Hijos de la loba, padres de los perros

La relación entre humanos y animales es compleja, aún más cuando se trata de nuestros canes. En este texto, Alejandra Vergara reflexiona sobre la familia interespecie, la supuesta antropomorfización de los perrhijos y la “necesidad” del Homo sapiens de diferenciarse del resto de los animales.

Texto de 03/08/23

Fotografía de un perro de raza pequeña a escala de grises

La relación entre humanos y animales es compleja, aún más cuando se trata de nuestros canes. En este texto, Alejandra Vergara reflexiona sobre la familia interespecie, la supuesta antropomorfización de los perrhijos y la “necesidad” del Homo sapiens de diferenciarse del resto de los animales.

Tiempo de lectura: 8 minutos

UNO

En julio de 1984, Koko, la gorila que se volvió famosa por su habilidad para comunicarse con señas, recibió un gatito como regalo de cumpleaños. Desde la navidad anterior, Koko le había comunicado a sus cuidadores que quería un gato y ahora que lo tenía, hechizada por su redondeado cráneo y sus ojos grandes y húmedos, lo llamó All Ball y lo llenó de cuidados y cariños. Era su gato y era su bebé.

La historia de Koko, aunque con particularidades, no es un caso aislado: no es raro encontrarnos, en medio de la melcocha que a veces supura el internet, con videos de perros que adoptan conejitos, gallinas que cuidan gatitos o capuchinos que arrullan titís. Qué tiernos, qué curiosos, qué simpáticos animales. Y aunque en el mundo fuera de las pantallas los casos de adopciones interespecie no son tan comunes, sí ocurren con la suficiente frecuencia como para llamar la atención de algunos investigadores que han tratado de explicar el fenómeno.

Si bien todavía no hay un consenso sobre a qué se debe este comportamiento, hay algunas hipótesis al respecto. Por ejemplo, todo parece indicar que este tipo de adopciones son más comunes entre animales en cautiverio que, al tener la supervivencia asegurada, pueden permitirse compartir sus recursos con crías de otras especies. También, según parece, son las hembras que no han tenido partos, las que están en una etapa avanzada del embarazo o las que se encuentran lactando después de perder a una cría, las que son más propensas a estas adopciones. Esto, claro, en las especies en donde son las hembras las únicas que cuidan a las crías.

No deja de parecerme extraña la sorpresa, ya sea pasada por el filtro de la cursilería o de la auténtica curiosidad, con la que nos acercamos a estos fenómenos. Pareciera que pasamos por alto un hecho que no podría ser más evidente: de entre todos los animales que vuelan, nadan y caminan sobre la tierra, es el ser humano el que más comúnmente adopta y cría a cachorros de otras especies. Cuidamos serpientes, aves, felinos y roedores, pero hay una notoria predilección: como si quisiéramos devolverle el favor a Luperca, la loba que amamantó a Rómulo y Remo, Homo sapiens es un animal que adopta a Canis lupus. Y lo hacemos con tanto fervor y tanta frecuencia que hay quien, con el índice del antropocentrismo señalando presto y feroz, considera necesario recordarnos lo que no se le recuerda a Koko ni a los capuchinos ni a los delfines que adoptan otros animales: que esas crías no son nuestros hijos.

DOS

No son nuestros hijos: qué necesidad de apuntar lo evidente. Y, sin embargo, hace un par de años, cuando regresé de ver el cuerpo de mi perro en la plancha del veterinario, lo que repetía entre sollozos era “mi bebé, mi bebé”.

No importa qué tan cachorros hayan llegado, los perros no son hijos y habrá que verlos envejecer. Justo por eso llevo algunos años mentalizándome de que Luvina, con más de una década sobre los huesos, es un perro viejo y que morirá algún día. Eso: la muerte de Luvina. No puedo estar preparada, pero sé que vendrá. Pero los perros no son hijos y Gigi, un perro joven y musculoso y de pelaje negro brillantísimo, no pudo jamás decirme que no se sentía bien. Su fuerza de caballo y su amor caótico y alborotado ocultaron lo que, si hubiera sido un hijo, quizá me habría podido comunicar. Mi perro murió sorprendiendo hasta a su veterinario que no se pudo explicar bien a bien qué le pasó. 

Sin embargo, nos comunicábamos. La última cosa que le enseñé fue el comando “adentro”. Acababa de llegar su transportadora. Aprendió a meterse con una velocidad asombrosa. La última cosa que me enseñó él a mí fue su carita iluminada cuando lo visité en el veterinario. El día que murió, el animal que soy sentía el impulso de meterse en la transportadora. Quería meterme ahí y llorar y llorar y quedarme dormida ocupando el mismo espacio que él había ocupado, como buscando estar cerca de él. Pero los perros no son hijos y me pregunté si esa reacción no era demasiado dramática y mejor me metí a llorar a la regadera. 

TRES

Pero, aunque no sean nuestros hijos, hay un hecho indiscutible: para muchos humanos, los perros son familia. Tan es así que apenas hace unas semanas un tribunal reconoció, por primera vez en México, la figura de la familia multiespecie. Como ocurre siempre con casi todo en nuestros días, de las cloacas de internet brotaron opiniones: pareciera que cada que se gana un reconocimiento para la condición jurídica o social de los animales, hubiera quien siente la imperiosa y muy antropocentrista necesidad de recordarnos que nosotros, Homo sapiens somos el proverbial mono del pastel. Uno tras otro sacan a asolearse los mismos argumentos manidos: que si qué barbaridad lo mucho que estamos antopomorfizando a los perros; que si por qué no mejor no nos ocupamos de cosas “más importantes”; que si alguien, por favor, puede pensar en los niños.

“Hablar de la antropomorfización animal es un asunto peliagudo porque nos obliga, en primer lugar, a preguntarnos a qué diablos nos estamos refiriendo cuando hablamos de antropomorfizar.”

Me llama la atención, particularmente, el primer argumento: el de la antropomorfización de los animales, específicamente de los perros. Hablar de la antropomorfización animal es un asunto peliagudo porque nos obliga, en primer lugar, a preguntarnos a qué diablos nos estamos refiriendo cuando hablamos de antropomorfizar. La respuesta fácil es la del diccionario: antropomorfizar es atribuirle características humanas a algo no humano. Pero si jalamos un poquito el hilo nos daremos cuenta de que esta definición no nos está diciendo mucho. ¿Qué son las características humanas?, ¿qué es esa cosa que nos diferencia de los animales? Las ratas se ríen y les encanta que les hagan cosquillas; en Moscú hay pandillas bien estructuradas de perros callejeros que viven tranquilos en la periferia y toman el metro todas las mañanas para ir a mendigar al centro; los cuervos tienen rituales fúnebres y obsequian objetos brillantes a sus benefactores; hay aves que se tiñen las plumas para indicar su rango en la jerarquía social o elefantas que se reúnen para celebrar cuando otra hembra da a luz; hay pericos, perros, chimpancés, caballos y gorilas que comprenden un número considerable de palabras humanas. ¿Qué es entonces lo que nos vuelve humanos? ¿No será, más bien, una cosa increíblemente tenue y aleatoria?

Pareciera que detrás de esa necesidad de marcar a rajatabla la frontera entre lo humano y lo animal se oculta un miedo, casi creacionista, de no reconocernos a nosotros mismos como los mamíferos plantígrados que somos. En su libro Un animal es una persona, Franz-Olivier Giesbert reflexiona sobre esta necesidad de Homo sapiens por separarse del resto de las bestias: “hemos llegado, en nombre de un antiantropomorfismo, a negar todos los sentimientos de los animales, porque los acercarían a nosotros y, de ese modo, podrían llevarnos a que nos hiciésemos preguntas sobre nuestras propias personas”. Quizá lo único que nos diferencia de los animales es que nosotros fingimos, con todas nuestras fuerzas, que no somos animales.

Como si el asunto de la antropomorfización no fuera lo suficientemente complejo por sí mismo, cuando hablamos de los perros se vuelve todavía más intrincado. Los perros, no lo olvidemos, son lobos. Esos pugs regordetes, los elegantes afganos, los chihuahuas temblorosos: Canis lupus todos. La única diferencia es el apellido familiaris al final del nombre, porque, aunque son lobos, basta verlos para saber que no lo son. Los perros son lobos que se hicieron a nuestro modo: a lo largo de los últimos 30 mil años, estos animales han ido evolucionando junto con nosotros y se han adaptado a nuestras necesidades, pero también a nuestros gustos y nuestros caprichos. Es decir, por definición, un perro ya está antropomorfizado. Cosa curiosa que la existencia de perros pastores, de caza, policías o de rescate no parezca, tan a menudo, una antropomorfización a aquellos que arrojan el término ante cualquier indicio de una relación familiar con un perro. ¿Cómo es que no debemos antropomorfizar a un animal que, literalmente, cambiamos para que pudiera servirnos y habitar con nosotros?

Dentro de esta modificación de la especie, también se contempló, desde luego, al perro como un animal cuya única función es la compañía: las razas falderas acompañaron, alrededor del mundo, a los aburridos nobles que pasaban las tardes sofocados en el ennui de la vida palaciega. Desde muy pronto, los seres humanos encontramos en esos simpáticos y aniñados animalitos una compañía fiel y divertida con la que podíamos relacionarnos. Muchas veces, cuando se habla de la antropomorfización de los perros, se está hablando de una especie de hipérbole en esta relación. Por lo general, a quien se acusa de ese tipo de antropomorfización es a ese colectivo al que siempre se le achacan todas las perversiones de la sociedad: “las nuevas generaciones”. Esas que ya no buscan tener hijos, y entonces, como aquellas hembras nulíparas del reino animal, sienten la necesidad de tomar a un perrito como su cría, su perrhijo, lo llaman en uno de los más espantosos pormanteaus del español, y, como tal, le ponen todos los días una pijama diferente, lo alimentan con cuchara y lo sacan a pasear con su carriola.1 Siempre es más fácil atacar a versiones caricaturizadas de lo que nos molesta.

Pero este trato no es ni nuevo ni necesariamente una antropomorfización. En su libro Anecdotes of dogs, publicado en 1846, Edward Jesse consigna cómo la gente gustaba de colgar listones naranjas para adornar a los pugs y disfrazaba, hasta con pelucas empolvadas, a un montón de poodles que, entrenados para caminar sobre sus patas traseras, representaban piezas teatrales:

“Los perros que representaban a las damas iban vestidos con sedas, gasas, encajes y listones alegres. Algunos llevaban flores artificiales y rizos; otros lucían elegantes tocados empolvados y con pomada, acompañados de gorros y adornos colgantes, creando un contraste cómico con las características de los animales. Por otro lado, los animales que representaban a los caballeros estaban ataviados de manera recatada; algunos como jóvenes galanes y otros como caballeros de edad avanzada, en sintonía con su grado de habilidad, ya que los más jóvenes se mostraban más atentos hacia las damas.”

Las descripciones de Jesse nos hacen pensar en algunos de esos perros modernos que, metidos en sus tutús y con sus tenis, también parecen llevar un disfraz, sin embargo, contra lo que podría parecer, en muchos de estos casos no estamos ante una antropomorfización, sino ante otra cosa. Muchos de estos animales no están siendo tratados como humanos sino como juguetes. A lo largo de la historia, el ser humano ha sometido a los animales a un proceso de objetificación y en matera animal, hay de objetos a objetos. Uno de los múltiples modos en los que nos hemos relacionado con los perros es como objetos de confort y entretenimiento. Basta ver cuántos perros se obsequian en navidades y cumpleaños y cuántos de los animales que recibimos en casa terminan, en el mejor de los casos, como otro juguete olvidado en el patio.2 Esto es una generalización, claramente, y no significa que ponerle un suéter a tu perro sea objetificarlo, como tampoco significa que se esté antropomorfizando: las relaciones que creamos con nuestros compañeros (animales o humanos) son únicas y tienen sus propias reglas, pero para poder entablar cualquier tipo de relación es fundamental trascender la idea del animal como objeto.

CUATRO

Cuando Luvina era cachorra pescó una infección terrible. La llevé en brazos, enfermísima, al veterinario a las tres de la mañana. Los perros a veces se sienten como hijos. En su adolescencia, jugábamos luchitas y nos peleábamos y, si me descuidaba, me robaba la comida: algo así como tener un hermano. Alguna vez, alguien se metió a la casa mientras yo dormía y Luvina, ferocísima, lo mantuvo a raya contra la puerta. También, cuando me sentía hasta el cuello en el fango de la depresión, fue su hociquito amoroso el que me cuidó. A veces, uno es hijo de sus perros. Ahora que, como dije más arriba, es un perro viejo, de pronto tiene momentos en los que despierta un poco desorientada, a veces está achacosa y adolorida y yo le doy su medicina y le recuerdo quién es, quién soy, quiénes somos. Cuando tenemos suerte, los perros se nos vuelven abuelos. Y es que, muchas veces, aunque no sean ni nuestros hijos ni nuestros hermanos ni nuestros padres ni nuestros abuelos, los perros son, al mismo tiempo, toda nuestra familia.

Medidas como la de la creación de la figura de la familia multiespecie nos acercan cada vez más no a la temida antropomorfización de los animales, sino a una comprensión más profunda y cercana de las particularidades de los vínculos estrechísimos que creamos con nuestros perros. EP


Referencias

  • – Giesbert, Franz-Olivier. Un animal es una persona. Alfaguara, 2016.
  • – Jesse, Edward. Anecdotes of dogs. The Project Gutenberg, 2008. Disponible en línea.
  1. No puedo no detenerme aquí para consignar que, mientras escribía e investigaba para este texto, mi opinión sobre las carriolas para perros cambió y, como casi todo sobre lo que uno se informa un poco más, dejó la del categórico rechazo. Una carriola puede, por ejemplo, darle a un perro viejo y con movilidad reducida, la posibilidad de acompañar a su humano en un paseo largo y recibir los estímulos sensoriales que ofrece una salida al aire libre. []
  2. Siempre que veo a alguien infartado por los perros en carriolas y la premura con la que apuntan el maltrato, no dejo de sentir una especie de falsedad en la acusación. Como si quisieran esconder su repulsión por la relación bajo el disfraz del maltrato porque, si bien es cierto que este trato puede llegar a ser objetificador, en un país como México hay, y por mucho, más perros en azoteas que perros en carriolas. []
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