Teodoro González de León ensaya sobre la importancia de enseñar arquitectura en las universidades de la ciudad y del país, así como de promover la reflexión de la mano de estudiantes. Recuperamos este ensayo del número 160 de Este País.
La arquitectura como forma de vida
Teodoro González de León ensaya sobre la importancia de enseñar arquitectura en las universidades de la ciudad y del país, así como de promover la reflexión de la mano de estudiantes. Recuperamos este ensayo del número 160 de Este País.
Texto de Teodoro González de León 14/04/22
Recibir el premio Universidad Latinoamericana me conmueve y halaga, primero porque viene de una universidad, que cumple ya veintiocho años, y de la que nunca he sido profesor.
Me emociona y me alienta porque revela que otros —mis semejantes— se han fijado en mi obra.
La arquitectura ha sido para mí un modo de ser y estar en la vida. Practico un oficio muy antiguo (el primer arquitecto que consigna la historia, Imhoteph, es de la segunda dinastía egipcia, hace 6 mil años). El viejo “arte de construir” —como lo llama Mies van der Rhoe— se aprende lentamente en un proceso que nunca termina y exige una práctica constante e ininterrumpida.
Dije hace un instante que nunca he sido profesor, pero siempre he estado en contacto con los estudiantes, con charlas y encuentros, desde hace por lo menos treinta años. (Creo que he cumplido ampliamente con El Colegio Nacional que nos recomienda dar, por lo menos, diez conferencias al año.) El contacto con los estudiantes me renueva, me genera preguntas y me permite aclarar ideas y propósitos al concebir el espacio.
La creación sigue siendo un proceso misterioso que se resiste a una explicación. Octavio Paz —quien hoy cumpliría su 90 aniversario— decía que trasladar a palabras el “lenguaje mudo de la arquitectura” es siempre aproximado y difuso. Hay que hacerlo con base en aproximaciones desde distintos ángulos. Los encuentros con los estudiantes me permiten hacer esas aproximaciones que me van aclarando mis propias intenciones. Y creo que para ellos estas charlas significan el contacto con la práctica. El ideal de la enseñanza, el que preconizaba la Academia en el siglo XVIII, juntaba la práctica a la enseñanza: obligaba al alumno a trabajar en el estudio profesional del mismo arquitecto que le impartía composición arquitectónica en la escuela. Hace sesenta años, la escala de la ciudad de México nos permitió, a mí y varios alumnos, trabajar y estudiar simultáneamente. Desde el segundo año pude combinar el trabajo, en los despachos de Carlos Lazo, de Carlos Obregón Santacilia y de Mario Pani, con los estudios en la Escuela de San Carlos a dos cuadras de la catedral. La ciudad ha crecido desmesuradamente y esto ya no es posible para los estudiantes de arquitectura. Pero una escuela que invita a cuatro o cinco conferencistas al año pone en contacto a los alumnos con la práctica actual. Éste es el valor de estas charlas.
Sigo creyendo que el arte de construir es un oficio que se trasmite de maestro a aprendiz, en un proceso de copia y recreación. La gran pianista Maria Joâo Pires les dice a sus alumnos “copien a sus maestros; acercándonos a ellos es como encontrarnos las puertas que nos llevan a ser auténticos”. Félix Candela, el extraordinario estructurista y arquitecto que se refugió en México y nos dejó obras que todavía nos asombran y al que no supimos retener en su época de madurez, me decía: “yo empecé copiando abiertamente a los estructuristas franceses y suizos y, de repente me di cuenta que no los copiaba, lo que hacía ya era mío y diferente”. En estas sencillas palabras —con las que siempre hablaba Candela— está expresado ese complejo proceso de imitación- recreación. Los poetas, todos los grandes poetas, han dedicado parte de su creación a traducir a su lengua poemas de otras lenguas y de otros tiempos. Es una forma secreta y profunda de aprendizaje que los grandes poetas practican durante toda su vida, porque el aprendizaje nunca termina. Octavio Paz hablando de sus traducciones nos dice que “muchas son, más que traducciones, recreaciones e incluso imitaciones, en el sentido tradicional de la palabra”. El traductor, nos dice, “no tiene más remedio que inventar el poema que imita”. Aquí está expresado, esta vez por un gran poeta, el complejo proceso imitación-recreación. ¿Por qué me he detenido en este tema? Porque la copia, la imitación fue satanizada por la vanguardia del movimiento moderno hasta los años 50 y 60 del siglo XX y ha quedado como un tabú. En el Bauhaus, la escuela alemana que revolucionó la enseñanza de las artes visuales y la arquitectura, se sostenía, que la copia inhibía la imaginación del estudiante y se proponía en cambio, un adiestramiento con base en formas geométricas abstractas. Escuché a Josef Albers, el gran artista abstracto inventor de ese sistema, en varias de sus clases magistrales. Pero la realidad es que todos copiábamos: a los grandes arquitectos por sus libros y por las revistas y a las pocas obras modernas que se realizaban en esa época. La recreación, por la vía de la imitación, es el proceso natural de aprendizaje, un tema que las escuelas tendrán que afrontar de manera franca y directa.
La Escuela de Arquitectura de esta universidad tiene apenas tres años de vida, y sólo 60 alumnos. Ojalá que su crecimiento futuro sea moderado, guiado por una meta de excelencia.
Es oportuno aquí señalar un problema muy serio que afecta a la formación de los arquitectos en México. Actualmente estudian un poco más de 55 mil jóvenes en las escuelas de arquitectura de la República. Eso quiere decir que existen 550 estudiantes por cada millón de habitantes. Nuestros vecinos del norte tienen 96 mil estudiantes, o sea, 350 estudiantes por cada millón de estadounidenses. Tenemos mucho más del doble: 64% más estudiantes por millón de habitantes que el país con la economía más poderosa de la historia. Con el agravante de que en nuestro país, entre 50% y 70% de la construcción que se ejecuta no demanda la participación de profesionales de ningún tipo. Ignoro las causas —tal vez populismo— que nos han conducido a esta situación y, por supuesto, desconozco los remedios. Pero sí me atrevo a pensar que la gran mayoría de esos alumnos tendrá muy bajas probabilidades de hacer arquitectura y habrá una enorme competencia, en la que ganarán los estudiantes mejor preparados.
Me he enterado, con sorpresa, que en la escuela de arquitectura de esta universidad se imparten cursos libres de artes visuales los fines de semana. Creo que es muy positivo. Las escuelas de arquitectura y de artes plásticas —que siempre habían funcionado juntas— se separaron alrededor de la mitad del siglo XX y esto sucedió en casi todo el mundo. Se perdió el contacto entre las artes hermanas. Los cursos libres de artes visuales que ahora se imparten en esta escuela, se nos ofrecían, cuando estudiábamos en San Carlos, en la escuela de Artes Plásticas, que compartía con la de arquitectura el viejo edificio. Eso me permitió llevar un curso de grabado durante dos años. La arquitectura pertenece a la gran familia de las artes visuales, que en los últimos cincuenta años se ha enriquecido con nuevas ramas (videos, instalaciones, fotografía, etc.). Dentro de esa gran familia cada una de las artes se retroalimenta de las otras. Cualquier historia del arte nos muestra la concordancia entre las artes y cómo esa concordancia retrata y representa cada momento histórico.
Pero hay algo más: coincidiendo con la separación de las escuelas desapareció el curso obligatorio de historia del arte en la educación de los arquitectos (aclaro que ya existen, en el mundo y en México, varias escuelas que han vuelto a instalar ese curso). Siento que la historia del arte debe abordarse desde el inicio de la carrera para hacerle comprender al aprendiz que la arquitectura y las artes visuales en su conjunto y en concordancia revelan, retratan y representan a la sociedad de cada época. Y que esa va a ser su delicada tarea en el futuro.
Para terminar este largo preámbulo me gustaría iniciar la exposición de mis obras más recientes con un comentario sobre la ciudad; el escenario en que nos movemos como ciudadanos y en el que actuamos como arquitectos.
Desde que leí el libro Arquitectura de la ciudad de Aldo Rossi, entiendo a la ciudad como una obra de arquitectura que realizamos todos a lo largo del tiempo. Los arquitectos insertamos ladrillos en la gran obra de arquitectura que es la ciudad. Pero debemos tener muy claro que la ciudad no la hacen los arquitectos, la hace la sociedad en su conjunto. Rossi introduce otro concepto: dice que la ciudad es una manufactura y, como toda manufactura, tiene un estilo: la marca de la sociedad que la realiza. La ciudad se convierte así en el retrato y representación de esa sociedad. Las ciudades de Iberoamérica se parecen porque las sociedades que las realizan están hermanadas por la historia, la lengua y la cultura. Y nos sorprende la similitud de sus áreas marginales. Ver a la ciudad como una arquitectura nos permite entender la ciudad que llamamos histórica, que en realidad es la que remodeló la sociedad del siglo XIX y que se encuentra en las partes centrales de casi todas nuestras ciudades. Nos sorprende la uniformidad de esas áreas y, doblemente, porque sabemos que no tuvieron reglamentaciones de altura y paño, como muchas ciudades europeas. El orden urbano era un consenso de toda la sociedad que las construía. Los sistemas constructivos uniformes eran parte de la cultura urbana. En la ciudad de México, del siglo XIX y las tres primeras décadas del XX, el orden urbano era muy semejante con construcciones de dos y tres pisos. Los arquitectos, los clientes y los promotores de esas épocas sabían cómo insertar, cómo intervenir, en el área urbana conservando siempre un orden.
En la mitad del siglo pasado, en la ciudad de México como en todas las ciudades del mundo —incluidas las ordenadas urbes europeas— se rompe el consenso. La ciudad se resiste al orden porque la realiza una nueva sociedad plural, diversa y heterogénea. Muy distinta de la sociedad homogénea del siglo XIX. Esa ruptura es sumamente compleja y obedece a múltiples factores que no pueden tratarse en esta charla. Baste con anotar que hubo un cambio radical de escala en los establecimientos urbanos y en las infraestructuras para el transporte. Y el surgimiento de la vivienda colectiva dirigida a los grandes números no a las personas.
La ciudad contemporánea se volvió discontinua, contrastada y caótica. El azar y el contraste sustituyeron al orden y la homogeneidad. Es además un escenario en constante cambio. La imagen en la ciudad contemporánea se transforma radicalmente en 20 años. Lejos de toda añoranza, estoy convencido que la ciudad moderna ofrece a los arquitectos una enorme gama de nuevas formas de intervención. La ciudad moderna nos pide a veces crear formas a la escala de sus infraestructuras viales nos obliga a usar otras escalas y formas que se perciben a gran velocidad. Nos invita a pensar en otro tipo de orden, no basado en la uniformidad, sino en el manejo del contraste y la sorpresa.
Intervenir en la ciudad es el arte del arquitecto y, como veíamos anteriormente, todo arte se aprende de maestro a aprendiz, en un proceso de imitación-recreación, que tiene lugar en los talleres de composición de las escuelas y en el taller de arquitecto. Es en el taller de composición donde el estudiante debe aprender que cada edificio va formando el espacio público de nuestras ciudades. Hacerlos conscientes de la libertad enorme que la ciudad contemporánea les ofrece para intervenir y de su consecuente responsabilidad, porque cada intervención enriquece o empobrece el espacio público. EP
*Texto publicado en 2004
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