Columna mensual
Las librerías, en especial las librerías de viejo, han significado para mí lo que para otros visitar las tumbas de sus autores predilectos: un peregrinaje de tipo más bien ritual y memorioso, una forma quizás extravagante de estar cerca de los escritores que más quiero y de rendirles homenaje llevándoles las flores de mi constancia y mi fidelidad, con el pretexto siempre a la mano de ver si el azar me ha puesto finalmente en el camino de alguno de sus títulos más reacios y escurridizos.
Tras escribir un ensayo me temo que un tanto lúgubre y desengañado sobre la relación entre los libros y la muerte, sobre esa ráfaga de oscuridad que ciertas noches, en forma de estremecimiento, hace pasar las páginas de mi biblioteca, me quedé pensando, aunque de una manera sorda, como si más bien la duda hubiera depositado su larva en mi cerebro y ésta hubiera empezado a prosperar en las sombras, casi al margen de mis preocupaciones cotidianas y de mi voluntad; o como si de algún modo el estremecimiento fúnebre me estuviera pensando a mí, me estuviera rumiando lentamente o se estuviera desenvolviendo a través de mi cuerpo; me quedé pensando, decía, en la relación que guardan los libros y las tumbas, en los túneles secretos que conectan a las librerías y bibliotecas con los cementerios, así como en las motivaciones detrás de mi atracción hacia esos reductos más bien solitarios y periféricos, una atracción después de todo bastante común y extendida y al cabo turística —sino es que absolutamente cliché—. ¿Por qué tantos escritores, en particular cuando salimos de viaje o estamos de paso por alguna ciudad, incluimos esas largas y a veces infructuosas procesiones a los cementerios y las librerías? ¿Por qué esa necesidad de rendirle tributo a los autores del lugar, de entrar en comunión con los fantasmas de otras épocas —con sus huellas tangibles y materiales— como parte central de nuestro itinerario?
Recuerdo ciertos días, por ejemplo en París o Buenos Aires, consagrados enteramente a una ruta que llevaba de las librerías a algún cementerio y, si había tiempo, de vuelta a las librerías. Recuerdo también haber buscado en vano la tumba de Sören Kierkegaard en Copenhague, confundido por la palabra danesa “Kirkegård” —que significa ‘cementerio’—; equívoco risible que me llevó a ubicar su tumba en un punto totalmente opuesto de la ciudad y, unas horas más tarde, desconcertado y jadeante, mientras contemplaba atónito que el nombre del filósofo se diseminaba aquí y allá en distintos paralelepípedos verdes sobre el mapa, a preguntarme si el autor de Temor y temblor no sería tan importante en Dinamarca como para que lo hubieran desmembrado, lo cual explicaría que sus partes estuvieran enterradas a lo largo y ancho del territorio…
Quizá por desventuras como ésta —y menos por la convicción desencantada de que debajo de las tumbas no se encuentra nadie—, o bien porque la frialdad de las lápidas no me parezca del todo propicia para la rememoración literaria, cada vez visito menos esos espacios boscosos y tranquilos, desprendidos de la dinámica de la urbe, y en cambio prefiero los bosques de los libros viejos, perderme durante horas en esos escondrijos asimismo tranquilos y desprendidos del ajetreo urbano conocidos como librerías anticuarias.
En Tumbas de poetas y pensadores, el hermoso volumen realizado en colaboración con la fotógrafa Simone Sassen, Cees Nooteboom se pregunta una y otra vez qué hace allí, vagando por los cementerios en busca de las lápidas y sepulcros de sus poetas y pensadores favoritos. A sabiendas de que todo lo que rodea la frecuentación de cementerios se inscribe en el terreno de lo irracional, que la persona a quien buscamos ya no existe y que tampoco podría agradecer el gesto de llevarle flores, piedras o botellas de ajenjo, y que tal vez la visita considerada en conjunto, sobre todo si gira alrededor de un escritor de épocas remotas —digamos Leopardi o Virgilio—, se antoje un completo sinsentido (viajamos kilómetros y kilómetros con el fin de visitar los despojos —con suerte un puñado de polvo— de alguien a quien nunca conocimos, pero en realidad nos plantamos ante dos o tres piedras lamosas con alguna inscripción deslavada cuando no ilegible), Nooteboom se responde diciendo que todos esos periplos y todas esas fatigas tienen que ver con la oscura certeza de que algo permanece a fin de cuentas, de que los escritores siguen hablando a pesar de la muerte, todavía nos dicen cosas y al menos una parte de lo que pusieron en negro sobre blanco sigue resonando en nuestros oídos.
A pesar de que el rastreo de libros se presente como una empresa más razonable y práctica que el de las elusivas tumbas, cuando se enfoca el asunto desde la perspectiva de Nooteboom —desde la perspectiva de los autores muertos como voces vivas—, tal vez ambos, al participar de la búsqueda entendida como ceremonia, estén más emparentados de lo que suele reconocerse, en particular cuando el rastreo libresco gira alrededor de alguna primera edición, de algún ejemplar que estuvo en circulación mientras el autor vivía, y lo pudo sostener en sus manos y estamparle sus huellas digitales o quizás corregir algunas erratas o firmarlo para un lector futuro… En cuanto recorridos que persiguen lo espectral, comparten el presentimiento de que hay algo que aún perdura, de que aquellos poetas y escritores están todavía presentes de alguna forma, inquietos y próximos y palpitantes, pese a los años y el polvo y el olvido que se cierne sobre todas las cosas.
Hacía mucho tiempo que no tomaba de la estantería el libro de Nooteboom y de Sassen, pero ahora que hojeo sus páginas diseñadas con sobria elegancia, mientras recorro sus más de noventa tumbas y sus correspondientes visitas rituales, me percato de que los libros y las tumbas son a su manera simulacros de presencias, y de que salir a su encuentro, quizá viajar al otro lado del mundo con ese pretexto solamente, responde a la necesidad de homenaje y agradecimiento, pero también de situarnos simbólicamente lo más cerca posible de sus estelas, de su rastro y de su monumento de piedra, y de repetirnos a su lado que estamos vivos con ellos, acompañados y atravesados por ellos.
Entre los libros y los sepulcros aparecen entonces más conexiones de las que había imaginado en un principio, vasos comunicantes que van más allá de la gravedad que percibimos, por ejemplo, en la idea de obras completas, en su carácter definitivo y ya cerrado que remite a lo granítico de las lápidas. No es sólo que dispongamos los ejemplares casi siempre de manera vertical, en hileras repletas que hacen pensar en cementerios sobrepoblados a los que ya sin embargo pocos visitan; no es sólo que en los forros de los libros hayamos convenido en inscribir el nombre y las fechas de nacimiento y muerte del autor, tal como se acostumbra en los monolitos pulidos de pedernal o mármol, ni que a esos datos se añada el encomio más o menos emotivo de algún crítico o de la propia editorial, con ese regusto a lo hiperbólico, lo convencional y lo definitivo que tanto remite a los epitafios; el hilo que conecta al libro con la tumba tiene que ver también con el lugar fronterizo que ocupan entre la vida y la muerte, entre el mundo visible y abierto y el submundo enterrado y oculto (ahora que lo pienso no es casual que muchas lápidas tengan forma de libros, a veces de libros abiertos a la mitad, que no obstante nadie podría jamás hojear). Tanto la estela plantada en el camposanto como el libro que reposa en el anaquel ofrecen una versión concentrada y pública del paso de una vida, y la información sobre su superficie lisa abrevia y exhibe, ante los ojos de todos, el perfil luminoso y enunciable de aquella persona cuyo nombre leemos en letras claras. Todo ello, sin embargo, todo ese marco temporal condensado entre los dos paréntesis de las fechas —¿y qué son las tapas de un libro sino dos paréntesis?— está en contacto con una parte enterrada y que no sale a la luz, con ese subsuelo inabarcable que le sirve de sostén y de humus y en el que también se aloja la muerte; una vasta zona negra y secreta de la cual emerge, a manera de mojón, a manera de testigo y baliza, pero también de compendio, la piedra funeraria o el volumen impreso.
No obstante la sombra de clausura y consumación que acompaña los recorridos por los cementerios o las librerías de viejo, me resisto a considerarlos meros peregrinajes a sus obras completas, al límite que representan, a la petrificación que auguran. Aunque la circunstancia de que estemos allí, preguntando al sepulturero cómo damos con el sepulcro de Alejandra Pizarnik en el cementerio israelita de Buenos Aires, o sonsacando al librero de viejo para que nos guíe hacia el gabinete de los ejemplares raros y firmados de Elena Garro, denota que su obra está ya cerrada para siempre, concluida por el punto final más inapelable, no creo que ese cierre y ese punto final tengan que contagiarse de la solemnidad de lo monolítico o de la gelidez de lo marmóreo, y que bien pueden realizarse con la sensación opuesta: la de vivificar sus obras y no darlas por clausuradas. Tal vez tantos desplazamientos y tantas búsquedas —esas formas si se quiere convencionales de seguir su pista— correspondan a ritos intuitivos, a invocaciones paganas, a procesiones en alguna medida fanáticas para reavivar sus voces y celebrar la reverberación de sus obras.
Con la excusa de que ya Walter Benjamin, en Calle de sentido único, se entregó al ejercicio asociativo de comparar los libros con las prostitutas, no quiero abandonar estas páginas sin antes terminar de enfrentar los libros al espejo negro de las sepulturas, y además hacerlo, siguiendo su ejemplo, en trece incisos breves, en trece ráfagas.
(Otro) Nº 13
No se juzga a un autor a partir de su tumba, como no se juzga un libro a partir de su portada.
El liquen avanza sobre las tumbas con la misma indiferencia que el moho sobre las páginas.
También guardamos silencio frente a las tumbas de los escritores, pero es un silencio cargado de palabras, de sus palabras.
No abrir por mucho tiempo un libro es una forma de dejar que se petrifique y se convierta en lápida.
Hay sepulturas que deberían estar en otro lugar, del mismo modo que hay libros en las manos equivocadas.
Los sepulcros con forma de libro se antojan redundantes, pero son menos odiosos que los libros con forma de sepulcro.
Los lomos de los libros en un estante componen una novela, al igual que las lápidas en un pasillo del cementerio.
Se considera de buen tono llevar piedras o guijarros a las tumbas de los escritores, pero no tanto ofrendarles gomas…
No es que los caminos que cruzan el reino de la muerte eludan la línea recta, es que ciertos libros y ciertas tumbas juegan a las escondidillas.
En la ronda que lleva hacia un libro o una tumba se hacen hallazgos de libros y tumbas inesperados.
El subconjunto de los escritores sin tumba y el subconjunto de los escritores sin obra no necesariamente se intersecan.
Se puede ser esnob incluso después de la muerte: aunque a ciertos autores no les siente bien el mármol rutilante ni las ediciones en papel couché…
Abrimos ciertos libros con la sensación de que profanamos una tumba. EP