Luigi Amara habla de la posibilidad que nos ofrecen las nuevas tecnologías de una lectura compartida y de una marginalia virtual.
Atractores extraños: La marginalia virtual
Luigi Amara habla de la posibilidad que nos ofrecen las nuevas tecnologías de una lectura compartida y de una marginalia virtual.
Texto de Luigi Amara 07/02/20
Di cuenta hace unos meses, en estas mismas páginas, de mi gusto incorregible por la marginalia, por esos apuntes y garabatos laterales en los que la lectura se deja llevar por la tentación de escribir, espoleada de algún modo por un impulso “activo” y para algunos irreverente de intervenir e inmiscuirse en la materia escrita, de acompañar el texto con toda clase de anotaciones y énfasis y preguntas y hasta dibujitos. Quiero añadir ahora que puesto que mi afición se gestó en esa época que hoy llamamos “pre-digital”, en ese pasado “analógico” en el que todavía reinaban el lápiz y la pluma Bic —un pasado que, a la distancia de apenas unas décadas, ya se antoja irrecuperable y demasiado remoto—, no me había detenido lo suficiente, casi como si no formaran parte de su linaje, en todas las derivaciones que hoy proliferan en el espacio virtual, en ese impresionante submundo de comentarios y apreciaciones, de referencias y también insultos que hoy genera prácticamente cualquier contenido en internet, y que bien cabría considerar como las nietas enloquecidas de la vieja marginalia, de esos apuntes todavía materiales y secretos que procuran mantener la pertinencia, aunque no siempre guarden la compostura.
En aquel entonces, en ese horizonte acotado de papel y tinta en el que no había más que volcar nuestras impresiones al lado de la mancha impresa (hablo de las postrimerías del siglo xx), apenas se vislumbraba la idea de las tabletas y los libros electrónicos, y no se podía ni siquiera imaginar que algún día sería no sólo posible, sino también muy socorrida y aceptada, una modalidad de lectura compartida en la que, gracias a las nuevas tecnologías, la marginalia alcanzaría su auge y su imprevisible apogeo, hormigueando de forma desbordada en una orilla inaparente y en principio ilimitada que no se parece en nada a la franja escueta de los libros de papel, sino, en todo caso, a una auténtica nueva dimensión, a un más allá del libro en el que tanto los escolios eruditos como los chistes zafios bullen y se contradicen en una sucesión extraña e inasimilable, conformando una masa escrita que no pocas veces duplica o triplica la del libro original.
Quizá en respuesta directa a que durante mucho tiempo el acto de la lectura ha cargado con los estigmas de lo solitario y lo pasivo, hoy cada vez más lectores prefieren realizar su lectura electrónica acompañados de las capas de subrayados virtuales que ha recibido el libro elegido, así como de las opiniones, dudas y polémicas que despierta, gracias a lo cual la práctica de la lectura ha podido recuperar, así sea a través de la distante y un tanto gélida comunión que consienten los dispositivos electrónicos y las pantallas conectadas a internet, aquel cariz no únicamente colectivo, sino incluso simultáneo que había perdido hace siglos al dejar de ser un ejercicio oral y reducirse a una tarea más bien típicamente receptiva y silenciosa.
Hoy basta activar la opción indicada en un e-book para que la catarata proliferante de apuntes marginales transforme la experiencia de la lectura en un atisbo de asamblea o de lectura tumultuaria —incluso en tiempo real—, lo cual presenta la ventaja añadida de que, removibles como son, esas anotaciones y subrayados no tengan por qué alarmar a los puristas del libro, a los infaltables defensores de la Obra como una entidad que casi no se debe tocar y que definitivamente no se mancha (si bien queda abierta la interrogante de si puede haber fundamentalistas del libro que acepten en principio los aparatos electrónicos…).
A cambio de que las monstruosas corporaciones de software lo sepan todo sobre nuestros hábitos de lectura en la esfera virtual, sobre nuestras preferencias y ritmos como e-lectores, sobre lo lejos que llegamos con ciertos libros y sobre la página exacta en que los abandonamos; a cambio de regalarle a los motores de metadatos información detallada sobre los pasajes que nos parecen relevantes y sobre aquellos que nos arrancan exclamaciones o perplejidades o vértigo (lo cual puede ser tan impúdico y comprometedor, pero al cabo quizá tan inofensivo, como hacer públicas nuestras radiografías), ahora se cuenta con una auténtica orgía marginálica al alcance de un botón, con capas y capas de subrayados y comentarios arborescentes que crecen y crecen debajo de los apacibles renglones y que, a diferencia de los antiguos palimpsestos medievales, se pueden estudiar aisladamente o bien como parte de gigantescas bases de datos, cuyo procesamiento quizás acabe por revelar mucho más sobre la práctica literaria y su recepción —y en conjunto sobre el arte de la escritura— que todos los análisis críticos y académicos que se han acumulado a lo largo de la historia…
A diferencia de aquellas otras continuaciones, no menos desbordadas pero acaso más artísticas que encontramos en los ejercicios de tachado, subrayado, borradura y collage presentes en los movimientos de vanguardia y en la escritura conceptual, en los cuales la lectura y sus distintos énfasis se han convertido en una nueva forma de escritura y de creación, a medio camino entre la plástica y la poesía, en el espacio más horizontal y abierto de internet la marginalia adopta un perfil caótico y pantagruélico, más incontrolable y en ocasiones altisonante, que por momentos parece salirse de control. Ese grado de impremeditación y espontaneidad que caracteriza a los apuntes periféricos, se ve acrecentado por el anonimato y la inmediatez que imperan en el ciberespacio, aunque también por la respuesta masiva, por el efecto contagioso de opinar como parte de una reacción en cadena, gracias a lo cual todo aquello que difícilmente podría esperarse en los terrenos del orden y la relevancia se gana en los de la frescura y la autenticidad.
Pero quizá la consumación del furor de la marginalia, su realización plena y del todo imprevista, no llegaría sino hasta fechas recientes con los experimentos de lectura colectiva a través de Twitter, que ya desde el comienzo se planteaban como una suerte de tertulias virtuales, salones literarios sin sede fija, globales aunque estrechamente interconectados, en que cientos o miles de personas se reúnen alrededor de los clásicos, en una horizontalidad inédita a favor del disfrute y la conversación libresca.
Si ya es de maravillarse y aplaudir que una muchedumbre desperdigada vuelva de pronto sus ojos a libros como Las metamorfosis de Ovidio o La odisea de Homero, lo es mucho más que lo hagan con disciplina y curiosidad, dispuestos a compartir su experiencia y a escuchar y aprender de los comentarios y asociaciones que la lectura despierta en los demás, publicados en la red social con una etiqueta común (por ejemplo #Dante2017, #Shakespeare2019 o #Nietzsche2020), hashtag que no sólo aglutina y crea una comunidad con algo de babélico y otro tanto de macarrónico —y, sin embargo, perfectamente funcional—, sino que posibilita asomarse a lo que se anota y discute sobre el libro incluso a quienes no se hayan decidido a subirse al barco virtual para emprender esa aventura con un bola de desconocidos de muchos países y edades que muy pronto dejarán de serlo, convertidos, en virtud únicamente de la confluencia de la lectura, en nuestros semejantes, nuestros hermanos.
A partir de la iniciativa del escritor argentino Pablo Maurette (la lectura inaugural fue la Comedia de Dante, y alcanzó a congregar, contra todo pronóstico, a decenas de miles de entusiastas), la línea de tiempo de Twitter se ha visto transformada en algo más que la sólita sucesión de memes, denuncias y descalificaciones: al menos bajo la contraseña de esas etiquetas lectoras, luce como la abarrotada y casi interminable orilla de un libro, como un auténtico paraíso de escolios, corolarios y ecos, campo fértil y siempre en mutación para una variedad de marginalia nunca antes vista, potenciada gracias a las distintas continuaciones que permite el ciberespacio, pero también gracias a la creatividad de la interconexión lectora, al diálogo a muchas voces y a la deriva que éste suscita.
Si bien este tipo de marginalia tuitera se distingue sustancialmente de la marginalia clásica en el sentido de que ha sido pensada desde el comienzo para ser compartida, para ser leída incluso al instante por los demás —con la consecuencia de que a menudo se diluye su proverbial mala leche, mientras que el didactismo y la pedantería se vuelven protagónicos—, lleva la idea de apunte hacia una región insospechada
y casi sin fronteras, abierta como está a lo intermedial, a las ligas hacia estudios críticos o bien hacia videos chuscos, a formas de erudición guasona o a memes serios y rimbombantes, a lo académico o lo diletante, a la moción de orden o a la asociación jalada de los pelos, lo cual, supongo, habría hecho brindar de júbilo al propio Edgar Allan Poe, quien defendía el carácter relajado, sin compromisos y hasta delirante de los apuntes periféricos.
Pero también hay que decir que este tipo de marginalia, que combina lo virtual con lo coral, novedosa y multifacética como es, no cancela en absoluto la variante clásica, pues cada quien puede seguir practicándola en la comodidad de su hogar, desde su habitual trinchera de papel, con medios más tangibles y más tradicionales como el lápiz o la pluma, o más elegantes como el post-it, por aquello de la fuerza de la costumbre o por los nexos que se establecen —a nivel mnemotécnico y no solamente— entre el cerebro y las manos, entre el tacto y las conexiones nerviosas cuando la lectura cuenta con su antiguo soporte material.
En ese espacio interzonal, que pertenece a todos y no es de nadie, de la micropublicación inmediata, caben desde los comentarios sesudos hasta las interpretaciones más chaladas, desde las bromas cultas hasta las etimologías más bien fantásticas, e incluso se podría decir que aquellos viejos papelitos que Poe adhería al borde de las hojas del libro para extenderse en sus consideraciones, hoy no sólo han crecido considerablemente en forma de hilos o trenzas de tuits, sino que se han metamorfoseado para dar pie a continuaciones digitales de toda laya —ya sea fotográficas, musicales o en video—, en las cuales la marginalia ha hecho eclosión y se ha reinventado por completo, permitiendo que los libros, en particular los que llamamos “clásicos”, sigan diciendo lo que nunca terminan de decir a un número impensado y cada vez mayor de nuevos y viejos lectores. EP