En este texto, Mariana Bernárdez se pregunta ¿quizá sea la inconmensurable rebeldía de no aceptar que la muerte sea un punto final y que lo amado no habrá de volverse a tocar? Recuperamos esta publicación de Este País de 2012.
Margen de equívoco
En este texto, Mariana Bernárdez se pregunta ¿quizá sea la inconmensurable rebeldía de no aceptar que la muerte sea un punto final y que lo amado no habrá de volverse a tocar? Recuperamos esta publicación de Este País de 2012.
Texto de Mariana Bernárdez 22/04/22
Comienza la sospecha con un dolor difuso y ajeno a lo conocido, provoca algo de desasosiego e hilvana su presencia de preferencia en la alta noche, cuando la ciudad aquietada recuerda días distintos, donde la descripción que hacían los antiguos del cielo estrellado era tan cierta, como esto que arranca del sueño. Voces que se vierten por el caracol del imaginario auditivo: no es el canto de la sirena invadiendo el sopor del argonauta que encuentra en la hondura del mar un horizonte promisorio de ventura; tampoco la enrarecida belleza de ídolos de piedra que en la mácula de su sonrisa mascullan entrañas ajenas a su desvarío. El temor acompaña el rastro de la melancolía, única verdad de alguna vez haber sido con otro, sea en la profusión de la niñez cuando la correría era suficiente para caer derruidos ante el reclamo del dormir, o sea en el abrazo donde el confín del cuerpo bastaba para saberse a buen recaudo.
La sospecha se afinca, pero no es una duda que pueda elevarse a pregunta, pues no se ha visto aquello que confirme lo que ronda el círculo polar de la intuición; lejos queda aún la orilla del razonamiento salvador cuya evidencia constata el quehacer del mundo. Zozobra. ¿Cómo puede “esto” hincar sus dientes con tal ferocidad cuando su inexistencia inclina la balanza de la improbabilidad? No hay un contorno que delimite su fisonomía, nadie puede confirmar con certitud su aparición, constatar que la mordedura proviene de algo conocido ni que ha quedado en la piel su dentellada. Pero al doliente le duele el costado, eso es todo, aunque sea incapaz de describir con precisión los síntomas que lo aquejan, ¿qué habrá de decir?, “espero con ansia el amanecer…”. El doliente calla para no ser tildado de loco, ¿quién habría de creerle que creyó mirar, entrevió algo moviéndose entre las ramas de los árboles, una sombra que no de luz, pero sí de luz, como si fuera un chasquido, pero no era un relámpago, sino una dulzura que al acercarse era capaz de una fiereza inexplicable, como si en ello le fuera la vida? ¿Y acaso el asombro del despertar no es una moneda que no sabemos si al caer dará una cara o una cruz?
La sospecha se afinca bajo la sombra de unos dioses cuya fuga es el eco prístino de un trino de pájaro rendido, porque los dioses caen cuando confunden la tierra con el cielo, y el hombre es la palabra más pura que revelaron sus plegarias…, pero ello se pierde en la mudez cotidiana del olvido, y de ese movimiento plenipotenciario de la psique brota la semilla que termina por ser preocupación. Entonces se prenden las veladoras y se celebran los ritos de ciclo arcano: solsticio o puerta, umbral donde espacio y tiempo pierden su afinidad y deslumbran por su toque inefable. Se otea el frente de la otra orilla, ¿de verdad?, ¿o es el humo acuciante de la hoguera de San Juan?, ¿o es el día donde el Bautista anuncia el pórtico de la Gloria a sabiendas de la altísima oscuridad del Gólgota?
Arden las fogatas y los relatos se han enredado en el girar de la historia. Todavía no amanece, a lo lejos el ulular de una sirena golpea el discurrir del pensamiento que en el conteo preciso de las horas murmura juegos, frases, ideas leídas y archivadas en algún pliegue de eso que se denomina “reflexión”. Resucitados fueron Dioniso y Lázaro, pero ¿quién en su sano juicio querría regresar a vivir en un cuerpo ajado por las sombras del Leteo? Cierto es que una vez tocados por el Misterio mucha cordura no habrá de durar. ¿Ruina después de lo escrito o huella de lo que se cuenta para dejar de temer a la muerte? Bien sabían los antiguos que el sueño es claustro de otros vuelos.
El perfil de las montañas enmarca el valle, estalla en la lejanía el naranja, acodada en la ventana y con la luz del alba sobre el rostro comprendo sin comprender el dolor en el costado, que no es nostalgia ni pérdida ni añoranza, no sé qué es. ¿Quizá sea la inconmensurable rebeldía de no aceptar que la muerte sea un punto final y que lo amado no habrá de volverse a tocar? Solo de mí quedarán estas palabras, sean más que un temblor que se arrodilla ante la benevolencia de unos dioses que en su trasiego aún rezan por los hombres. EP
*Texto publicado en 2012.
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