En algún momento, de tanto mirarlos, de tanto escrutar sus rostros agrietados por la intemperie, la maraña de sus cabellos apelmazándose como si fueran nidos, las hilachas ennegrecidas de su ropa, comencé a preguntarme si el vagabundaje y la indigencia serían resultado de una decisión consciente, de un abandono paulatino o más bien de las circunstancias y la fatalidad.
Aproximaciones anfibias
En algún momento, de tanto mirarlos, de tanto escrutar sus rostros agrietados por la intemperie, la maraña de sus cabellos apelmazándose como si fueran nidos, las hilachas ennegrecidas de su ropa, comencé a preguntarme si el vagabundaje y la indigencia serían resultado de una decisión consciente, de un abandono paulatino o más bien de las circunstancias y la fatalidad.
Texto de Luigi Amara 06/11/20
No sabría explicarlo muy bien, pero me he convertido en un imán de alucinados y vagabundos. A mis talleres se inscriben toda clase de individuos peculiares —quizá la sola inclinación por la escritura delata ya alguna forma de chifladura e inestabilidad mental—, y varios de los más fieles han sido diagnosticados y siguen un tratamiento. Buena parte de su bienestar y equilibrio está en manos de la psiquiatría y también, pese a que nadie quiera reconocerlo, de los talleres literarios. Aunque su desempeño en las sesiones oscila entre el letargo y el estallido —saltarse o abusar de sus medicamentos puede ser una forma peligrosa de invocar la inspiración—, algunos de sus comentarios y aportaciones, impredecibles y enigmáticos como suelen ser, son deslumbrantes o rayan en la genialidad, con ese giro impertinente y desfachatado de las asociaciones que parecen urdidas en una galaxia más oscura, atravesada por destellos de tonalidades desconocidas, que aterrizan de pronto aquí, en medio de una civilización rudimentaria y balbuciente todavía no preparada para ellos.
Una vez un exalumno se convenció de que “lo estaba escribiendo”, de que cada nuevo párrafo que salía de mis dedos tenía que ver directamente con él. Estaba convencido de que yo lo moldeaba como a un personaje de arcilla de una obra en proceso. Ya que su vida dependía de ello, leía obsesivamente mi blog, como lo haría una marioneta para aprenderse su guión cada mañana. Eran los viejos tiempos (hace apenas una década) quizá más literarios y personales de las bitácoras en línea, y cada entrada que yo subía a mi página él la leía en clave de directriz o dictado existencial, así versara sobre las vigas de la torre de Montaigne o sobre la estética del plagio en Macedonio Fernández. Incluso los signos de puntuación le sugerían comportamientos y estados de ánimo, en particular, según me confesó, los de interrogación y admiración. (En ese entonces yo estaba fascinado con las posibilidades del punto y coma, con la tentación de la frase que se bifurca y extiende y complejiza, sin reparar en las consecuencias que ello pudiera ocasionar en la psique de mi autoproclamado personaje). La situación se salió de control el día en que se presentó a la puerta de mi edificio después de que yo “lo llamara” inadvertidamente, como lo haría un titiritero distraído a varios kilómetros de distancia. Quién sabe cómo se las arregló para saber mi dirección; supongo que ya antes me había seguido. Se le escapó, sin embargo, averiguar el número de mi departamento, así que esperó durante horas a que yo saliera, rozando con las yemas de los dedos los timbres como si aguardara una señal, una vibración en sentido contrario. Al principio no lo reconocí. Antes de cerrar la puerta le pregunté si iba a entrar o si buscaba a alguien. Mi amabilidad se transformó en estupor y en escalofrío cuando me respondió: “Supongo que estás al tanto de todo lo que me estás haciendo”.
Más tarde me enteraría de que llevaba un cuchillo, con el que trazó en mi ausencia un dibujo elaborado y lleno de figuras incomprensibles, vagamente tribales o extraterrestres, en la puerta de madera del departamento abajo del mío. Alguien en el edificio le señaló con recelo y vaguedad dónde vivía, y él se confundió de piso. Mis vecinos del 101 tuvieron que restaurar la puerta y todavía no me lo perdonan. Ignoro si en algún momento les aclaró que yo lo teledirigía, que le encomendaba tareas y manipulaba sus estados mentales; sé que mi vecina volvía tranquilamente de la calle cuando encontró a un exaltado al fondo del pasillo escarbando en su puerta con un arma punzocortante.
Con los vagabundos es diferente: se trata de encuentros y conversaciones casuales, signados por el desvarío y la curiosidad mutua, que en ocasiones se cargan de tensión, se enrarecen o viran hacia las tinieblas, aunque casi siempre terminan tranquilamente en algún disparate. Han roto con tantos lazos y se han desprendido de tantos lastres que sería demasiado medirlos con el rasero de la cordura, pero es indudable que se sienten a sus anchas en el terreno del debraye (según una etimología fantástica, “debraye”, esa palabra tan mexicana, viene del francés “débraillé”: desaliñado, descuidado). Definitivamente no son del tipo que se inscribiría a talleres literarios. Los que me he encontrado leyendo libros o escribiendo en libretas suelen ser más bien silenciosos y huraños, y se muestran aprensivos si les pregunto por sus apuntes o tuerzo la mirada hasta el límite del estrabismo para descubrir qué libro leen o qué tanto garabatean en sus cuadernos destartalados.
Tal vez porque desde niño siento atracción por la calle, por los largos paseos sin rumbo y las caminatas desaforadas, o porque mi apariencia podría calificar de “desaliñada” (ya antes de cumplir los diez años mi madre me decía “pata de perro”, y desde entonces mi pelo no conoce las caricias enfáticas del peine), es común que los teporochos y los atorrantes —los “parias del universo”, como los llamó Nathaniel Hawthorne—, se me acerquen y me interpelen, no propiamente como a uno de los suyos, sino como a alguien anfibio que puede respirar lo mismo el aire del deber que el éter embriagante de la desobligación. Es como si advirtieran algo limítrofe en mí, algo intersticial que los intriga o les inspira confianza, y que podría hacer las veces de gozne entre mundos que coexisten pero rara vez se comunican.
Cuando veo a alguno acercarse, astroso y farfullando, parecido a una mancha de tizne y mal olor que baja por la calle, no aparto la mirada ni me cambio de acera, sino que les sonrío espontáneamente. No descarto que incluso muestre un poco de azoro y simpatía: el azoro ante la proximidad de lo diferente. Ellos, con sus antenas hipersensibles y arcanas, orientadas por encima de las convenciones sociales, tal vez perciban cierta proclividad al abandono o a la renuncia que no quiero reconocer en mí mismo, cierta vocación para el callejoneo y la errancia interminable, de modo que me devuelven una mirada cómplice y esbozan una sonrisa que podría ser de burla pero también de invitación. Cada tanto, sobre todo si aminoro el paso con talante receptivo, alguno me dirige la palabra. Hace tiempo, un chupóptero chamagoso que estaba acostado con los brazos detrás de la cabeza a la entrada de la estación del metro, se incorporó al verme, me barrió de arriba abajo con la mirada y me dijo con un tono que podía ser de presunción pero también de lástima: “Por eso me mudé acá a la playa, para no vivir como ustedes, las hormigas”.
Tenía nueve años la primera vez que vagabundeé toda una mañana por la ciudad. Mi padre nos llevaba a la escuela a mi hermano y a mí, pero siempre llegábamos tarde, media hora después de que sonara la chicharra. De tanto que se nos negaba la entrada, había decidido dejarnos a una cuadra de la reja, con el coche agazapado a la vuelta de la esquina, para que no hubiera forma de que nos rechazaran y nos devolvieran con él, que debía seguir a toda máquina su camino al consultorio. Un día llegamos más de una hora tarde. No había nadie en la reja y tocamos el timbre como locos, como lo harían dos perseguidos que tienen que pararse de puntitas para alcanzarlo. Después de ensayar ritmos frenéticos y de lanzar llamados de auxilio en clave morse, el conserje apareció, molesto por tanto escándalo. Fue implacable y no accedió a nuestros ruegos. Le parecía inaudito, un atrevimiento insolente, que no contáramos con algún pretexto, que no quisiéramos engatusarlo con que nos habían llevado a sacar el pasaporte o a completar el esquema de vacunación. “No pudimos despertarnos”, dijo mi hermano de ocho años. El conserje se dio media vuelta y nos dejó plantados en la calle. Sólo volteó para fulminarnos con la mirada cuando pulsé en el timbre un último S.O.S que nadie atendió.
Al doblar la esquina y ver que el coche de mi padre ya no estaba, comprendimos que habíamos sido lanzados a un limbo de asfalto y tiempo muerto. Puesto que no volvimos a los pocos minutos, como otras veces, resignados y con la cola entre las patas, mi padre debió de creer que nos habían abierto las puertas y se marchó sin más. Tres puntos, tres rayas, tres puntos. Pulsé el llamado de auxilio sobre el hombro de mi hermano al abrazarlo. De golpe nos encontrábamos a la deriva, en una orfandad transitoria pero terrible y angustiosa. Seguramente lucíamos desamparados, dos chamacos abrazados en una esquina lejos de casa. Yo era el mayor y me convencí de que debía mostrar aplomo y concebir un plan. Pero aún así pulsaba llamados de auxilio sobre la piel de mi hermano. Tres puntos, tres rayas, tres puntos. Sin parar.
Decidimos volver a pie; nuestra casa se encontraba a unos seis o siete kilómetros de distancia. Nunca lo habíamos hecho, ni siquiera acompañados de un adulto. Pero no era difícil recordar el trayecto que hacíamos todos los días de ida y vuelta, por las mañanas con mi padre y de regreso con el transporte escolar. Cuando nos dimos cuenta de que a ese ritmo llegaríamos demasiado pronto, optamos por internarnos en calles laterales, perdernos un poco, callejonear. Habíamos acordado llegar a la hora de costumbre, sentarnos a la mesa como si nada y no decir ni una palabra de nuestra aventura. Nos habían orillado a irnos de pinta y, aunque al principio nos costó acostumbrarnos a la idea, era momento de relajarnos y de disfrutar.
Decidimos almorzar en un parque, balanceándonos en el subibaja. Llevábamos nuestras loncheras y cantimploras, así que nada nos podía faltar. Un vagabundo se acercó y se sentó en el subibaja contiguo, casi en la tierra; no había nadie del otro lado, ningún contrapeso que lo hiciera flotar. No recuerdo haber sentido miedo o repulsión, a pesar de que mi abuela nos advertía continuamente sobre “los robachicos”. Me intrigó su color de piel, de un negro plomizo y brilloso semejante al carbón; estaba muy quemado por el sol y lo cubrían costras inmemoriales de mugre. Supuse que quería un poco de comida, así que le ofrecí un trozo de mi sándwich. Tal vez confiaba en que se iría después. Él lo rechazó educadamente y sacó una bolsa de papel de estraza llena de exquisiteces, o eso parecían, pues las devoraba con fruición. Luego discutí muchas veces con mi hermano si eran patas de pollo o pedazos de pizza fría. Él se inclina por las patas de pollo; tal vez porque le da a la escena un toque más surrealista.
Al rato ya conversábamos como viejos amigos y nos invitó a conocer su guarida: un montículo de hojarasca, cartones y trapos viejos en un extremo solitario del parque. Lo que más me inquietaba, y se lo pregunté con insistencia, era lo referente al baño: ¿Dónde hacía sus necesidades? —fue la formulación acartonada que elegí—; ¿por qué no se bañaba? Él nos dijo, con una mirada de confabulación, que le hacía mucho daño el agua pero que se bañaba todos los días, y entonces se quitó los harapos que llevaba por camisa y se ubicó justo debajo de los rayos de luz que se filtraban entre los árboles. Allí, en ese polvo suspendido que algunos reconocen como la luz de las estrellas, se talló el cuerpo y se lavó a conciencia la cabeza. Una vez limpio, jugamos durante un rato, no sabría decir muy bien a qué; involucraba ramas secas y jirones de bolsas de plástico que apilábamos en una explanada de gravilla. Mi hermano, que nunca rompió el pacto alrededor de nuestra travesía secreta, le contó por la noche a mi madre que habíamos jugado todo el día “a los cavernícolas”.
A partir de ese día me fijé detenidamente en los vagabundos. Mis padres o, con mayor énfasis mi abuela, que sentía una especial inquina por “esos cochinos mariguanos”, me jalaban del brazo para seguir adelante, para reanudar nuestro camino, un tanto contrariados de que yo me quedara allí, embobado, bajo el hechizo de su disonancia, atraído por su desfase pestilente. No sé muy bien qué pensaba entonces, pero había algo en esos encuentros que me atraía poderosamente, que me hipnotizaba como la luz a las polillas; era una luz oscura y terrosa, que al parecer cegaba si la mirabas de frente. Acaso por ello no me consentían contemplarla mucho tiempo. ¿Era la luz que se filtraba por las fracturas de la realidad, a través de grietas por las que también se colaban otras formas de vida? ¿Vislumbres de un pasado nómada y cavernícola, o más bien anticipos del futuro en ruinas, del cataclismo a la vuelta de la esquina, de la supervivencia que nos espera cuando la civilización se reduzca a cenizas?
En algún momento, de tanto mirarlos, de tanto escrutar sus rostros agrietados por la intemperie, la maraña de sus cabellos apelmazándose como si fueran nidos, las hilachas ennegrecidas de su ropa, comencé a preguntarme si el vagabundaje y la indigencia serían resultado de una decisión consciente, de un abandono paulatino o más bien de las circunstancias y la fatalidad. ¿Habían decidido romper con la sociedad y sus imperativos, en una suerte de huida interior, callada y sin embargo estridente, o era la sociedad la que los había excluido y arrojado a los márgenes? Terminar en la calle buscando refugio cada noche en una banca del parque o descendiendo a una alcantarilla, ¿tenía que ver con una necesidad íntima de evasión o era uno de los muchos rostros que adopta la injusticia social? Aunque cada caso fuera diferente, imaginaba que el punto de quiebre daba pie a una fraternidad imprevista, si se quiere desarticulada; que convertirse en vagabundo era una suerte de destierro íntimo sin tener que moverse de lugar.
Estaba, además, el asunto de la salud mental, acerca del cual no me atrevía a preguntar ni media palabra a nadie, mucho menos a mi padre, psiquiatra y psicoanalista. Tal vez intuía que pudiera ser comprometedor: una proyección de mis fantasías, de mis miedos e inclinaciones recónditas. La duda me perseguía y asediaba, pero yo invariablemente me detenía en sus alrededores como si se tratara de una habitación prohibida o de una confusión conceptual. ¿Estaban “chalados”, “idos de la mente”, como me explicaba mi abuela, atrayéndome hacia su regazo como si quisiera protegerme del influjo malsano que despedían? Esa manera incontenible de hablar solos, esas peroratas furibundas dirigidas al vacío, que no tardaban en subir de intensidad y a veces estallaban en gritos espumosos, ¿se debían a su condición solitaria, a que hacía muchos años que no contaban con quien conversar? ¿Hablaban consigo mismos, en un monólogo descabellado e inconexo, o más bien nos interpelaban a todos nosotros, a ese entorno hostil del que querían desmarcarse a cualquier precio?
Recuerdo a otros niños señalar con sorna y espanto al hombre sin techo, en particular si hablaba solo; era como si, entre todos los espejos posibles del futuro —de su propio futuro—, ese, el de un solitario que habla consigo mismo, les produjera un horror incontrolable. Si se burlaban o eran demasiado groseros, yo les respondía que cómo podían saber si no se trataba de un sabio incomprendido.
Tal vez esas preguntas me obsesionaban a esa edad porque las presentía como una posibilidad latente; tal vez mis encuentros con esos seres marginales, oscuros y misteriosos, que algo tenían de fantástico, de criaturas liminares, recién surgidas de las profundidades, todavía impregnadas de las miasmas del inframundo, tenía que ver con mi deseo de tantear una cuestión que en cierta forma me atañía, en la que yo me sentía implicado personalmente. Después de todo, me gustaba la calle, caminar por el solo placer de caminar, perderme en zonas desconocidas del barrio, internarme en terrenos baldíos y jugar con los escombros y detritos. Y a mí también, hasta cierto punto, la realidad me resultaba un entorno hostil. Aunque me encantaba el agua, cada vez que el sol se situaba en el ángulo propicio, me bañaba en el polvo de estrellas de los rayos de luz.
Me encontraba de viaje la primera vez que me tomaron por un vagabundo. Tenía las mañanas libres y me dedicaba a caminar, a visitar las librerías de viejo, a fisgonear detrás de los zaguanes soleados, casi diría que a esquivar escrupulosamente los sitios turísticos. Llevaba en la mochila un manuscrito que debía corregir, y cada parada en un café o un parque la convertía en el pretexto para avanzar un poco. Requiero mi dosis de cafeína para ese tipo de tareas, pero me concentro mejor bajo los árboles, así que iba de uno a otro sin itinerario alguno, dejando que el ritmo de los pasos hiciera su trabajo, que las piernas participaran también, con su distensión y ánimo digresivo, en el proceso de corrección.
Al tercero o cuarto día decidí volver a una banca en las orillas de un parque silencioso. Era una banca de hierro, no especialmente cómoda pero situada a la sombra, en la que no había hecho grandes progresos la mañana anterior, como sea acogedora. No llevaba ni diez minutos apostado en mi estudio a la intemperie cuando un vagabundo se sentó al otro extremo de la banca. Le sonreí un instante y me sumergí en mis papeles, haciendo un esfuerzo por no dispersarme. Él me estudiaba sin el menor empacho; sus ojos huroneaban por mi cuerpo con tanta curiosidad como alarma: saltaban de mis zapatos a mi pelo, de mi mochila a mis barbas, se detenían en mi sien como si quisieran penetrarla, rascar en mi interior, leerme por dentro. En otras circunstancias, quizás yo habría hecho lo mismo: interrogarlo con la mirada, taladrarlo con el filo del ojo en busca de atisbar los alcances de su fractura con el mundo, el misterio de su indigencia. ¿Sería posible que su desprendimiento, su aparente libertad, aquella forma de vida en los bordes, fuera resultado de una renuncia voluntaria? Cuando saboreaba una cebolla cruda (lo había visto el día anterior disfrutar de un banquete blanco, con ajos y migajas), ¿la encontraba el mejor manjar imaginable sólo porque era el único alimento a su alcance? ¿Se contentaba y había aprendido a disfrutar de lo que estaba a la mano sin esperar nada más? Ahora, en contraste, lo único que me interesaba era adentrarme en mi manuscrito, no perder el hilo de la frase, resolver ese párrafo reacio.
Cuando ya empezaba a horadar mi sien, cuando sentí el aguijón de su mirada traspasando todas mis barreras de indiferencia y comenzaba de alguna forma a espiar mis procesos mentales, me giré lo más amistosamente que pude, dejé mi lápiz y mis papeles a un lado y me dispuse, si de eso se trataba, a jugar el juego de no parpadear. Era la señal que él esperaba. Indignado, manoteando como si se enfrentara a una multitud, presa de una rabia que crecía a medida que hablaba, reclamó como suya la banca. Ayer ya me había echado el ojo, pero me dejó en paz; ahora era muy obvio lo que pretendía; ese era su territorio, su fortaleza. Se la había ganado a pulso y bastaba esperar la noche para que las cosas quedaran claras. Yo parpadeaba de forma ostensible.
—Conozco muy bien a los zánganos de tu calaña —me dijo—. Los recogen, los bañan, les dan una muda limpia y de inmediato les entran aires de gran señor, se les suben los humos a la cabeza y se pasean muy orondos, ya se creen muy acá, muy chiras pelas, muy enchílame otra, y entonces se les mete al esqueleto lo gachupín y lo conquistador y se quieren apoderar de lo que no les corresponde.
¿Me confundía con alguien más? ¿De tanto vagar por las calles se me había pegado un aire harapiento e inestable? Una anciana jaló del brazo a la niña con la que paseaba y se dio media vuelta, cuidando de decir muy en alto: “Vente, mijita, aquí hay puro malandro mariguano”. Yo recogí mis papeles y me eché la mochila al hombro. Él volvió con cartones y bolsas de plástico, repletas de sarapes y hojas secas, y arrojó todo a la banca en un desplante que se repitió tres o cuatro veces. Me miraba con ira, con un desprecio infinito.
—Ni recién salidos de la peluquería podrían engañarme pordioseros como tú.
Su frase resonaría con tonos más filosos y desopilantes unos meses más tarde, el día en que mi suegra hojeaba un libro de Francis Alÿs. Al pasar por una serie de fotografías de teporochos, mendigos y perros tendidos a pleno sol en las calles de Ciudad de México (la perturbadora y cruenta serie Durmientes), creyó reconocerme en una de ellas, durmiendo la mona en la banqueta, mugriento, despatarrado, roto. Maravillada, alzó los ojos del libro sin dejar de señalar la foto con un dedo y me preguntó:
—¿A poco eres amigo de Francis?
Ya he mencionado que mi padre es psiquiatra y psicoanalista. Se formó con Erich Fromm a finales de los años sesenta en el célebre seminario de Cuernavaca. Tal vez ese dato explique muchas cosas; quiero decir, sobre mi relación con los vagos y desequilibrados. Supongo que tiene que ver con que aprendí a escucharlos, a prestarles atención, no tanto con la deferencia paternalista y esforzada de la amabilidad, sino con curiosidad genuina.
Las ocasiones en que no nos aceptaban en la escuela por llegar tarde debíamos pasar la mañana en el consultorio, jugando en la sala de espera o haciendo la tarea sobre la alfombra, después de haber hojeado por enésima vez las revistas ya mil veces manoseadas. Cuando no había pacientes esperando su turno, espiábamos las consultas, pegábamos la oreja en la pared para escuchar los problemas y excentricidades de “los locos”. Mi hermano se fastidiaba muy pronto, salvo cuando había llantos o risotadas; yo a veces alcanzaba a seguir completa una sesión de cincuenta minutos.
Me sorprendía que no acudiera a terapia ningún vagabundo. A esa edad no podía estar al tanto del carácter humanista del psicoanálisis frommiano, ni saber que el maestro de mi padre había pertenecido en sus comienzos a la escuela de Fráncfort y consolidado una vertiente social del marxismo que vinculaba los trastornos psíquicos con la explotación y los valores alienantes del mercado. Asumí que vincular la condición de los vagabundos con los problemas mentales era una confusión mía, algún tipo de error categorial; si carecían de hogar y hurgaban en la basura con los perros y se exponían cada noche a una muerte violenta, era porque así lo habían decidido, porque habían renunciado a vivir como los demás. Tal vez habían sido arrojados a la calle por la inclemencia del sistema y sus engranajes opresivos; pero sería muy difícil que volvieran al redil, que aceptaran confinar su mente entre cuatro paredes o buscaran trabajo.
No es fácil, o no lo ha sido para mí, indagar en el pasado de los vagabundos. Se dejan llevar por el hilo de la guasa, del intercambio demente, de las chanzas y ocurrencias al borde del desfiladero del sentido, pero en cuanto las cosas se deslizan hacia el terreno de las preguntas, tan pronto detectan que uno sondea, así sea con el dedo gordo del pie, las aguas pantanosas de su historia y se interesa por las motivaciones de su salto al vacío, se tornan esquivos y escamados y empiezan a desconfiar; se alejan o se salen por la tangente, lo cual puede traducirse en insultos, aspavientos, escupitajos.
Tienen un olfato infalible para las tentativas detectivescas, para las aproximaciones que despiden un ligero tufo a reportaje o investigación documental —ya ni se diga para la ayuda psicológica—. Me di cuenta, sin embargo, de que a muchos les interesa el problema de la libertad, las aporías acerca del destino y el libro albedrío, las consideraciones teóricas alrededor de la autonomía del individuo. Así que cada vez que he logrado establecer una conversación con ellos, e incluso cuando nos decimos meras incoherencias a modo de saludo, procuro que el subtexto se relacione con esas cuestiones, que debajo de la superficie delirante por la que patinamos como niños en calcetines vibren los viejos asuntos que ya me inquietaban desde pequeño.
La vez que más lejos llegué en esas exploraciones indiscretas, terminé discutiendo animadamente de filosofía antigua con tres andrajosos; no sólo evocando los espectros de Sócrates, Aristipo, Epicuro y Diógenes, sino dando nueva vida a los problemas que se plantearon en plena calle hace más de dos mil años. De tanto en tanto los tres se reunían a tomar el sol en las inmediaciones de mi estudio. Como invariablemente me pedían algo de beber, les regalaba botellas medio vacías que sobraban de las celebraciones de fin de cursos de mis talleres literarios. Se solazaban llamándome “chucho”, “perro sarnoso”, “solovino fifí”. Yo les seguía la corriente de su clave perruna bromeando con que, para ser callejeros, resultaban todos tener muy pocas pulgas.
Si estaban solos, sin importar que les obsequiara una botella nueva de ron, se mostraban a la defensiva; gracias a la esporádica y más bien inestable manada que conformaban, lucían más sueltos, más serenos, y parloteaban ante un casi intruso como yo.
El sol no calentaba lo suficiente aquella mañana de invierno y mi cabeza era una granada de fragmentación que estallaría en cualquier momento. Padecía los estragos del cierre del taller de poesía de la noche anterior, intenso como siempre, pero esta vez increíblemente desbocado y febril: una fiesta de alucinados bailando alrededor del fuego de su propia euforia. Reservé para mí los restos de ginebra y de mezcal y le llevé a la manada las botellas sobrantes, algunas todavía intactas. Sus semblantes oxidados, que resplandecían bajo los rayos transversales del sol, se iluminaron un poco más y me recibieron con caravanas y aullidos de alegría. “¡Ese es mi pinche perro sarnoso!” “¡Ahora sí vienes en plan grande de san bernardo con barril repleto!” “Échate un rato a rascarte las pulgas y entrar en calor con alcohol del bueno”.
Acepté brindar con ellos a la sombra, a pesar de que debía sentarme en una zona no pavimentada del camellón; el sol me lastimaba como si emitiera astillas de cristal, y además me temblaban las manos y tenía náuseas; el planeta se había salido de su eje y no había mucho que hacer, pero pensé que no me vendría mal un fogonazo. Gracias a los espíritus de la uva y la cebada, pero sobre todo a que nos hermanaba la vulnerabilidad, la tórrida lucidez de la cruda, aquella mañana alcanzamos una auténtica sintonía canina. Al rato ya nos lamíamos las heridas y empezamos a ladrar.
De la buena fortuna de los perros que merodean los mercados pasamos a la envidia de contar con una cola auténtica y del placer que sería agitarla. ¿Cómo serían los pantalones y las faldas si tuviéramos cola? ¿Sería considerada algo obsceno? ¿Habría perfumes para su pelaje y fundas que las mantuvieran ocultas y también sosiegas? Ellos aprovecharon para desgranar su repertorio de chistes perrunos, a los que volvían una y otra vez y no dejaban de despertarles una hilaridad contagiosa. “¿Sabes por qué los homeless en el Gabacho andan siempre con sus perros a todos lados? ¡Porque ellos no se los comen!” Y así por el estilo, desgañitándose con un humor cruel y un autoescarnio retorcido.
Recuerdo que les conté un poco de la escuela de Antístenes —el Cinosargo—, mejor conocida como La Perrera, un gimnasio público a las afueras de Atenas. También anécdotas sobre su alumno más destacado, Diógenes de Sínope, el filósofo-perro, y prometí regalarles un ejemplar de las Vidas de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio. Supongo que hablarles de todo eso era una provocación, una estrategia oblicua para que me abrieran el cofre hermético de sus catástrofes personales. Les atrajo el linaje canino de los cínicos, su forma de vida sencilla, su desprendimiento, así como la satisfacción abierta, no pudorosa, de las necesidades animales. Se reían de que a sus contemporáneos esos escándalos les parecieran una imagen demasiado vívida e irritante de la virtud. Cuando les revelé que, fiel a su condición de Perro Regio, Diógenes no vaciló en llevar su impulso desacralizador al reino de los dioses, ni en defender la masturbación pública, el incesto y la homofagia, y que tampoco respetaba las leyes sacrosantas del entierro y pidió ser pasto de las aves de carroña cuando muriera, ellos se pusieron en guardia, se echaron conceptualmente un paso hacia atrás, como si en realidad los estuviera calando, como si quisiera tomarles el pelo.
—¡Qué peeerrrro, pinche perro sarnoso! ¿Nos estás diciendo tibios y pocos perros y que no tenemos el pedigrí de la auténtica perritud?
Muy perros, muy perros, pero se persignaban y condenaban el canibalismo (aunque no tanto el incesto). Discutimos de moral, de la finitud y fragilidad humana, de los mismos temas sobre los que seguramente ya se discutía en las cavernas. Pero todo en un plano abstracto, sin entrar en detalles íntimos. Mientras circulaba una botella de cognac importado descubrí que entre ellos no se revelaban sus nombres y se conocían únicamente por apodos: El pulgas, Cola larga, Salchichita. Tal vez cortar con su identidad anterior implicaba haber borrado sus nombres de la faz de la Tierra. A veces se insinuaba la existencia de hijos y esposas: fantasmas remotos de una vida enterrada, sombras pertinaces que al instante los entristecían. Uno dijo que hacía treinta años que no los veía y que así estaba bien.
Como sin querer les había picado el orgullo de perros, se esmeraron en demostrarme que eran mucho más perrones que el propio Diógenes. Argumentaban que si la vagancia de los viejos filósofos comportaba propósitos subversivos y en el fondo pedagógicos (parafraseo), entonces seguían formando parte de la sociedad de los hombres. Cuestionar lo establecido y desenmascarar la falsedad y la superchería, en particular de aquellos pilares sacrosantos sobre los que se levanta la vida civilizada, no eran tareas que hubieran visto realizar nunca a los perros callejeros… Mientras defendían acaloradamente su perritud, yo dibujaba distraídamente con una vara en la tierra. Las figuras que trazaba empezaron a parecerme familiares, con un aire vagamente tribal o extraterrestre. De golpe me percaté de que estaba allí, tumbado al lado de tres teporochos antes del mediodía, y que no dejaban de temblarme las manos. Me estremecí por la sospecha de que alguien me estuviera escribiendo. EP