Las excéntricas colecciones de libros que Benjamin llegó a formar con más perseverancia que fondos responden a una idea de escritura que se irá inclinando cada vez más hacia la técnica del montaje y la acumulación.
Walter Benjamin y el coleccionismo crítico
Las excéntricas colecciones de libros que Benjamin llegó a formar con más perseverancia que fondos responden a una idea de escritura que se irá inclinando cada vez más hacia la técnica del montaje y la acumulación.
Texto de Luigi Amara 14/08/20
Cada vez que me propongo examinar la figura del coleccionista, cada vez que intento descifrar el extraño equilibrismo que comporta su tarea, la arriesgada dialéctica entre conservación y posesividad que pone en juego, aparece el espectro de Walter Benjamin para agitar las cortinas de mi cuarto. No es sólo que su sombra, materializándose en forma de ráfaga, me invite a repasar sus textos acerca del tema, preguntándome qué más podría añadir a su despliegue de sugestión e inteligencia, cómo situarme a la altura de tal abundancia de caminos abiertos e insinuaciones; es más bien como si su silueta —la silueta del Benjamin coleccionista— tomara forma en un rincón de mis cavilaciones a manera de contrapunto y me obligara a repensarlo todo desde el comienzo.
Si el coleccionista procura reunir aquellas cosas dispersas que “encajan entre sí” para conformar un sistema nuevo, un archipiélago de sentido, en mi colección personal de coleccionistas y bibliómanos —una metacolección que raya en lo fantástico— la silueta de Benjamin se diría que se resiste continuamente y nunca encaja del todo, desajustada e indócil en ese marco general, como una anomalía en el rompecabezas. Ese desfase no tiene nada que ver, desde luego, con sus esfuerzos por dilucidar las motivaciones ocultas del coleccionista —preocupación, después de todo, compartida por muchos—, sino más bien por la perplejidad que despierta su perfil bifronte de filósofo y bibliófilo, de pensador que toma impulso y nunca deja de apoyarse en su pasión de coleccionista y acumulador.
Aunque algunas de sus prácticas ya lo perfilan como una rara avis del coleccionismo (su angustiosa falta de dinero; su vida trashumante y a salto de mata; el triste destino de su biblioteca, que tan pronto vuelve a reunirse debe disgregarse de nuevo; su atracción por lo marginal y lo inadvertido; su escaso interés por lo redituable en sentido económico, etcétera), se diría que en todo momento piensa y se comporta como coleccionista, y que incluso muchas de sus operaciones teóricas parecen delatar que ha caído presa de esa fiebre también en el plano investigativo, con un giro muy particular: atención a lo desplazado y en apariencia insignificante; rastreo de materiales “fracasados” y mercancías de segunda fila; confianza en la contigüidad y las posibilidades del collage y el hilo invisible de las constelaciones.
Tal vez su afición por coleccionar no sea del tipo que denomina “burguesa” —un mero afán de aquilatar posesiones, de exhibirlas como trofeos de una hazaña suntuaria y al cabo vanidosa—; tal vez tampoco responda a una pulsión inconfesada cuya naturaleza sólo podría esclarecerse en un diván, a través de la cual pretende “ejercer control sobre lo que es insoportable” (según la expresión de Ruth Padel). Se trata, en realidad, de un tipo totalmente nuevo de coleccionismo, que lleva las nociones tradicionales de historia y filosofía hasta el punto de la fractura; un coleccionismo atravesado por el espíritu vagabundo del trapero, ese recolector dispuesto a escarbar en los rincones más remotos y a revolver entre los harapos para continuar con sus búsquedas dispersas, guiado por la astucia y olfato del detective, que pondera esas aparentes chucherías en un esquema más amplio y las sopesa como un “destello luminoso” de la verdad.
Las excéntricas colecciones de libros que llegó a formar con más perseverancia que fondos, con más poder visionario que prodigalidad, y en las que abundaban los autores de segunda fila y los volúmenes que, considerados por separado, desprendidos de las constelaciones dentro de las que adquieren un nuevo significado, no valdrían ni cinco centavos (por ejemplo, la colección de libros escritos por enfermos mentales o las así llamadas “novelas para criadas”), responden a sus hábitos de trabajo, a un método singular, basado en la recolecta y ordenación de fragmentos y desperdicios, y a una idea de escritura que se irá inclinando cada vez más hacia la técnica del montaje y la acumulación; una técnica en la cual, antes que meramente describir o comentar sus hallazgos, lo que le interesa es mostrarlos, hacerlos encajar, dejarlos hablar por sí mismos.
La aproximación “materialista” de Benjamin hacia el pasado incorpora y casi se diría que exige alguna variedad de coleccionismo en cuanto aspira leer el significado —o, si se quiere, la historia encerrada en los objetos— directamente de los objetos mismos, en una variedad de “mántica filosófica” en que la imagen —y no exclusivamente el texto—, pero sobre todo la presencia de ese objeto, ahora entendida como discurso, es situada en primer plano como una suerte de fragmento petrificado de la cultura (una manifestación del espíritu objetivado, en términos hegelianos). Pero si al buscar una comprensión del auge del capitalismo a partir de sus objetos, de su moda ya obsoleta, de sus pasajes comerciales e imágenes publicitarias, Benjamin actuó en primer lugar como lo haría un coleccionista, ponderando los fetiches de otra época como fósiles que hubieran permanecido incrustados en la vieja lava de su atractivo —ahora ya quebradizos y deslavados, convertidos en pistas históricas, que de algún modo sustantivan una era—, en lo concerniente a los libros, sin embargo, con sus caras contradictorias de fósiles y fetiches, como caparazones huecos y objetos de coleccionismo que todavía pueden poblarse de nuevas fantasmagorías, Benjamin quiso sacar partido de que en ellos el valor de uso no se ha erosionado del todo y, como en la fecha en que aparecieron como novedades en las librerías, se pueden todavía leer, no sólo como objetos de otro tiempo, sino también como libros.
Una condición fundamental para el ejercicio del coleccionismo consiste en que el objeto se haya liberado de todas sus funciones originales para convertirse en una mera “pieza”. En el ámbito de la bibliomanía, tal requisito se expresa tradicionalmente en la visión caricaturesca del coleccionista de libros como alguien apartado del interés de la lectura —incluso como un ignorante e iletrado—, que aprecia los volúmenes como lingotes de oro, tanto mejor si han permanecido intonsos. Dicha visión, planteada en forma tajante como el cruce de dos impulsos antitéticos y acaso irreconciliables, recorre la historia de Occidente, por lo menos desde el texto de Luciano de Samosata, “Contra el ignorante que compraba muchos libros”, hasta la actualidad, y estaba muy en boga en tiempos del propio Benjamin. Roger Caillois, por ejemplo, escribe en “El último bibliófilo”:
“¿Qué es un bibliófilo sino alguien que valora el libro como objeto por encima de la calidad del texto que contiene? Aunque se suele suponer que ambos gustos son complementarios, soy de la opinión de que en realidad son incompatibles. De hecho, lo que se hace a fin de escudriñar las páginas de un libro impreso, se vuelve un peligro para la integridad del libro en cuanto objeto frágil.”
El giro que introduce Benjamin, convertido en práctica crítica, aspira a la superación de esa forma de coleccionismo con el propósito de leer, en todos los sentidos de la palabra, los fósiles de las viejas mercancías entendidos como fragmentos de una cultura devenida en ruina. La clave de esta superación (que en algunos pasajes denomina “modelo positivo de coleccionismo”) se apoya en la liberación de las cosas de su función original, en hacer abstracción de su viejo valor de uso, “de la servidumbre de ser útiles”, pero no en cuanto mera posesión o conquista, sino a través de una superación ulterior —de su culminación dialéctica—, en donde el antiguo fetiche se actualiza gracias a su utilización novedosa, ni más ni menos que volviéndolo a emplear, pero de otra manera. Mientras que el coleccionista tradicional tiene siempre algo de “adorador de fetiches” y confía en que sus piezas conservarán a lo largo del tiempo su valor e incluso lo incrementarán, el trasfondo político del coleccionismo à la Benjamin muestra un cariz desmitificador, a la espera de la revelación que disipe el ensueño y muestre al objeto despojado de las viejas fantasmagorías que lo envolvían como un engranaje más del mecanismo gigantesco y enceguecedor de la novedad.
En el legajo sobre “El coleccionista” del Libro de los pasajes Benjamin anota, como de pasada, y quizá con un ojo puesto en sus propias colecciones de libros decimonónicos, lo siguiente: “Sería interesante estudiar al coleccionista de libros como el único que no ha separado incondicionalmente sus tesoros de su entorno funcional”. Esto equivale a decir, en la terminología naturalista que le es cara, que el libro viejo no sólo permanece como fósil, sino también como libro vivo, y admite una doble lectura: una como objeto fuera de circulación, a partir del nuevo sistema de interpretación histórica creado desde la colección, y otra como libro, de la misma manera en que podríamos leerlo, digamos, en una reedición recién distribuida en las mesas de novedades.
A esa lectura dual es a la que alude una y otra vez a lo largo del Libro de los pasajes con la idea de “despertar”. Un nuevo orden puede ser construido a partir de los escombros, de los desechos y artículos alguna vez venerados y luego descartados, de todos esos objetos que han salido de la circulación, de esas montañas de libros viejos que las anteriores generaciones abandonaron a su suerte y ahora son pasto de las lepismas: en esos depósitos resecos de deseos enterrados, en todos esos fósiles despostillados de una moda ahora tal vez risible, bulle la posibilidad de un despertar colectivo del sueño de la fantasmagoría de la mercancía. Si Benjamin ha reunido tenazmente todos esos materiales provenientes de los albores del capitalismo, si los ha recuperado para estudiarlos en cuanto objetos históricos, no ha sido en aras de su mera posesión en una vitrina, sino más bien para reactivar los fetiches de otro tiempo y, en su reutilización crítica, despertar políticamente del mundo de ensueños de la cultura de masas.Como si retomara y al mismo tiempo trascendiera el ejemplo de Petrarca en el siglo XIV —quien concebía el coleccionismo de libros como una labor de investigación y de rescate—, Benjamin quiso desembarazarse a toda costa del fantasma del coleccionismo burgués, basado en la conservación y la escasez, en la acumulación originaria que supone atesorar los bienes culturales que otros no podrían. En lugar de simplemente poseer esos objetos antiguos bajo la lógica subjetiva e indolente de la colección, Benjamin los despliega y reordena como materiales reciclados —se refiere a ellos como “ladrillos flojos”, en un sentido semántico pero también edilicio—, como ladrillos de una construcción con una fuerte carga política, de un montaje inédito en que esos objetos puedan cobrar vida y encajen otra vez, aunque desde luego de otra manera, reconocidos como precursores del presente, en una suerte de sobreimposición entre el pasado y la actualidad que los muestre, con la súbita conciencia del despertar, como los tiranos transitorios de ese mito moderno que llamamos “novedad”. EP