Elegía a una zanja

Quienes caminamos, pertenecemos a un rincón de marginación debido a que no tenemos un vehículo por el cual transitar en medio de la vorágine y vertiginosidad que, casi siempre, la vida significa. Aniela Rodríguez, a partir de un fatal suceso, descubre las oportunidades y privilegios que tenemos quienes nos permitimos trazar trayectorias con los pies. Cuando caminamos, ¿qué trazamos y qué sanamos? Caminar con voluntad sin saber qué nos espera enfrente es un acto de fe subvalorado.

Texto de 08/07/21

Quienes caminamos, pertenecemos a un rincón de marginación debido a que no tenemos un vehículo por el cual transitar en medio de la vorágine y vertiginosidad que, casi siempre, la vida significa. Aniela Rodríguez, a partir de un fatal suceso, descubre las oportunidades y privilegios que tenemos quienes nos permitimos trazar trayectorias con los pies. Cuando caminamos, ¿qué trazamos y qué sanamos? Caminar con voluntad sin saber qué nos espera enfrente es un acto de fe subvalorado.

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“Caminar no es suficiente”, dice Mercedes Grande en “Instante”, un duro poema hacia su padre, y continúa: “el polvo del camino no hace vida”. Cuanto más tiempo pasamos en movimiento, esta frase tiene mucho más sentido: caminar no es sólo una necesidad elemental: es un acto de resistencia política. En un mundo dominado por el esmog y el movimiento de las ruedas en el asfalto, andar a pie nos vuelve vulnerables, nos pone en contacto con nuestros cuerpos, que tropiezan, se fatigan o chocan con otros más ante el menor descuido. Los peatones representamos la parte más baja de la cadena alimentaria de la movilidad ciudadana; se nos considera estorbosos, se nos alienta a cruzar la calle a trompicones. Vivimos al límite de un mero prejuicio de clase, donde quien tiene la capacidad de adquirir un coche (sobre todo, en esta vorágine monstruosa que a veces también llamamos Ciudad de México) es quien ejerce poder sobre los otros. Caminar es ese rincón a donde pertenecemos los marginados.

“El que camina por contemplación es tachado de ocioso: nuestra falaz conexión con múltiples medios de transporte nos ha hecho olvidarnos de un acto tan natural como necesario.”

A los 22 años, el artista visual Richard Long detuvo su trayecto de la escuela de arte hacia casa. Paró a mitad de la nada, en un espacio abierto lleno de árboles y hojas secas. Ahí, sin ningún motivo específico, decidió caminar una y otra vez sobre la misma línea imaginaria: ir y venir, dos, tres, cinco, cuarenta veces, todo hasta que la huella de sus pasos dejó una estela en el pasto apelmazado. A line made by walking es quizás su obra más famosa: una forma de reconsiderar la futilidad de nuestras piernas al andar de forma continua. ¿Qué clase de persona se detiene a fotografiar un montón de yerba seca? El que camina por contemplación es tachado de ocioso: nuestra falaz conexión con múltiples medios de transporte nos ha hecho olvidarnos de un acto tan natural como necesario. Resignificar el paisaje a través de nuestras emociones, adueñarnos de un trozo de asfalto que en ese momento nos pertenece. Conocer, al menos por medio de la imaginación, los lugares hacia los que van los otros caminantes y hacia los que se dirigen. ¿Por qué durante tanto tiempo hemos renegado de nuestra condición de seres en movimiento?, ¿es por ese bicho que vive en nuestra cabeza, y que nos muerde cada vez que estamos solos con nosotros mismos? Ya lo decía Francis Alÿs: “Caminar sin rumbo fijo es también una especie de resistencia”.

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Pocos meses antes de fallecer, mi abuela recorría los pocos metros que había entre la cocina y la sala de casa. Iba y venía, como Richard Long, sobre la misma recta, sobándose la barriga. Mucho tiempo creímos que lo hacía por sentirse más liviana de una comilona, o por calmar el ansia del paso del tiempo. Andaba media hora dentro de casa (la colonia se estaba volviendo brava y habían intentado asaltarla un par de veces), pasito tras pasito. Cansada del vértigo que me provocaba verla atravesar una y otra vez la misma línea, yo imaginaba que algún día no muy lejano, mi abuela lograría desgastar tanto los azulejos que se abriría una zanja tan profunda que terminaría por tragarnos a todos. Una zanja imaginaria, que en mi mente se hacía más grande al verla atravesar el mismo sitio, a la misma hora, todos los días. Nunca le dije nada: “camino por manillenta”, me respondería, “por no estar ahí nomás sentada”. Lo cierto es que (lo supimos tiempo después) le molestaba sentir en el vientre aquella hinchazón que había aparecido a raíz del cáncer. 

Entonces no conocíamos esa palabra en casa.

A ella tampoco la conocíamos tanto como creíamos.

Cuando abuela cayó en cama, después de que esa criatura desconocida —que era su enfermedad— la tumbara de un día a otro, entendí que cuidarla no era suficiente: había también que enseñarla a reaprehender el mundo, a adueñarse de él con ese cuerpo que funcionaba de un solo lado. Los primeros días yo la ayudaba a llegar hasta el baño. Nueve pasos en línea recta; girar sobre su eje hacia la izquierda y otros cinco pasos hacia enfrente. Se dice sencillo, pero para abuela era el mundo entero. Pocos días después de darla de alta del hospital, sólo era capaz de mover el lado izquierdo de su cuerpo; el derecho, el inmovilizado, hacía esfuerzos infrahumanos por sobreponerse y estampar el pie diestro delante del siniestro. En poco tiempo, el bicho la derrotó y la amarró a una cama, y la zanja que en mi cabeza se había formado en la estancia de casa comenzó a desdibujarse.

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“Da igual si son quince minutos o una hora, el que camina por decisión propia tiene un privilegio: el de registrar a diario lo que pasa alrededor, de escuchar a los demás, de imaginar historias con lo que tiene a la mano.”

Si hubiera tenido, como Richard Long, una forma de medir las veces que abuela había recorrido esa línea imaginaria, ¿qué tan profunda habría sido la zanja que dejaba a su paso?, ¿cuántas veces tuvo que pasar por los mismos azulejos que la separaban de la barra de la cocina hasta aquel mullido sillón desde donde la veía? Yo quería que abuela se levantara y anduviera, como Lázaro. Empecé a dejar el transporte público las veces que me era posible. Si ella no podía mover los pies, yo caminaría por ella: vería la enorme ciudad a la que ella no había vuelto, tendría también sus ojos negros y su vientre hinchado, y lograría sacudir la inquietud que tenían sus piernas. Da igual si son quince minutos o una hora, el que camina por decisión propia tiene un privilegio: el de registrar a diario lo que pasa alrededor, de escuchar a los demás, de imaginar historias con lo que tiene a la mano. Hay días en los que pienso que mi abuela me enseñó también lo que sé de ficción: caminar nos obliga a recrear escenarios que nunca pensamos como ciertos, crear personajes, reimaginar los paisajes y darle otra dimensión a un puñado de yerbajos y tierra seca crujiendo sobre las botas o los zapatos deportivos.

Long comenzó a los 22 años y luego ya no pudo parar: retrató paisajes, trazó líneas imaginarias sobre un mapa, acomodó piedras, dibujó senderos inexistentes en el Himalaya. “Mi obra no es romántica”, habría dicho alguna ocasión. “Es mi manera de ubicar ideas modernas en el único sitio que puede cobijarlas”. Abuela, a su forma, también lo hizo: si el intenso calor o el frío del desierto le impedían salir a mover las piernas, lo hacía dentro de las habitaciones: dibujaba círculos, zig zags, diagonales extensísimas condenadas a repetirse una y otra vez, por más pequeño que fuera el cuarto. A mí me hubiera gustado llevarla, también, al Himalaya. Pero abuela se conformaba con lo que tenía a su paso. Sus piernas eran su manera de habitar el mundo.

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“El foco está en otras cosas: rebasar peatones o cuidar nuestros hombros de un inminente choque con otro. Vivir a merced de la velocidad que nuestro cuerpo nos dicta: Nuestro reino no es el de la inercia.”

¿Cuántas veces pueden recorrerse los cien metros cuadrados de una casa en un día?, ¿dónde termina la pulsión por reandar lo ya caminado una y otra vez? Caminar duele, incomoda: nos hace más conscientes de nuestro cuerpo. Quienes decidimos o estamos obligados a hacerlo nos acostumbramos a ello: el ardor en las plantas de los pies, el desgaste de los zapatos que alguna vez fueron útiles. El foco está en otras cosas: rebasar peatones o cuidar nuestros hombros de un inminente choque con otro. Vivir a merced de la velocidad que nuestro cuerpo nos dicta: Nuestro reino no es el de la inercia.

Cuando sus piernas decidieron callar, ella también lo hizo. Aprender a quedarse quieto es un silencio del que nadie nos habla, pero que duele más que cualquier ampolla en el talón.

Después de su partida, empecé a soñarla con frecuencia. En uno de aquellos sueños, abuela reclamaba que mi mamá había escondido sus zapatos y no podía encontrarlos por ningún sitio. Quería echarse a andar como siempre lo había hecho. Caminar por voluntad es un acto de fe: uno nunca sabe qué va a encontrarse enfrente, por más repetitivo que sea el sendero. Por eso, cuando le conté a mamá del sueño, decidimos sacar sus zapatos del clóset donde habían sido recluidos unas semanas luego de que falleciera, y los pusimos a un lado de su cama. Que se los calzara, que anduviera todo lo que quisiera. Que viniera, sin más, a cavar esa zanja que había dejado muda en nuestra estancia. EP

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