresco, sin rituales masculinos (la autoridad de la cita y la referencia, el argumento pesado y único, sin peligro de porosidad; de hombres que aman a otros hombres usándolos como única referencia, de ahí que el ensayo latinoamericano no salga de la alabanza de hombres a otros hombres: lo que llamo el ensayo decano: ensayo homenaje a la autoridad masculina), sin pretensiones elevadas, sin el rumbo marcado. Ellas le han devuelto el ensayo la ligereza que le corresponde de origen, le quitaron lo vetusto, lo anquilosado, lo presuntuoso; le quitaron el polvo. El ensayo era una momia en una vitrina. Bien conservado pero puesto ahí para el estudio, no para sacarlo a jugar. Rachel Cusk, Maggie O‘Farrel, Lydia Davis, Lorrie Moore…
En México tenemos la crónica-ensayo de Ana Emilia Felker, el ensayo antropológico de Yunuen Díaz, el humor ácido de Guillermo Espinosa Estrada, entre otros… Los más jóvenes (Diego Rodríguez Landeros o Julia Bravo Varela) están empujando desde otros ámbitos menos acartonados, habrá que esperar para dónde estirarán la liga. Será interesante verlo.
Mientras, en América Latina el impulso llega del sur-sur. De abajo hacia arriba, de dentro hacia fuera. No como ensayo sino como crónica. Esta es la que se ha renovado para contar ese Yo inmediato y urgente. El ensayo, ahí, sigue siendo un señor en el restaurante comiendo solo que se niega a aceptar los cambios en la calle. Mira con desdén las manifestaciones y se abraza a sus libros canónicos, imperturbable. El tiempo no le hace mella, tampoco la desea.
Leila Guerriero toma de la crónica algo que le pertenece de manera próxima: en la descripción, en los detalles, en la voz de los demás puede ensayar un país, un modo de hablar, un espacio otro. Ella destapa la olla. Lo que hay adentro es otra cosa. Es un guisado que tiene tiempo, cocinado por varias manos, con distintas versiones de recetas. La crónica es una cocina. Con plástico de fonda en la mesa, con estampas religiosas en los muros, con acentos apresurados, con humo que sale de las bebidas puestas ahí, para quien llegue.
El ensayo necesita eso. Su aire doméstico. Su espacio propio y extenso. Su elasticidad perdida. Un Yo que perdió el punto de partida. Un Yo desorientado. Sin oriente, se vuelve plenamente occidental.
El Yo tímido/casi imperceptible
Rachel Cusk, autora de Despojos, sobre el matrimonio y la separación, tiene un modo peculiar de hacerse presente: dice pero no parece que está hablando, está insinuando algo. Nunca categórica. Su voz no impone, dialoga consigo misma. Elegante, suave, pero no del lado de lo “femenino” sino de lo emocional/racional. El sentimiento se congela, polaroid, se disecciona, se empaca en frío. Se puede ver desde un afuera otro, no en el instante de la furia o la desilusión. Se puede tener mayor capacidad en ello, sin duda: contar el sentimiento fuera de la pasión de la furia, enojo, tristeza.
En contraste, Maggie O’Farrel posee un Yo en Sigo aquí que charla hasta por los codos. Es ligero, es simpático, es punzante. No es un Yo odioso que se impone desde la página uno, va pian pianito, va calando el tono hasta que lo halla. Es un Yo de sobremesa, de sugerir. Se toma el tiempo necesario para llegar. Un Yo líquido, se expande pero no ocupa cuerpo, se desliza.
Lydia Davis por otra parte es demoledora. No da vuelta atrás, la brevedad le ayuda como método. Ni puedo ni quiero es un texto de corrido cortado con tijeras: aun si no tiene final, ni principio, ni tema. A veces la estructura es simplemente eso: un esqueleto de estructura. No serpentea como dice Chesterton que es el ensayo, sino que asoma la cabeza por dos segundos. Un animalito con caparazón. Es todo. No necesita nada más. Su Yo se divide en multitudes. Un Yo de disfraz: el Yo del sueño, el Yo de las cartas, el Yo que reclama cosas en restaurantes y hoteles. Un Yo que finge no preocuparse por ser enorme: funciona mucho mejor en breves dosis.
La que hace relatos que pueden ser ensayos o novelas —o qué más da— es Annie Ernaux: ese Yo podría ser cansino si no saliera de sí mismo para hacer análisis, digresión, desvío. Ernaux no desfallece en el relato nunca. Es esquemática, tan centrada que somos incapaces de imaginar lo que rodea el “marco” de lo que ella elige contar. Es un cuadro, con paisaje, hay gente dentro. No hay más. Ese cuadro tiene luz, tiene comienzo, tiene textura, y aunque sabemos que hay un antes y un después no nos interesa. Ahí radica el núcleo de su huevo duro. Es cerrado, es blanco, es nutritivo.
El Yo delgado/oblicuo
Un ejemplo claro de relato/ensayo breve es el de Últimos testigos de Svetlana Aleksiévich: la narradora/entrevistadora existe de dos formas: una, como entrevistadora/editora y dos, como compiladora de ese material contado por los sobrevivientes. Ella se explica en el prólogo, o se excusa, diciendo: los dejaré hablar a ellos, quienes vivieron eso. Desaparece en todo el libro.
El libro es una serie de entrevistas que realiza con niños que sobrevivieron la guerra en Bielorrusia. No escribe propiamente sino registra esos relatos; la voz infantil puede centrarse en lo que debe ser contado, en la historia misma fragmentada, los relatos como las vidas de esos niños a los que les fue arrebatado el desenlace, los detalles, los comienzos de sus historias. Cada relato es una elipsis, un enunciado en medio de algo que ya había comenzado a ser narrado. El relato es un espacio físico y los narradores derrumban el muro, tiran las bombas, escuchan las alarmas desde las casas abandonadas, la calle en ruinas.
El sol me daba en la cara. Hacía calor… Ni siquiera ahora me puedo creer que aquella mañana mi padre se fuera a la guerra. Yo era muy pequeña, pero tengo la sensación de que comprendía que aquella era la última vez que lo veía. Nunca nos volveríamos a encontrar. Yo era muy… muy pequeña… Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está…
La brevedad se circunscribe a una cuestión de poder contar el relato más que de intencionalidad literaria o de recurso. Los hechos, eso es el núcleo de esos testimonios: algunas imágenes que quedaron en la memoria, pero sobre todo los hechos, quién hizo qué, qué sucedía alrededor, qué impresión se tenía ese día, esa tarde, esa noche, qué horas eran, qué noticias había, qué hizo que llegaran ahí, solos, sin padres, esperando saber algo, desesperados y hambrientos.
Dejaron de disparar por la calle. De repente hubo silencio. Durante unos días no se oyó nada. Y entonces empezó el movimiento… Veías por ejemplo a un hombre caminando por la calle completamente blanco, de pies a cabeza, blanco del todo. Estaba cubierto de harina. Iba cargando con un saco de harina. Otro corría… Se le iban cayendo las latas de conservas de los bolsillos, también llevaba las manos llenas. Bombones… Cajetillas de tabaco… Otro iba con el gorro a rebosar de azúcar. O con una cazuela llena de azúcar… ¡Es imposible de describir! Uno arrastraba un trozo de tela, otro andaba envuelto en una tela fina de color azul. O amarilla… Era gracioso, pero nadie se reía.
Los sobrevivientes cuentan su historia a partir de flashazos que condensan dos elementos: tiempo e imagen. ¿Qué queda de uno en la desgracia? Un relato entrecortado, sin asidero confiable en la memoria porque esta es caprichosa y mudable. La memoria se habita desde afuera, sólo así se puede narrar. No el dolor, sino esos detalles minúsculos que rodean el relato, y que se convierten en el relato mismo: el olor, la luz del día, la textura de las telas, la comida, la música. La guerra obliga a poseer el lenguaje de otra manera: narrarlo poco a poco, no el todo, no el horror de ese todo; por medio de esas breves escenas, esas pocas palabras comprendemos. Es necesario comprender. Si se contara todo no podríamos con el peso de ese relato que comprende nuestra historia.
Varios de los libros que menciono aquí, lo sé, corresponden a la autobiografía. Pero los menciono para pensar en esos Yo que podemos ir disecando, notar la diferencia. Ayuda en qué sentido al tono, al problema de lo que se narra/ensaya. El ensayo no es un esquema fijo, es difuso, escurridizo. Lo podemos hallar si afilamos los ojos en muchos espacios: en un documental sobre la manufactura de autos, en entrevistas a obreros, en las estadísticas recientes de mujeres que denuncian abuso doméstico. Elegir un tipo de Yo puede hacer la diferencia para que ese texto tenga cuerpo, volumen, sonido, mirada. El texto es cuerpo. Lo sabemos. Un cuerpo hecho de palabras, imágenes, digresiones, silencios, juegos retóricos. Un cuerpo que pesa; ocupa tiempo y espacio. Se columpia entre estos dos últimos: lento/rápido/ligero/pesado/metálico/cacarizo. Todo puede entrar en ese cuerpo. Es abierto y sus límites son difusos. EP
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