Este ensayo forma parte de un libro en gestación, escrito en parte gracias al apoyo del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Su título es tentativo y trata, desde su forma fragmentaria e insular, sobre una de las pasiones que compartimos mi padre y yo: la posibilidad de la vida en otros planetas (Dharma Books planea publicar el librito resultante en algún momento durante o después de la pandemia).
Algunas verdades están afuera pero de otras es imposible saberlo
Este ensayo forma parte de un libro en gestación, escrito en parte gracias al apoyo del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Su título es tentativo y trata, desde su forma fragmentaria e insular, sobre una de las pasiones que compartimos mi padre y yo: la posibilidad de la vida en otros planetas (Dharma Books planea publicar el librito resultante en algún momento durante o después de la pandemia).
Texto de Luis Reséndiz 13/11/20
Cuando era niño me aficioné a subir a la azotea de la casa donde crecí. La residencia familiar tenía un pasillo lateral, que conducía del balcón frontal al patio trasero, con un sólido muro vecino de un lado y una pared con ventanas de oxidadas protecciones metálicas del otro. Parado en el pasillo, ponía los pies en una de las barras metálicas, empujando mi espalda contra el muro, y me impulsaba hacia arriba, aferrándome a las protecciones metálicas con mis manos mientras trepaba hasta el techo. A veces me raspaba las palmas: la casa exhibía aún filosos rebordes dentados de concreto, típicos de las construcciones malhechas o a medio terminar. Una vez en la azotea, caminaba un poco por la superficie de ella, como si por unos breves momentos yo existiera en un plano distinto al de los miembros de la casa bajo mis pies, conmovido por la vastedad del vacío celeste que pendía sobre mi cabeza; tan aterrado como fascinado por aquello que cierto escritor llamaba “la impresión de abismo que causaban [los cielos], como si uno pudiera arrojarse a ellos, volar al cielo, caerse en él”.
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La ufología no se estudia en la universidad: pese a que trae el logos en el nombre, no es considerada por la academia como una materia seria de estudio. No está sola: la acompañan en ese nicho la criptozoología o la ciencia paranormal. Las tres se mueven en la periferia del conocimiento establecido: reconocen algunas nociones de las ciencias académicas, pero refutan o pretenden complementar otras tantas; asumen como errónea mucha de la información que recorre los circuitos del conocimiento institucionalizado.
Para la ufología el universo es ancho y ajeno: lejos de vivir en un mundo en donde las leyes elementales han sido ya descubiertas y el saber se construye colectivamente, como una enorme muralla en la que cada científico acomete uno o dos ladrillos a la vez, el estudio de los fenómenos paranormales opera como si todos los días se pudiera redescubrir la arquitectura de la realidad. Los estudiosos de los objetos voladores no identificados, en su mayoría, no trabajan en un solo circuito institucionalizado, compartiendo sus hipótesis, errores y conclusiones con sus colegas de otras latitudes, sino que se esparcen por el mundo a través de asociaciones, clubes, publicaciones independientes, foros de internet y canales de YouTube, vinculados entre sí por la causa común de los extraterrestres, pero sin construir un saber colectivo. Esto no es algo que los ufólogos mismos pasen por alto: podrán creer que existen entidades que vienen de otros planetas y nos visitan en vehículos enloquecidamente veloces, pero no por ello son menos autocríticos. Algún ufólogo ha escrito que “la ufología es incapaz de crear un núcleo de conocimiento consensuado por todos”. Obligado por las circunstancias, “cada ufólogo que llega al tema por primera vez parece necesitar volver a crearlo todo de la nada, como si cada zoólogo tuviese que redescubrir la teoría de la evolución, o cada físico tuviera que encontrar sin ayuda la primera ley de la termodinámica”.
Esto, claro, posibilita que muchos charlatanes se instalen cómodamente en sus inexplorados terrenos y saquen tajada de lo que nace como una genuina —desordenada de acuerdo a los cánones científicos, sí; descuidada, si se quiere; carente o escasa de profesionalismo, si me apuran, pero genuina a fin de cuentas— búsqueda del saber, o de nuevas fronteras para los terrenos que ya conocemos. No es extraño: los campos más nobles y los sistemas más abiertos a menudo funcionan como granja para los intereses más abyectos. Es precisamente esa apertura hacia lo desconocido, esa mano permanentemente tendida a lo fantástico, la que atrae a los farsantes, que tratan a la fe como ingenuidad. En el centro de estas disciplinas, de estas aficiones infantiles glorificadas, se encuentra una ansiosa necesidad humana: la de saber que el mundo que se recorre es más profundo y más sorprendente de lo que aparenta.
La ufología, entonces, se parece más a la vieja observación del cielo, a la antigua astrología que a la moderna astronomía. Ambas, astrología y ufología, comparten la voluntad de hallar y descifrar las tramas celestes que se dibujan en el firmamento. Su objetivo no es generar conocimiento —ese concepto a menudo tan utilitario, tan usado a conveniencia—, sino significados: lecturas del mundo que nos revelen algo que no habíamos querido o no habíamos podido ver. En ese sentido, la ufología habita una zona gris más cerca de la ensayística, con sus múltiples tanteos e interpretaciones vitales, que de la ciencia positiva, con sus rigurosas comprobaciones y robustas certezas.
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Llegué a pagar dinero por ver a Jaime Maussán. En realidad fue mi padre quien lo hizo, pero se quejó tanto de lo excesivo del precio que comencé a sentir que también a mí me habían desfalcado. Maussán, entonces como ahora, daba giras por la república mexicana predicando el evangelio ovni.
Cuando Maussán visitó mi ciudad —Coatzacoalcos, un puerto incandescente casi al fondo de Veracruz— se presentó en los PetroCinemas. Los PetroCinemas eran un complejo cinematográfico enorme en la ciudad donde crecí, construido en la bisagra en la que convergían la colonia Petrolera —básicamente, un fraccionamiento glorificado para la clase media alta— y la colonia Puerto México —la versión low-cost de la Petrolera, donde viví en algún momento con mi madre y hermana, en un departamento prestado por un tío más o menos pudiente—. Inexplicablemente, los PetroCinemas —cine de múltiples y enormes salas en tiempos en los que los cines de la ciudad estaban a duras penas conformados por dos o tres salitas— fracasaron, y agonizaron varios años de la forma en que antes agonizaban los cines locales: proyectando películas estrenadas seis meses atrás y sirviendo como salones para conferencias y graduaciones de primaria y secundaria. Jaime Maussán ofreció su reveladora presentación en ese contexto. Me enteré por la radio, donde un hiperbólico conductor afirmó que Maussán “presentaría los restos de un extraterrestre auténtico enfrente de los asistentes”. No alcancé a creerme ese cuento, pero sí a emocionarme ante la perspectiva de ver al conductor de Tercer milenio en vivo. El aire de charlatán de Maussán era ya notorio, pero la fe se permite ciertos lujos que la lógica abomina. Aquella conferencia fue, a la distancia, decepcionante. Lo que el conductor hacía era algo que muchos youtubers más tarde retomarían: compilar videos ajenos, pruebas sin contrastar y evidencia que apenas alcanzaba a ostentar ese calificativo, unir todo mediante el poderoso adhesivo del pensamiento conspiranoico y presentarlo ante un público que sólo necesitaba un empujoncito para despeñarse en la credulidad.
No voy a fingirme visionario ni voy a pretender que tenía un pensamiento crítico que no tenía en ese instante y que apenas si tengo ahora: en ese momento salí de la conferencia tan satisfecho como cualquier otro. Mi padre también. Nuestras creencias permanecían tan firmes como antes. Quizá Maussán fuera un falso profeta, pero las profecías que divulgaba eran auténticas. A la salida de los PetroCinemas se instalaron unos vendedores de memorabilia alienófila. Entre otras cosas, ofrecían una reproducción —casi casi mimeografiada, lo que sólo contribuía a la sensación de autenticidad de todo el asunto, al aroma clandestino que despedía la evidencia ovni— de los documentos Majestic. Compré un ejemplar. Mi padre, además, compró un llavero en forma de extraterrestre gris. Lo agitó frente a mi cara y lo apretujó: al presionar la cabeza del alien, una sustancia verde y viscosa le brotaba de los ojos. Quizá reí, pero no lo recuerdo. Recuerdo, eso sí, que nos fuimos en su coche, un viejo Volare blanco de la Chrysler, atravesando las calles de cuadrícula de la ciudad —trazadas por el inglés John J. Spark con precisión digna de la fama de su nacionalidad—, mirando el cielo con una expectación que tardó en desvanecerse.
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En mi interior habitan, al menos, dos bestias de temperamentos notablemente distintos. Una me recuerda a mi madre: solitaria, un tanto cohibida, un tanto insegura, prudente hasta la exasperación e incluso la mezquindad, permanentemente ansiosa respecto al futuro. La otra me recuerda a mi padre: profundamente social, casi festiva, de una arrogancia prácticamente insoportable y una impulsividad eléctrica que colinda con la negligencia. A lo largo de mi vida, y desde que era un niño, ambas bestias se han alternado para tomar posesión de mi personalidad: a veces soy apenas un poco más una que la otra; a veces soy decididamente una de las dos y, a veces, la mayoría de las ocasiones, podríamos decir, soy un híbrido de ambas.
Hay periodos de mi vida, sin embargo, que en retrospectiva puedo señalar con claridad como terreno de alguna de las dos bestias. Cuarto de primaria, por ejemplo, fue propiedad innegable de la calma bestia. Durante un año entero me sentí inadecuado, incapaz de entablar vínculos significativos con mis compañeros de clase, vetado sin remedio de la posibilidad de compartir algo con otro ser humano. El mundo entero me resultaba ajeno: mi existencia misma era una anomalía inexplicable. No me quedaba más remedio que seguir, pero mi deseo máximo era, sencillamente, dejar de estar.
A principios de ese curso escolar, no obstante, recibimos la visita de un forastero: un nuevo compañero de clases que había llegado a la escuela desde otro lugar y que no conocía a nadie. El sujeto era decididamente raro, y con el paso de las semanas, que a esa edad se sienten como largos lustros, en nuestra soledad encontramos compañía: comenzamos a platicar en los recesos y ratos muertos. Resultó, además, que vivíamos cerca el uno del otro, y que mi madre y su madre se llevaron bien. Comenzamos a visitarnos por las tardes, después de la escuela: compartíamos el gusto por las ciencias naturales, por algunos programas de televisión, por ciertos ejercicios matemáticos y por la vida en otros planetas, lo que a los diez años equivale, básicamente, a ser almas gemelas.
Así nació entre los dos una natural amistad que me ayudó a sobrellevar el cuarto año. Los dos nos sentíamos exiliados en un lugar donde no éramos del todo comprendidos y, con el tiempo, gracias a esa facultad alucinatoria que tienen los niños, una idea empezó a germinar entre los dos: nosotros, él y yo, éramos extraterrestres. Todos los indicios estaban ahí: nuestra acuciante soledad, la incapacidad quemante de relacionarnos con otros niños, la distancia evidentemente insalvable entre nosotros y el resto de los miembros de nuestra especie. La realidad era obvia y como todas las cosas obvias se imponía: estábamos abandonados en este planeta por causas desconocidas y nuestra única misión vital era, precisamente, volver a nuestro lugar de origen, que se encontraba detrás de las estrellas.
Descubrir mi origen extraterrestre fue la mejor cosa que me había pasado hasta entonces. Era suficiente para explicar todo: mis rarezas, mi incomodidad social, mi dificultad para comunicarme con todos pero especialmente con mi familia. Sobre todo, me daba un pretexto perfecto para explicar el insalvable abismo que me separaba de mis padres: nuestra mutua incomprensión no era culpa de nadie sino de mi origen alienígena. Mi padre, mi madre, yo mismo: todos podíamos ser perdonados por nuestras ofensas porque nadie había elegido voluntariamente como familia a un miembro de una especie extraterrestre. Todo había sido un accidente, una funesta casualidad que nos había unido por espacio de unos pocos años humanos pero que, ahora que era plenamente consciente de mi origen interplanetario, podíamos llevar a su natural final: una separación limpia e indolora.
De esa forma, el secreto de nuestra identidad extraterrestre se convirtió en una obsesión que abarcaba todo el tiempo libre que compartíamos. Los momentos entre clases, los recreos, las tardes en la casa del otro: cualquier oportunidad para conversar era suficiente para internarnos en la creación de nuestra propia mitología. Incluso teníamos un sitio idóneo, detrás de la biblioteca de la escuela primaria Licenciado Benito Juárez, donde nos sentábamos a conversar: nadie quería pararse ahí porque había una placa de concreto de la que se decía, como se dice de todas las escuelas de educación básica del mundo, que se trataba de una lápida que delataba que la escuela había sido construida sobre un cementerio[i]. Los recreos se evaporaban entre chetos naranja y teorías que explicaban nuestra estancia en este planeta: habíamos sido arrojados aquí por error, o no, por un experimento, ajá, por un experimento, o quizá ni siquiera llegamos juntos: ¿por qué habríamos de haberlo hecho? ¿Eso quiere decir que hay más como nosotros? Claro que sí: ¿por qué habríamos de ser los únicos en este planeta de seis mil millones de habitantes? Por supuesto, por supuesto: ¿habrá más aquí? ¿Dónde aquí? ¿En Coatzacoalcos? ¡¿En la escuela?! No lo sé: hay que estar atentos…
Un día, mientras nos encontrábamos en una sesuda disquisición acerca de la naturaleza de los poderes que podríamos tener o no en este plano de la existencia —mi amigo juraba que era capaz de crear esferas de energía, y yo estaba convencido de poder leer la mente de otros seres humanos—, fuimos interrumpidos por una presencia inesperada: una compañera de clase que se asomó a nuestro pequeño club de lo extraplanetario para curiosear y robarnos un par de chetos. Se sentó a nuestro lado, mirándonos alternadamente mientras nosotros sentíamos que nos petrificábamos, asombrados ante su audacia. La niña masticó un par de chetos mientras le daba sonoros sorbos a un boing de uva. Mi amigo y yo, tras unos segundos de meditarlo, y unidos por el vínculo psíquico que une a las personas que provienen de otros cuerpos celestes, decidimos en silencio contarle todo. “Te vamos a contar un secreto”, le dijimos, inquietos, “pero tienes que prometer que no se lo vas a decir a nadie”. “Ok”, respondió nuestra compañera mientras apachurraba el bote de boing y se limpiaba los dedos cubiertos de polvo de queso en el pliego de la falda. “¿Qué fue, pues, a ver?”
Como es natural, le contamos todo lo que sabíamos en términos generales: que no éramos humanos, que habíamos sido depositados en este planeta hace mucho tiempo y que apenas habíamos despertado a esa realidad insólita, que estábamos pensando en cómo regresar a lo que llamábamos casa. Queríamos volver, claro: era evidente que aquí no nos adaptábamos y que tendríamos que migrar de vuelta con los nuestros. El experimento había fallado. Los extraterrestres éramos, en efecto, ajenos a la tierra. La niña se nos quedó mirando fijamente por unos momentos, mientras digería el enorme torrente de información que le habíamos proporcionado. “Ya me lo imaginaba”, dijo después de un rato que se prolongó de forma agónica. “Tu cuello siempre ha sido muy raro”, me dijo. “Y tú tienes unos dedos muy extraños”, aseguró, refiriéndose a mi amigo. “Y bueno, ¿cómo le van a hacer para regresar a su planeta? ¿Van a dejar la escuela botada? Sus mamás se van a enojar”.
A partir de ese momento, nuestra comitiva interplanetaria de la hora del receso la incluyó a ella. Fueron algunas de las semanas más felices que he vivido: el día valía la pena tan sólo de pensar en la media hora que tendría para hablar con mis amigos, los únicos que me comprendían en el mundo y, acaso, en la galaxia entera. Arribábamos al escondite cargados de botanas, tantas como nos alcanzaba con el dinero que nos daban —cinco pesos al que menos, diez o quince a quien más— y conversábamos profusamente acerca de nuestra procedencia y nuestro destino, primero, y sobre las posibilidades de la vida extraterrestre, después. Nuestra amiga parecía interesada de forma especial en entender los funcionamientos de la mecánica interestelar, y juntos nos embarcábamos en prolongados razonamientos acerca de la naturaleza de las naves espaciales que transportaban seres de un planeta a otro.
A
menudo las conversaciones se desviaban hacia los problemas domésticos que vivía
cada uno: las infidelidades paternas y maternas, los golpes que recibíamos o
presenciábamos en casa, la escasez de dinero, las exigencias y las presiones
insalvables que imponían nuestras madres y padres sobre nosotros. Cuando la
conversación se ponía demasiado densa, siempre podíamos volver a hablar de
nuestra vida extraterrestre y de la posibilidad de que nuestra amiga nos
acompañara de vuelta a nuestro planeta. El júbilo se encontraba en la
construcción de una ficción colectiva y escapista: acaso en el fondo siempre
supimos que todo se trataba de una charada erigida en pos de la amistad. La
ficción material del relato, sin embargo, no impedía que el vínculo entre los
tres fuera menos real. Entre nosotros se tejía algo íntimo y sagrado, algo que
no podíamos enseñar a otras personas y que nos pertenecía únicamente a
nosotros: un código secreto; como escribió algún escritor, a nosotros nos unía
un lenguaje común, un idiolecto, un idioma privado que resulta una condición
indispensable del amor.
Nuestro club terminó abruptamente. Acaso fue
mejor así, antes de que los primeros aires de la adolescencia nos golpearan y
terminaran de arrebatarnos la inocencia que nuestras infancias aún nos
permitían conservar. Nuestro amigo se fue un día, tan abruptamente como llegó:
su padre había sido trasladado de ciudad, de nuevo, y ahora debía marcharse en
breve y terminar el ciclo escolar en otro estado. Nos despedimos sobre la
lápida, con la cabeza gacha y sin poder dejar de mirarnos los zapatos sucios,
arrebujados de tierra. No nos abrazamos. Quizá nos encontráramos de nuevo
después, pensamos en silencio todos, o al menos eso fue lo último que alcancé a
percibir con mis evanescentes habilidades psíquicas. El ciclo escolar terminó
sin nuestro amigo y también sin nuestro club, que no podía sostenerse sólo con
dos miembros. Mi amiga volvió con sus amigas y yo terminé el ciclo escolar
igual como lo había empezado: solo, garabateando dibujos en las mesas durante
los recreos, añorando aquellos meses diáfanos en los que estuve convencido de
ser un extraterrestre. EP
[i] Años después, durante una reunión escolar, me acerqué a ver la dichosa lápida de cerca y con atención: era una tapa de la Comisión Municipal de Agua y Saneamiento de Coatzacoalcos.