Me acuerdo de mirar, en la infancia, el refrigerador como si fuera una de las pirámides de Egipto, escribe Nélida Piñón sobre el refrigerador de su abuelo. Recuperamos este bello texto del número 175 de Este País
El refrigerador de mi abuelo
Me acuerdo de mirar, en la infancia, el refrigerador como si fuera una de las pirámides de Egipto, escribe Nélida Piñón sobre el refrigerador de su abuelo. Recuperamos este bello texto del número 175 de Este País
Texto de Nélida Piñon 15/04/22
En las alforjas de mi memoria, el Brasil es protagonista y cómplice. Sobre esta patria tejo consideraciones triviales, traigo la materia del sueño al plano de lo visible. Y traduzco la realidad que nos circunda a partir del hogar.
A fin de cuentas, la casa es, en su totalidad, la medida de todos. Ella refleja el tejido social en que nos movemos. Entre las paredes amigas, cercada de cosas inanimadas, reproduzco la vida y la historia brasileña en las extrañas analogías que hago. Así, un objeto, escogido al azar, simboliza de repente el esfuerzo colectivo de muchas gene- raciones.
La cocina, por ejemplo, es en realidad la fantasía del cuerpo. Allí afloran las tradiciones brasileñas. En medio de los olores y sabores, que exaltan los sentidos, se verifica el grado de progreso económico, se rastrea la genealogía brasileña. En torno del fogón todo tiene, entonces, expresión humana. La imaginación tropical, in- tensa e impúdica, emerge de las cacerolas de feijoada, de la sensualidad que apura el paladar.
En medio del torbellino de un escenario lleno de humo, el refrigerador sin duda se agiganta. Blanco y altanero, se parece a un árbol de mangos arraigado en el centro de un huerto nostálgico. Completamente fabricado en Brasil, orgullo nacional, es el protagonista de maravillas y de es- peranzas. En sus anaqueles y gavetas se esconden, junto al queso de Minas y a la mantequilla, tal vez algunas cartas de un amor prohibido.
Como un legítimo tótem urbano, nos sirve, este refrigerador, con resignada fidelidad y eficacia. Por eso merece que enaltezcamos sus caprichos tecnológicos y los detalles de su forma. Sobre todo por haber sido en el pasado un simple cajón de madera, con pedazos de hielo en el interior, y hoy exhibirse bello y consciente.
Frente a este refrigerador moderno, alabo el esfuerzo de tantos brasileños que se empeñaron en estos años para que llegáramos, finalmente, a disfrutar de estas dádivas contemporáneas. Sin embargo, no siempre fue así. Hace unos cincuenta años, cuando aún viajábamos en tranvía, el único consuelo era mirar con codicia las revistas extranjeras, en la expectativa de que un día, tal vez, adornaríamos nuestra vida y nuestra casa con aquellos inventos tan lejanos de nuestros sueños.
Me acuerdo de mirar, en la infancia, el refrigerador como si fuera una de las pirámides de Egipto. Un objeto de culto, cuyo hielo, acumulado, desafiaba el tiempo y preservaba los alimentos. Un regalo que el abuelo Daniel nos había enviado, bajo el impulso de su temperamento generoso y emprendedor. Por donde él pasaba, además, atento a su grey, iba extendiendo entre todos la noción de la mesa repleta. La comida debía sobrar en los platones, como prueba de que nadie se había privado de los manjares.
En Navidad, el pueblo ibérico salía del frigorífico del barco, atracado en la Plaza Mauá, hacia aquel refrigerador. Pieza hoy de museo, tenía en la base un grifo por el cual escurría el agua acumulada en su interior, proveniente del bloque de hielo cubierto con hojas de periódico. Gracias a tal recurso, la bestia del mar, de ocho piernas, es- peraba la hora de salir hacia la cacerola. Mientras tanto las noticias del día, leídas en la víspera, se iban disolviendo en la superficie del hielo, a medida que fertilizábamos la memoria con porciones inolvidables de aquel, entonces, cotidiano brasileño.
Sin embargo, ¿qué más recordar para saber quiénes somos? ¿De qué materia secreta está hecho Brasil? EP
* Traducción de Romeo Tello G.
*Texto publicado en 2005
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