Las flores brotan y el agua se marchita

En medio del caos cotidiano en la CDMX, Andrea Ruiz González escribe esta crónica sobre el mercado de flores en Xochimilco y reflexiona cómo el espacio urbano ha mermado la vegetación que nos rodea.

Texto de 30/03/23

En medio del caos cotidiano en la CDMX, Andrea Ruiz González escribe esta crónica sobre el mercado de flores en Xochimilco y reflexiona cómo el espacio urbano ha mermado la vegetación que nos rodea.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Eran las once y media de la mañana cuando la luz del mediodía acechó el Mercado de Flores Madre Selva, ubicado en la colonia Xaltocan, Xochimilco. Caminé por una calle en la que los autos ya no eran la prioridad. Miré el mercado con ansias de encontrar algo peculiar, los comercios estaban repletos de macetas sujetadas del techo con ramas largas y, atascados de vegetación, parecían necesitar escupir algunas plantas. Había dalias de tonos distintos de rosa, con sus pequeños pétalos amontonados y de aspecto esponjoso; lavandas con floración morada en la punta de sus delgados tallos aterciopelados, largos, apuntando hacia el cielo como si quisieran tocar el sol; algunas azucenas que, en sus cientos de variedades, quizás coincidan en tener apenas unos cuantos pétalos pegajosos y gruesos, peculiares porque exhalan una fragancia agradable cuando están a punto de morir. El olor a tierra mojada del lugar hacía honor a los vocablos náhuatl del gran lago: Xochitl, flor y Milli, campo. Caminar cuatro cuadras fue suficiente para encontrar tres altares a la Virgen María, adornados de rosas blancas, rojas y amarillas. 

Wikimedia Commons

Entré al invernadero, una estructura larga con un pasillo central que la atraviesa de extremo a extremo con puestos de plantas pegados en fila, dispuestos uno tras otro. Frente a mí, un comercio inundado de buganvilias color fucsia. Si sus tallos fueran velas, sus pétalos fosforescentes serían el fuego de sus mechas prendidas. A pesar de ser una flor que se rompe con facilidad por sus pétalos delgados y quebradizos, no me provocan delicadeza. Me acerqué a ellas, toqué un par sin ninguna cautela y eso me hizo sentir ligera. Las adoro por su belleza inherente y por su liviandad. 

En aquel local, se levantó una señora de su silla y me saludó. “Aquí están las flores más lindas”, dijo. Su nombre es Anastacia, originaria del pueblo de San Gregorio Atlapulco. Tiene 65 años y vende flores desde que tiene memoria, siempre acompañó a su mamá y papá a vender plantas, hasta que fallecieron por vejez. “Desde su partida”, me comentó, “las flores del mercado son una ofrenda gigante para ellos”.

“Con la fortaleza del agua que circula en su interior —que captan de las lluvias ya de por sí limitadas en la ciudad— no le piden permiso a las calles para crecer, lo rompen y se abren paso”.

Afuera del mercado todo era aceleración. “Con permiso, señorita”, me dijeron varias veces. Esa petición me recordó a las plantas citadinas que logran mantenerse con vida a pesar del concreto de las banquetas. Con la fortaleza del agua que circula en su interior —que captan de las lluvias ya de por sí limitadas en la ciudad— no le piden permiso a las calles para crecer, lo rompen y se abren paso.

Contrario al ritmo acelerado que orbita al mercado, el interior del invernadero tenía una pasividad y quietud extraordinaria. Los rayos del sol de las doce de la tarde lograron tocar mi espalda y algunos pétalos de las flores que estaban frente a mí. La sensación de que no ocurría absolutamente nada me acarició con suavidad. Pensé que las raíces de las plantas son como las relaciones sociales de su alrededor: enmarañadas pero con una lógica sigilosa, repetitiva y exacta.

Anastacia me contó que sus plantas absorben su estado de ánimo. Lo cree firmemente. Para mantenerlas lindas siempre va a trabajar con una sonrisa. Se sienta en su silla todo el día, es comerciante pero también una observadora tenaz. Me dijo que vender flores es un trabajo serio; así como hay quienes trabajan con gasolina, ella se siente suertuda de vivir entre girasoles, tulipanes y orquideas. Al hablar con ella, su rostro y su voz quedaron arropadas por la vegetación fresca a su alrededor, imaginé que en ambas habita un árbol como el de Octavio Paz en su poema “Árbol adentro”.

Anastacia me vendió una planta de romero que tenía un olor intenso. Me dijo que me la llevara a casa para poder quitarme la noche. “La noche está llena de malas energías. Al llegar a tu casa, da unas vueltas alrededor de ella, te jalará las malas vibras. Una se viste con la luz del sol pero también con la oscuridad del final de los días, por eso para dormir, una se tiene que quitar la noche. Las palabras de Anastacia me hicieron creer que tengo insomnio por sentir el relente de la noche sobre mí. 

Mientras sonaba “Secreto de amor” de Joan Sebastián, Anastacia me contó de Nelly, su vecina del local de atrás. Nelly es vendedora de flores y plantas medicinales. Para saludarla, esperé a que un señor eligiera las bolsitas que compró. “Me puede dar diez de prodigiosa, por favor, ve que son para bajar el azúcar de la sangre”. Nelly las tomó y las acomodó en una caja de cartón. El señor continuó: “Dame cinco de estafiate para el dolor de estómago”. Tomó su caja y se despidió. Nelly me contó que su abuela le hacía té de buganvilia para la buena digestión o de tomillo para las náuseas, también le ponía hojas de aloe vera sobre las heridas. Ahora le transmite a sus clientes los saberes que aprendió de ella.

“Si el mercado fuera un cuerpo humano, las palabras repetidas de aquellos consejos curativos serían los latidos que mantienen con vida el invernadero”.

En muchos de los comercios había plantas medicinales, lo supe porque al caminar escuché a las vendedoras compartir algunas recomendaciones a sus visitantes: preparar esencias, colocarlas directo en la piel irritada o mezclarlas con cremas corporales. Si el mercado fuera un cuerpo humano, las palabras repetidas de aquellos consejos curativos serían los latidos que mantienen con vida el invernadero. Me sentí dentro de un organismo con su propia frecuencia cardiaca.  

Así como Anastacia es una observadora empedernida, Nelly es una profesional de las despedidas. “En el mercado he aprendido a despedirme de mis plantas”, me comentó. Nelly conoce las afecciones implícitas en cualquier gesto de cuidado así como el esfuerzo necesario para mantener con vida lo que amamos; en su caso, sembrar semillas. Hay sentimientos involucrados en verlas germinar y crecer cada mañana hasta que alguien las lleve a su nuevo hogar. “No te creas, dejarlas ir a otra casa es un aprendizaje cotidiano de desapego”, me dijo. Nelly le echa agua a sus plantas y se levantan como agradeciéndole por el cuidado que les da.

En algunos de los huertos de Nelly están las plantas que cultiva en su casa: stevia, orégano, insulina, prodigiosa, hinojo, romero, mitro, marrubio, siempreviva, acelga, betabel, espinaca, lechuga, arugula, kale, cilantro, perejil, jitomate, fresas, hierbabuena, cilantro, romero y ruda. Angelica, una señora de pelo chino esponjado, pidió una bolsita de lechuga y me platicó que colocaría la lechuga en su jardín y cuando lo necesite, cortará un par de hojas de la parte de abajo, la planta seguirá creciendo, ella volverá a tomar un par de hojas, crecerá un poco más hasta que después de unos cuatro meses aproximadamente se termine. Después de eso, volverá a sembrar la semilla para que vuelva a germinar. 

Me despedí de Anastacia, Nelly y Angélica. En la salida del mercado me crucé con Julián, un señor que cuida autos en un estacionamiento. Sus recuerdos lo asaltaron cuando le pregunté hace cuánto trabajaba ahí. “Hace tanto que todavía existía el gran jardín de amapola”, me respondió. “Había llaves de agua y de ahí tomábamos para nuestras casas. En ese ojo de agua también jugábamos. Era un gran pozo cercado por piedras en el que ahora no hay nada. El jardín está triste”, dijo Julián. Su nieta Brenda, de trece años, no conoció el lugar pero a veces le platica. Esos diálogos con su nieta podrían traducirse en regar sus memorias, mantenerlas frescas. 

Al mantener vivos los recuerdos de lo que un día hubo en esta ciudad que se seca, la gente produce estelas en constante movimiento. Me fui a casa con la idea de que en Julian corre agua, como el poema de Andrea Alzati:  

una mínima distracción

y el paraguas se queda colgado

en el interior tibio de la casa

así, mínimas

irán cayendo cada una

de las gotas de lluvia

de una tarde cualquiera de julio

así, como cualquier otro

volverás a ser el cuerpo

de agua viva. 

*

Alguna vez, Gabriel García Márquez escuchó decir a un niño: “Las flores son gente”. Las flores no son de la gente, las flores son gente. Supongo que las plantas y las flores son como personas porque tienen la capacidad de adaptarse a cambios y circunstancias imprevistas. De hecho, la vegetación que vive en contextos urbanos, como nosotros, también se enfrenta a la contaminación auditiva. 

Por ejemplo, el ruido de las grandes ciudades impide que las aves se comuniquen a través de sus sonidos. Desubicar a su bandada no solo pone en riesgo su supervivencia, sino también la de los árboles que dependen de ellas para reproducirse. Este proceso biológico es el mutualismo descrito por Darwin. Las grandes ciudades se imponen, atraviesan los ecosistemas construidos en comunidad e irrumpen las relaciones mutuas. 

“Al adentrarme en el mercado, percibí una sensación de quietud que chocó con mi ritmo frenético. Experimenté una pausa cálida y acogedora, en donde no había lugar para la prisa”.

La reciprocidad entre el mundo vegetal y el animal me hizo preguntarme si yo devuelvo algo a los árboles a cambio de regular la temperatura del ambiente y mantener el aire limpio de la ciudad que habito, que respiro. Puede ser que haya algo en el acto de reciclar, una práctica que realizo en casa, aunque investigar de dónde viene lo que consumo y el impacto que puede —o no— tener en el medio ambiente, toma tiempo que no tengo. Para leer y reflexionar necesito detenerme: una acción que no encaja del todo en el ritmo acelerado de mi vida en la ciudad. Al adentrarme en el mercado, percibí una sensación de quietud que chocó con mi ritmo frenético. Experimenté una pausa cálida y acogedora, en donde no había lugar para la prisa.

Pero la celeridad me rige a mí, a mi ciudad y a la escasez de los recursos naturales. “Pronto estaremos peor”, entendí de un titular alarmista que leí en algún periódico. Y viene a mi mente Julio, que bien me lo dijo: “estos ya no son los tiempos del agua”. También pienso en Carlos Monsiváis, quien escribió en su libro Los rituales del caos que en México cunden las sensaciones del fin del mundo, junto a la irresponsabilidad social y la resignación, pero también —sobre todo— la esperanza. Si el agua es un derecho humano fundamental, su escasez no solo es el indicio de una catástrofe, sino también el motivo para que la sociedad mexicana desarrolle proyectos esperanzadores como Isla Urbana, una iniciativa que diseña e instala sistemas de captación que tratan el agua de lluvia para el uso doméstico, particularmente en donde las personas carecen de ella. Esfuerzos sociales hay muchos y faltarán más. Pero como también dijo Monsiváis: en un país sin remedio, uno se convierte en un optimista radical. 

Ahora me pregunto si las flores del Mercado Selva Madre sabrán que mientras ellas brotan, el agua de la Ciudad de México se marchita. ¿Qué nos dirían? EP

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