Atractores extraños es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su colaboración de abril es sobre los taxis libres que “están en peligro de extinción, amenazados por la tecnología digital, las plataformas de aplicaciones y el reclamo de mayor seguridad en los recorridos”.
El taxi libre y el subconsciente de la ciudad
Atractores extraños es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su colaboración de abril es sobre los taxis libres que “están en peligro de extinción, amenazados por la tecnología digital, las plataformas de aplicaciones y el reclamo de mayor seguridad en los recorridos”.
Texto de Luigi Amara 08/04/20
Pasa muy lentamente un taxi por las calles desiertas, se desliza a una velocidad interrogativa, como si evaluara si estamos perdidos o borrachos o, como puede suceder a altas horas de la noche, ambos, y con su solo andar a velocidad casi humana nos pregunta si acaso no lo necesitamos. Su aparición tiene algo de fantasmal pero también de centinela errante, de ángel sobre ruedas en busca de los náufragos de la madrugada; a fin de cuentas, por más que el riesgo sea parte indisociable de su negocio, no se contrapone al samaritanismo ni a esa forma extrema de solidaridad que consiste en subir a bordo a bultos incoherentes, a despojos con hipo y arcadas.
Los taxis libres están en peligro de extinción, amenazados por la tecnología digital, las plataformas de aplicaciones y el reclamo de mayor seguridad en los recorridos. Al menos en Ciudad de México, no faltan los desvencijados, los que tienen el taxímetro amañado o se resisten a ponerlo en funcionamiento, los que circulan con placas piratas o te piden, de buenas a primeras, en una situación tirante que se desarrolla a manera de esgrima silenciosa a través del espejo retrovisor, que les adelantes el monto del viaje para desviarse a cargar gasolina, pues hace rato avanzan con el puro aliento…
Aunque la desconfianza mutua sea el sello que marca el abordaje de un taxi libre (ese subtexto que acompaña la ponderación mecánica del clima, cuando el conductor nos lee con rayos equis para desentrañar nuestras intenciones más oscuras, al tiempo que ubicamos en la ventanilla su acreditación y memorizamos el número de las placas), confieso que no sé qué habríamos hecho aquella noche, perdidos de borrachos en quién sabe dónde, los celulares muertos desde hace horas y, para colmo, sin dinero en los bolsillos, dando tumbos en dirección incierta, encaminándonos a lo que imaginábamos era territorio conocido cuando apenas lográbamos mantenernos en pie; no sé qué habríamos hecho, decía, de no ser por ese taxi que rodaba suavemente por las inmediaciones y nos salvó.
No viene a cuento relatar cómo es que nos metimos en ese predicamento, cómo llegamos en un estado delirante hasta esa esquina en la que un teporocho bailaba sobre una montaña de basura y nos invitaba a seguir la fiesta con él. Lo importante —al menos para este escrito— es ese taxi trasnochado y caritativo, su presencia debida al azar o al milagro, que después de un viaje nebuloso y balbuciente nos depositó a las puertas de nuestra casa y ni siquiera nos cobró, pues por más que le rogamos, por más que le insistimos con caravanas y juramentos, se negó rotundamente a que subiéramos por dinero para pagarle y se fue sonriente y satisfecho con nuestra torpe y dipsómana pero muy sentida retahíla de gracias.
No intento aquí un elogio del taxi basado en esa experiencia después de todo limítrofe y excepcional. Me dejo llevar por la asociación libre alrededor de un trabajo arduo y poco o mal comprendido, que está en vías de ser reemplazado, quién sabe si definitivamente, por un ejército movedizo de particulares al volante y de primerizos de las rutas, que no conocen las calles ni los atajos ni las dinámicas de las horas pico y creen que la experiencia de años y años peinando la ciudad, llevando de aquí para allá lo mismo a mujeres en trabajo de parto que a juerguistas en blackout, puede obviarse con el simple acto de encender un software de navegación sobre ruedas.
Más allá de las pruebas de manejo y los exámenes médicos y de la vista, de los test antidopaje y los cuestionarios sobre el reglamento de tránsito, más allá de la cortesía y del respeto del uniforme, entiendo que hay algo que podemos llamar oficio de taxista —y quién sabe si también una vocación—. Un oficio que tiene que ver no sólo con soportar doce horas de tráfico infernal, de volantazos y prepotencias motorizadas; que no sólo comporta conocer la traza urbana como la palma de la mano, ni abarca detalles tan imponderables como el olfato para encontrar pasajeros que llevan media hora con el brazo levantado o están varados en un barrio desconocido al despuntar el alba, sino que tiene que ver sobre todo con el compromiso de hacer el trayecto ameno, confortable, incluso interesante, mientras nos depositan sanos y salvos en nuestro destino.
Me refiero, por ejemplo, a la conversación. A esa disponibilidad disponibilidad que pocas veces he encontrado en los conductores de Uber o DiDi, más bien ariscos o circunspectos, celosos de su tiempo y de su intimidad, quizá porque se desempeñan como choferes únicamente en sus horas libres, para completar el gasto, o en lo que terminan la carrera y se dedican a lo que verdaderamente los apasiona, o como una manera de pagar el préstamo del coche. El taxista, el taxista de cepa, esa rara avis que ya es difícil encontrar incluso en los taxis mismos, se autonombra como tal y tiene conciencia de gremio y ha aprendido a disfrutar de su trabajo, y con horas y horas por delante montado en la que no sin sorna pero con cariño denomina su “silla de ruedas”, ha desarrollado estrategias para hacer que el tiempo en su oficina rodante no se convierta en una losa.
Aunque no sería fácil arrodillarse a bordo, el taxi tiene algo de confesionario o, mejor, de diván, de reducto o cápsula para las peroratas tranquilizadoras, para la clínica en movimiento o, dado el caso, para la introspección silenciosa. La situación se antoja inmejorable: alguien que nos escucha de espaldas, el asiento trasero a nuestra entera disposición, el taxímetro corriendo para fijar el costo de la terapia. En las arterias escleróticas de la ciudad, entre el concierto de cláxones de un embotellamiento, podrían matarse dos pájaros de un tiro: qué más da si no llegamos a nuestra cita, saldremos aliviados después de cincuenta minutos de enunciar nuestros problemas y de acercarnos al rincón empolvado de nuestros traumas. Antes de que salieran por completo de circulación los viejos vochos “ecológicos”, aquellos Volkswagen sedán que parecían taxis de juguete, cada vez que me subía a uno pensaba en el espacio hueco del asiento delantero, en cómo podría adaptarse para albergar un diván extensible o, dependiendo de las inclinaciones y creencias del taxista, un reclinatorio en forma.
El detalle es que los choferes no tardan en invertir los papeles y, ansiosos por abrir el pico, reconducen la plática hacia un territorio en el que, más que intercalar algún comentario o apunte, pueden tomar las riendas, no por nada van al mando del vehículo. Conspiradores, quejosos, parlanchines, a veces perspicaces, tan pronto se arrancan a hablar no hay nadie quien los pare, y entonces somos nosotros los que debemos escucharlos, público cautivo de los semáforos mal sincronizados. Hablan y hablan ofreciendo su vida a nuestra consideración, o retomando algo que comentamos sólo por convivir, sólo que desde su experiencia o su particular sabiduría; hablan y hablan sin esperar respuesta alguna, como si asumieran que el pasajero es una variedad del paño de lágrimas, como si al activar el taxímetro debieran sacarlo todo, confesarlo todo, una y otra vez, a contrarreloj. ¿No es injusto entonces que cobren? Es verdad que nos llevaron puntualmente a donde les pedimos, pero nosotros los escuchamos sin chistar, convertidos en mártires ambulantes de la exploración de su inconsciente.
Me parece que fue Baudelaire el primero en advertir que el transporte público había creado situaciones vitales nuevas, aún desaprovechadas por el arte y la literatura. Los trayectos con desconocidos en espacios cerrados, la cercanía obligada y aun el roce accidental por el traqueteo del convoy, las miradas que no saben dónde detenerse, la mano que se desplaza como tarántula en pos de una cartera, eran para él nuevas odiseas mínimas, nuestra nave de Eneas diaria. Mientras Thomas de Quincey, en El coche correo inglés, exploró en forma trepidante el fenómeno de la velocidad a bordo de los nuevos medios de transporte, a Baudelaire lo inquietaba el viaje compartido, la burbuja móvil que se crea en el camarote o incluso en el elevador, y que nos constriñe a la convivencia, a una cercanía tan azarosa como al cabo efímera, en ocasiones decisiva y memorable. La poética de lo pasajero (y de los pasajeros).
En Noche en la Tierra, Jim Jarmusch retrató esa atmósfera tensa, enrarecida, de dos individuos en una misma jaula mediada sólo por el taxímetro. La premisa de la película es, sin más, la que enfrentamos cotidianamente: alguien silba o levanta la mano en la calle y corte a: un frasco en movimiento, un tubo de ensayo con dos personas que nunca se habían visto, casi orilladas a intercambiar opiniones. En el confuso laboratorio de la urbe no hay quizá experimento más repetido e incalculable: dos personas arrojadas al tráfico en un mismo huevo, constreñidas a cierta intimidad bajo los efluvios de un aromatizante artificial de vainilla. Entre las cuatro o cinco historias que Jarmusch va tejiendo no falta, por cierto, la del confesionario; el taxista se desfoga a sus anchas, cuenta con pelos y señales sus pecados a un cura genuino, con sotana y todo, hasta que descubre que ha muerto en el asiento trasero, del mismo modo que uno a veces quiere morirse cuando el taxista no quiere cerrar la boca ni siquiera cuando sólo atinamos a responderle con monosílabos etílicos.
Pero lo que más disfruta el taxista no es tanto hablar de sí mismo, sino someter a análisis a la ciudad entera. Extenderla sobre el diván del asiento vacío como si se tratara de un mapa desplegable. Entonces se convierte en síntoma y en terapeuta al mismo tiempo, en signo de la neurosis de la urbe tanto como en su agudo intérprete. Acostumbrado a dejarse llevar por las calles como quien echa a andar la ruleta hasta que al fin se detiene a los pies de algún cliente, suele ser un maestro en el arte de la asociación libre. La clave está en la fluidez de su perorata, en cómo pasa de un tema a otro sin inhibiciones, a menudo sin transición; la pericia de ruletero lo ha iniciado en la práctica espontánea del discurso sin estructura, sin restricciones ni filtros de ninguna clase. Si las arterias viales están taponadas y a esa hora también los atajos se han convertido en un estacionamiento de motores rugientes, que al menos la lengua se regodee y explaye y llegue a donde sea que tenga que llegar… ¿Quién habla desde el asiento delantero? ¿De quién es esa voz que no atinamos a identificar del todo a través del espejo retrovisor? Me he convencido de que son las calles mismas las que hablan, que es el inconsciente de la urbe lo que escuchamos durante el trayecto. El viaje en taxi como una vía de acceso al funcionamiento psíquico de una ciudad. de una ciudad. EP