Nuevas órbitas: doce conversaciones con fotógrafos emergentes | Federico Rabinovich: la obsesión es un arte incomprendido

El escritor y fotógrafo mexicano Pablo Íñigo Argüelles conversa con doce fotógrafos de diversas partes del mundo sobre la práctica, su tiempo y la ciudad en la que todos confluyen: Nueva York.

Galería de  20/04/23

Tiempo de lectura: 6 minutos

Federico Rabinovich me habla de sus obsesiones mientras corta un pedazo de filete que remojará en un saucier con bearnesa. Lo desaparecerá de un bocado y repetirá de inmediato el mismo ritual. Me habla de la intensidad de Nueva York que no es la misma de Buenos Aires, aunque muy parecida, casi igual; me dice que un domingo puede que sean arepas, al siguiente puede ser una lista de Spotify o el restaurante de la esquina de su edificio; otras veces será una galería, pero que siempre se obsesiona, con todo lo que implica eso, obsesionarse: con la primera impresión, la gracia, el enamoramiento, la ansiedad, el aburrimiento, el abandono. 

Y algo de lo que me dice en este club privado del Lower East Side girará en mi cabeza hasta unos días después, cuando sea testigo de un incidente callejero no muy lejos de donde estamos sentados ahora: Nueva York te devora y luego, si no le gustas, te escupe. No hay más, no hay medios, uno o lo otro, quizá por eso es que Federico y Nueva York se entienden tan bien, porque para Federico no hay medios, yo no tengo grises.

Luego, para cuando el mesero ha venido a llenarnos los vasos con agua helada, hablamos de escapar. 

La primera vez que me escapé fue cuando tenía 15 años y lo hice por amor, me enamoré de un chico. Federico escapó de su natal Carlos Casares para ir a un internado salesiano. Años después iría a Buenos Aires y con ella llegaría la toxicidad de la urbe, la nube de excesos; pero también, dice, el autoconocimiento. Federico conoció sus dualidades, no sólo la de haber crecido en un hogar mitad católico, mitad judio, sino la ambigüedad de mirarse al espejo cada día e intentar sin éxito entablar una conversación individual, en un lugar, un tiempo y una vida en la que nunca hay silencio: probé todo y toqué fondo, pero eso es lo que me ha traído aquí, es lo que me ha hecho ser como soy. 

Cuando me habla de los diferentes momentos de su infancia, de cómo fue saberse el primer artista de su familia, en cómo fue pasar de la incomprensión a la reconciliación consigo mismo, Federico lo hace como un fotógrafo y director de cine en sus treinta que ha tenido que aprender a ser un sabio prematuro para poder sobrevivir. 

En el camino sí, se pierden amigos, se ganan otros, me dice antes de dar un buen trago de agua, y luego, sobre su primer encuentro con la fotografía, no me habla como lo hace de sus otras obsesiones. De la fotografía, Federico se expresa como si hubiera vivido siempre con ella sin saberlo, hasta que un día, al sostener un negativo de 4×5, insertar la placa en el respaldo detrás del cristal, enfocar, quitar la cortina de seguridad y presionar el disparador remoto, todo cobró sentido. 

Contrario a todo lo demás, la fotografía se apoderó de Federico de un forma que no podrá expresar hasta que nos despidamos en la puerta de este lugar y me diga que la fotografía es una obsesión a la inversa, una que se deja contemplar. 

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En Nueva York el techo no existe, puedes llegar tan alto como quieras, me dice mientras pone los cubiertos sobre un plato vacío. Para Federico, Nueva York fue volver. No volver como se vuelve en un tango de Gardel, sino como se vuelve a una canción de Chavela Vargas: Nueva York fue también escapar.

En algún punto, cuando me habla de su vida en Ciudad de México, Federico me dice: si me estoy yendo por las ramas decíme, no quiero desviarme del punto. Pero a veces hay que irse por las ramas para entender el centro de las cosas; después de todo, creo, las digresiones son tan importantes como las conclusiones. Y para Federico México fue una digresión que le ayudó a consolidarse, a reconciliarse con él mismo, a dejar el pasado y mirar las posibilidades infinitas que le ofrecerían las relaciones públicas, la producción cinematográfica y la fotografía, en ese orden. 

Por eso, cuando Federico llegó a Nueva York tan sólo unos meses antes de la pandemia, lo hizo sabiendo que llegaba al lugar que más le inspiraba, un lugar repleto de obsesiones. Ahí fue cuando un mensaje de texto y cientos de llamadas se convertirían en un cortometraje que le llevó a ganar 15 premios internacionales:

Me llamaban buscando a una tal Linda. Yo decía, pero es que yo no soy Linda, dejen de buscarme. Todos los días, a todas horas me llegaban mensajes de texto dirigidos a ella. Me hablaban por teléfono, buscándola. Era una locura. Entonces dije, ¿por qué no cuento esta historia?

Y eso hizo. Una obsesión diaria, la de preguntarse quién demonios era esa persona que habría tenido antes su número de celular, lo llevó a iniciar su vida en el mundo cinematográfico. El cortometraje Who is Linda? lo puso en el mapa del cine mundial.

* * *

Una vez que vi el negativo de gran formato, no pude volver atrás. 

Hoy, Federico explora la fotografía de la misma forma que entiende Nueva York, un lugar sin techo, repleto de posibilidades, pero también, una ciudad llena de energías de las cuales él toma las que le van mejor, como si de la edición de una película se tratara. 

Hoy, Federico irá a la Metropolitan Opera House, uno de sus lugares predilectos de Manhattan, uno que le hace salir de su mundo por un momento. Federico se sentará y absorberá cada nota, diálogo, ironía. 
¿No es eso lo que haría alguien que considera a la obsesión un arte? EP

DOPSA, S.A. DE C.V