Por una literatura mexicana del Capitoloceno

Francisco Serratos, autor también Breve contrahistoria de la democracia, reseña tres libros de autores mexicanos jóvenes centrados en “la conflictiva relación entre humanos y animales en un contexto de devastación ambiental.”

Texto de 03/01/20

Francisco Serratos, autor también Breve contrahistoria de la democracia, reseña tres libros de autores mexicanos jóvenes centrados en “la conflictiva relación entre humanos y animales en un contexto de devastación ambiental.”

Tiempo de lectura: 13 minutos

No es una coincidencia que en este momento de la historia en que los humanos cuestionamos nuestra relación con el medio ambiente, los animales, nuestro estilo de vida y nuestras aspiraciones como especie, el lenguaje nos falle. ¿Con qué palabras describir la mayor catástrofe ecológica en la historia de la humanidad? ¿Cómo resignificar los nombres de animales que hoy designan fantasmas porque han sido extinguidos? ¿Con qué medida se expresa el hundimiento de una ciudad? ¿Hay una metáfora precisa para la muerte de un río, de un bosque y la degradación de los suelos? La literatura contemporánea, por esta razón, tiene una gran responsabilidad y esta es la gran cuestión que discute el escritor indio Amitav Ghosh en su provocador libro sobre literatura y cambio climático, The Great Derangement: “¿Es posible que las artes y la literatura de esta época sean recordadas algún día no por su osadía, no por su defensa de la libertad, sino por su complicidad en el Gran Desequilibrio?” Lo que Ghosh reprocha es la indiferencia que la literatura ha mostrado por la mayor emergencia ambiental que ha vivido nuestra especie; no ha habido relatos que por, un lado, realmente cuestionen el orden capitalista que nos ha arrastrado hasta aquí y, por otro lado, materialicen la sensación de vivir en el horror. El juicio de Ghosh es un tanto precipitado, aunque justo. Hacen falta relatos porque vivimos un momento horroroso, pero tan decisivo que a fuerza de palabras necesita nombrarse y registrarse en una lengua y en una escritura capaces de reconstruir un mundo y un futuro habitables.

Apenas, en medio de esta debacle, se escuchan murmullos que intentan contar esta nueva condición liminar de lo humano y no es una coincidencia que en México las voces que se han atrevido a tejer un relato de nuestro periodo geológico, al que prefiero llamar Capitoloceno, sean voces más o menos jóvenes. En esta ocasión, me enfoco en solo tres libros: Una ballena es un país (Almadía) de Isabel Zapata, La compañía (Almadía) de Verónica Gerber y El incendio de la mina El Bordo (El Quinqué Cooperativa Editorial/Periférica) de Yuri Herrera; los tres publicados este año. Los dos últimos tienen en común el tema de la minería en México y el primero, aunque lejano, habla de animales; pudieran ser temas distintos, pero en realidad hay un vaso comunicante que los hermana. Registran distintas intensidades del Capitoloceno: mientras los dos primeros hablan de causas —la actividad industrial como principal manera de explotación natural y humana—, el libro de Zapata se enfoca en un síntoma, que es la conflictiva relación entre humanos y animales en un contexto de devastación ambiental.

Mundo inmenso de sueños y de dolores mudos

Así definió Jules Michelet a los animales: un mundo onírico inabarcable, poblado de dolores mudos. Si lo pensamos, esa es su condición: los humanos representamos 0.01% de toda la biodiversidad del planeta, pero somos culpables, de acuerdo a varios estudios, de la aniquilación —no hay otra palabra más adecuada— de 83% de los mamíferos que han existido. En términos de población mamífera contenida en el planeta, los humanos representamos 36% y sólo 4% son considerados salvajes, mientras que el 60% restante son mamíferos —principalmente vacas— para nuestro consumo; el reino de las aves es similar: 70% de las aves en el planeta son para comida humana —principalmente pollos— y sólo 30% son salvajes. Aún así, con todo y lo lo demoledor de las cifras, cohabitamos el planeta con moluscos, crustáceos, mamíferos, anfibios, insectos, aves, peces, toda una arborescencia biológica que se despliega y multiplica poblando la realidad de signos y de sonidos que, a pesar de su constante acecho a los sentidos, no podemos entender lo que no dice, lo que nos reclama. 

El libro de Isabel Zapata, Una ballena es un país, es un intento por explicar esos mensajes desde una sensibilidad que, a mi parecer, es distintiva de nuestro tiempo. Me explico: en la literatura los animales han sido casi siempre metáforas —el tigre de Blake, el insecto de Kafka—, alegorías —la pantera de Dante, el cuervo de Poe— o símbolos de alguna creencia o pasión —los caballos sexuales de García Lorca—. Se les ocultaba bajo el manto de un antropocentrismo que los dotaba de un significado humanizante. Esta visión ha cambiado en la medida en que descubrimos, gracias a la ciencia y al humanismo ambiental, la complejidad de los animales: desde sus hábitos y vida social hasta sus mutaciones y milagros biológicos, e incluso sus emociones y formas de duelo. A algunos, como los elefantes, se les han adjudicado características de persona —personhood— debido a sus complejísimas capacidades cognitivas de duelo, de felicidad, de memoria y de cuidado. Por ejemplo, debido a su incesante caza milenaria, los elefantes prefieren migrar por la noche, esconderse tras las ramas de árboles, pueden distinguir una lengua de otra para identificar cuáles tribus los cazan y cuales no, e incluso se tienen evidencias de dinámicas de cuidado: una madre deja encargada a su cría con otro espécimen que la hace de guardaespaldas cuando aquella necesita hacer una diligencia en otro lugar, digamos cruzar la frontera entre Zambia y Bostwana.

Ante tal sorprendente belleza y dolorosa experiencia de sobrevivencia, ¿qué hay que poetizar sobre el elefante? Más que disertar, nos hace falta aprender de ellos y precisamente este es el tono del libro de Zapata. No hay una poetización de lo animal en su libro, sino una descripción que, en su simplicidad —a veces un poco exagerada por su literalidad y falta de riesgos lingüísticos—, maravilla: “Los tiburones ponen huevos en forma de tornillo: / espirales que se enroscan al suelo marino / para quedarse en su lugar”. No hay mucho que añadir a esta descripción; es simplemente bella en sí misma. Zapata, en este sentido, es una poeta —con una curiosidad y conocimiento sobre el reino animal selectivos— que decide escribir para callar. Cada verso es una apreciación científica, una declaración de asombro que se manifiesta con sencillez honesta. Desde los datos más raros o sutiles, de los animales más grandes, como la ballena que da título al libro, hasta los más minúsculos, como los tardígrados, y desde la más conducta más curiosa —los caracoles “duermen siestas de una semana”— hasta la experiencia más extraordinaria —la bella carta imaginaria a Laika que escribe Vladimir Yavdozki, el técnico ruso encargado de entrenarla y preparar la cápsula en la que fue disparada hacia el espacio exterior—, Una ballena es un país causa ternura en una historia y luego, en otra, clava una daga en la consciencia humana.

Lo que quiero decir con esto último es que los animales de Zapata están cargados de un significado que incumbe lo humano en la medida que lo desconcierta e incomoda, porque no retrata a los animales como meros individuos actuando en una esfera —la Naturaleza— distinta a la nuestra —la Civilización—. Lo que hace es poner el dedo en la llaga al narrar distintos episodios de la conflictiva y perversa relación que hemos tenido con ellos desde los primeros indicios de la modernidad y el capitalismo, cuando terminan convirtiéndose en objetos para explotar o, en su defecto, un obstáculo para la plusvalía. Por ejemplo, la historia del rinoceronte dibujado por Durero en 1513 y que murió ahogado en el Mar Mediterráneo cuando el rey de Portugal, quien lo había mandado traer desde la India, lo envío de regalo al Papa León X. O los retratos de edlings —último individuo de una especie a punto de extinguirse— como Benjamín, el último tigre de Tasmania que murió de frío, caso similar al de Solitario George, última tortuga macho nativa de las Islas Galápagos. Zapata se interesa por esos episodios de esta era en que la humanidad se mira en el espejo de lo animal y encuentra a veces un ser tierno y compasivo y, otras veces, monstruoso e insensible. Los poemas de Una ballena es un país son complicados por esa razón; nos devuelven una mirada acusatoria, difícil de encarar cuando nosotros somos el malo de la película. Pero, a pesar de ello, pareciera decirnos la autora, vale la pena contarnos esos relatos en que los animales, más que ser sólo víctimas, pueden llegar a ser nuestros verdaderos redentores en un planeta en el que la vida se extingue y nos quedamos, como especie, solos. El biólogo y especialista en el reino de las hormigas Edward O. Wilson ha llamado a este periodo histórico Eremocine, “la Era de la Soledad”, la era en que la presencia de los animales se desvanece ante nuestros propios ojos y los humanos, atónitos, nos quedamos como los reyes de un páramo. Sin la mirada de un animal que refleje nuestra humanidad.

La apropiación de los muertos

El incendio de la mina El Bordo, para nuestra sorpresa, no es una novela firmada por uno de los más arriesgados prosistas de la literatura mexicana. Es, por el contrario, la reconstrucción documental de uno de los muchos episodios infames de la industria minera que, desde tiempos de la Colonia hasta el reinado sangriento de las mineras canadienses en los últimos veinte años, ha definido la historia económica de México. No es extraordinario, por otro lado, que un novelista se aleje de la ficción para contar una historia; recientemente han surgido ejercicios de escritura documental interesantes que han demostrado que hay otras formas de atrapar la realidad más allá de lo novelesco. Pienso, por ahora, en Julian Herbert y su La casa del dolor ajeno, una crónica histórica de la matanza de 300 chinos en Torreón en 1911, ya en pleno estallido de la Revolución. Como Herbert, Herrera intenta reconstruir un relato abyecto: el incendio de una mina en 1920 en el estado de Pachuca y en el que perecieron al menos 87 mineros. 

Alejándose de los peculiares malabares lingüísticos a los que nos tiene acostumbrados, Herrera opta por una narración basada en documentos legales y periodísticos para luchar contra un relato oficial que, como es común en estos casos de injusticia, intenta ocultar la verdad. Lo que me fascinó del pequeño libro no es tanto el repertorio bibliográfico usado, porque Herrera es un tanto conservador en cuanto a la forma, mucho menos la ordenación de los hechos, sino la idea misma que atraviesa todo el relato y que, intuyo, el autor viene ensayando desde su anterior novela, La transmutación de los cuerpos. A saber, la administración y manipulación de los cuerpos muertos perpetrada por el Estado para apropiarse de la biografía de ciertas personas que Mike Davis llamó “excedente de humanidad”: vidas baratas, prescindibles, que no no son importantes para el capital y al mismo tiempo son demasiado caras para invertir en ellas —casa, educación, salud—, pero que en su violenta muerte representan una amenaza para el orden económico. 

El incendio de la mina El Bordo reconstruye no la vida, sino la muerte de esos mineros y cómo el Estado con ayuda de los medios de comunicación —El Universal y Excélsior— se apropia de su muerte para generar una historia oficial en la que incluso intenta culpar a las víctimas de su propia desgracia para proteger a los dueños de la mina. Mas no se trata de un relato falso para generar ruido o llenar un hueco, sino de imponer un silenciamiento. “El silencio no es la ausencia de historia”, dice Herrera, “es una historia oculta bajo una forma que es necesario descifrar”. Esto suena insoportablemente real y demasiado familiar en un país zanjado de fosas, de historias truncadas y de cuerpos ocultos bajo el sedimento de la impunidad. En un país cuyo Estado pasa de la biopolítica a necropolítica al pasar las páginas de los periódicos. Tampoco es una terrible casualidad que a los cuerpos de los mineros fallecidos en la mina, por protestas del Hospital local y de una orden del Juez, les fuera negado un sepelio normal, un desfile funerario honorable —“para evitar que la sociedad pachuqueña sufriera una ‘triste impresión’”— y una tumba digna. Fueron enterrados —desaparecidos— en una fosa dentro de un terreno comprado por la Compañía en el que construirían un monumento y una barda para resguardar la memoria de aquellos. “Ninguna de la dos cosas se cumplió.”

La voz de Herrera, lejos de tomar un papel protagónico, deja que los documentos hablen y sus conclusiones, más que interpretaciones, son intervenciones a esos mismos documentos, a la historia que intentan callar. La parte más conmovedora —de las ocho que componen el pequeño tomo— es la reclamación de los cuerpos por parte de los familiares, la mayoría mujeres que “en el expediente de la investigación… aparecen como seres incompletos, callados, sin voluntad ni fortaleza”. Para comprobar su parentesco y así ser compensadas por la pérdida, hicieron interrogatorios debido a la falta de documentación legal —actas de matrimonio, de nacimiento, identificaciones—. Se hace una reconstrucción de los lazos colectivos a través de los testimonios, de las palabras y la relación marital, parental e incluso vecinal, pero este relato es, otra vez, usurpado por la voz de un funcionario que “interpreta, recorta, oficializa”. Lo que Herrera narra es la lucha de una memoria colectiva contra una ficción oficial que se actualiza, una vez más, en los cientos de miles de casos de hoy día. El incendio de la mina el Bordo, como dije al principio y termino con ello, no se trata de una relato bajo la autoridad de un autor, sino un ejercicio de crítica sobre las formas y artilugios que el Estado ejerce sobre los relatos que son inconvenientes para la cohesión de un orden político y económico. Al optar por esta renuncia de narrador, Yuri Herrera no participa de esa ridícula necesidad de protagonismo de los escritores contemporáneos por “dar voz” artísticamente a víctimas de crímenes de Estado o de corporaciones para luego ir a “hablar por ellas” en ferias de libro extranjeras. Como preguntó la escritora india Arundhati Roy, “¿Cuál es la cantidad de sangre aceptable para crear buena literatura?” Herrera, en lugar de pesar esa sangre, destapa las fosas que el Estado liberal —amante del desarrollo económico a pesar de la vida de los ciudadanos— ha excavado para enterrar los secretos del extractivismo.

Minas que, como dicen aquí, son demasiado pobres para pagar y demasiado ricas para abandonar

Es una frase tomada de la novela Angle of Repose —ángulo de reposo, de hecho, es un concepto aplicado en la minería— del novelista y ambientalista norteamericano Wallace Stegner y que resume el reciente proyecto libresco de Verónica Gerber Bicecci, La compañía. Digo libresco porque se acerca a la forma del libro; es decir, rebasa la composición del concepto de libro porque, como ya es costumbre en cada uno de sus proyectos artísticos desde aquel mítico ensayo que más bien parece un manifiesto, Mudanza, Gerber es una artista que danza en los márgenes de los géneros, que se filtra entre los poros de la categoría y la clasificación. Llama la atención las afinidades con el libro de Herrera: La compañía es un pastiche de citas, recomposiciones, fotografías, entrevistas e intervenciones que ordenan el relato brumoso de una perversa mina que se instaló en San Felipe Nuevo Mercurio, en el estado de Zacatecas, ese mismo estado que su punto álgido proveyó, junto con Potosí, en Bolivia, 80% de la plata que circuló en el mundo durante la Colonia española y que, curiosamente, como dice el famoso poema de Francisco de Quevedo —“Nace en las Indias honrado / Donde el mundo le acompaña; / Viene a morir en España, / Y es en Génova enterrado”—, no se quedaba en España, sino que se iba a Génova —uno los banqueros de la Corona— y de ahí partía hacia China y la India. Zacatecas, ese imán de meteoritos que estallaron en su tierra y dejaron en sus entrañas ricos depósitos minerales que por siglos han sido el combustible del capitalismo primitivo y tardío.

Zacatecas, el estado en el que también brotaron las enigmáticas obras de Ámparo Dávila y del escultor Manuel Feguérez, y de las cuales Gerber se sirve en la primera parte del relato para introducirnos en la oscura y aterradora historia del pueblo Nuevo Mercurio. Al principio, la mezcla causa desconcierto, pero en la segunda parte se entiende que no se trata de una simple reescritura del más famoso cuento de Dávila, “El huésped”, ni de las geometrías de Felguérez; ambas cosas traman un hecho misterioso en La Compañía. Por un lado, la obra de Felguérez, plasmada sobre placas fotográficas de desolados paisajes zacatecanos, recuerda la maquinaria utilizada en la minería para trabajar la tierra, para alterar para siempre la composición geológica del lugar; abrir, escarbar, explotar, purgar, depurar el paisaje: las fotografías de Gerber muestran cómo los fantasmas pesados de la maquinaria y la tecnología quedan impregnados en la superficie terrestre una vez que la extracción ha terminado.

Por otro lado, el cuento de Dávila parece una materialización del horror y el suspenso abstraídos en el cuento, una materialización que tiene que ver más con lo humano que con lo tecnológico. De hecho, el cuento es una recreación de lo que tal vez aconteció en la casa de José Espinosa, un habitante de la región que un día de 1935, cuando se encontraba cuidando ganado, decidió seguir a unas abejas para llegar a su panal. Lo que encontró fue un cerro preñado de rocas rojas —cinabrio— que para 1940 se convirtió en una de las más grandes minas de mercurio de América y que subsecuentemente detonó el crecimiento desaforado del pueblo debido a la alta demanda de mercurio por parte de los Aliados durante la Segunda Guerra. Como el mercurio es mucho más destructivo en su extracción y en su procesamiento, se utilizaron ilegalmente sustancias altamente tóxicas que terminaron por envenenar a los pobladores; hubo dolores de cabeza, vómitos, deformaciones, rumores. A diferencia del libro de Herrera, La Compañía no escarba demasiado en cómo el Estado mexicano lidió con el escándalo, pero sí sitúa el particular caso de la mina de Nuevo Mercurio en una contexto más extenso: el del extractivismo global. 

Digo lo anterior porque la historia de ese pueblo —y de la mina El Bordo— es muy similar a la de tantos otros lugares que han sido maldecidos por la exuberancia mineral. Ejemplos de estos hay cientos en la historia de Latinoamérica, mas si tuviera que señalar el más parecido al del pueblo zacatecano, diría Manaus, Brasil, por su producción de caucho y porque sucede en el mismo contexto: los Aliados habían perdido ante los japoneses las colonias del Sureste de Asia que suplían el caucho —tan determinante en la maquinaria de guerra— y, por esto mismo, necesitaban asegurar suministros de recursos en países de este hemisferio —aunque no hay que olvidar que México, durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, suplió de petróleo a la Alemania nazi y la Italia fascista; Inglaterra tuvo que intervenir con un embargo—. La selva amazónica proveyó el caucho y otros pueblos, como el zacatecano, el mercurio. Es una historia circular: así sea plata, oro, carbón, café, azúcar, palma de aceite, petróleo, caucho, guano, nitrato o litio el resultado casi siempre ha sido el mismo debido al orden en el que se desarrolla el extractivismo: siempre hay un recurso o mineral, un auge, un agotamiento y por último una debacle ecológica y humana. El de Nuevo Mercurio duró apenas tres décadas: de 10 mil habitantes que llegó a albergar esa zona, la población se redujo a unos cientos que se quedaron a sufrir la tóxica polución.

Es sorpresivo y al mismo tiempo gratificante que precisamente dos libros de artistas contemporáneos tan disímiles como Gerber y Herrera coincidan en el tema de la minería y que ambos, además, se enfoquen en las consecuencias que esta actividad conlleva. Será que ya es incapaz de ignorarse su impacto: durante los últimos 30 años las concesiones a mineras extranjeras, principalmente de Canadá, han hecho del territorio mexicano su casa sin ninguna cortesía de por medio. Los dueños cuantifican positivamente su presencia, “proveen empleo e impuestos”, dicen, pero la versión de las comunidades locales es muy otra: por cada 15 mil pesos extraídos, sólo 15 centavos se quedan en ellas; la ganancia se va al extranjero y las pérdidas humanas y ambientales se quedan aquí. Las desgracias de la mina El Bordo y Nuevo Mercurio son sólo dos capítulos más del Capitoloceno, el periodo geológico definido por la extracción de recursos baratos —a veces gratuitos— naturales, humanos y no humanos. El periodo de nuestra crisis climática.

Sostengo el Capitoloceno y no Antropoceno porque no creo que desde “el largo siglo dieciséis”, desde la Revolución Industrial o desde 1945, tres probables inicios de acuerdo a historiadores ambientales —yo concuerdo con la primera—, hemos entrado “la era del hombre”. Lo que se ha vivido en los últimos 500 años es la expansión de la frontera de recursos naturales, humanos y no-humanos desde la isla Madeira, la primera plantación colonial de azúcar fuera de Europa, hasta los monocultivos actuales de la palma de aceite en el Sureste asiático. Llamarlo Antropoceno es impreciso y sumamente injusto porque no todas las personas a lo largo de este largo periodo son culpables de la emergencia climática que vivimos; algunos han sido víctimas y otros han acumulado riqueza a costa de la degradación de ríos, selvas y bosques. Decir Antropoceno es centrar la raíz del problema en uno de consumo y no de producción. Decir Antropoceno es aseverar que el problema es antropogénico —un hábito personal— y no capitologénico —de sistema político-económico—. Decir Antropoceno es inferir que los humanos, como tales, heredamos una tendencia destructiva hacia la naturaleza. Los datos, en cambio, arrojan otra realidad: si contáramos las emisiones de dióxido de carbono desde la Revolución Industrial hasta hoy día, sólo 1% de la población mundial es responsable, mientras que los actuales 800 millones más pobres, desde África, Asia hasta Latinoamérica, sólo han contribuido con 1% de las emisiones, pero están sufriendo las consecuencias más terribles del cambio climático —India es el ejemplo por antonomasia—. La literatura, como dice Ghosh, tiene una responsabilidad enorme porque puede reescribir aquella versión reduccionista y así señalar sistemas y responsables. Y, a final de cuentas, nuestro fracaso político para resolver la crisis climática, escribió George Monbiot, es un fracaso de la imaginación. De relatos. EP


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