
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Luis Vergara aborda el asombro.
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Luis Vergara aborda el asombro.
Texto de Luis Vergara Anderson 02/06/25
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Luis Vergara aborda el asombro.
En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua asombro se encuentra definido como “Gran admiración o extrañeza”. Con el mayor de los respetos hacia esa augusta institución, preferimos para los efectos presentes la siguiente definición: asombro es lo que surge en nuestro interior al constatar que algo antes impensable, inimaginable, es una realidad. El presidente Trump es verdaderamente asombroso (no es un elogio): ¿Quién hubiera podido imaginar su propuesta de convertir la franja de Gaza —sin palestinos— en un gigantesco desarrollo inmobiliario y turístico de los Estados Unidos? ¿Quién hubiera podido pensar que ambicionaría convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión Americana? ¿Quién hubiera podido prever al presidente de los Estados Unidos tomando partido con Rusia en relación con la guerra entre ese país y Ucrania?
Trágicamente, a lo largo de las últimas dos décadas ha sido un lugar común entre nosotros los mexicanos que, cuando pensábamos que nuestra capacidad de asombro ante horrendos actos de violencia y crueldad había alcanzado un máximo que no podría ser rebasado, una nueva atrocidad de mayor envergadura que las previas pone de manifiesto que ese no era el caso. (En el Editorial del número de marzo de Este País, Eduardo Garza escribía: “Los noticieros nos borran el asombro del día anterior”). Estos asombros inducen por lo general una gama de sentimientos negativos: ansiedad, angustia, desolación; seguidos de resignación y sensación de impotencia por pensarse que uno nada puede hacer en relación con la espantosa (asombrosa) realidad. Todo ello con merma significativa de la calidad de vida; y todo ello en una modalidad pasiva.
Detengámonos un momento en esto. Se estima que aproximadamente 200 mil jóvenes militan en las filas del crimen organizado. ¿Por qué lo hacen? En la mayor parte de los casos porque las organizaciones criminales les brindan la oportunidad de dar un salto desde una posición socioeconómica de pobreza o miseria a una con un ingreso imposible por otra vía. Tienen razón quienes sostienen que la raíz de la violencia generalizada en nuestro país es la desigualdad. Y México es un país muy desigual. (En un listado de 163 países ordenados de mayor a menor desigualdad, expresada en el coeficiente de Gini, como se acostumbra, México ocupa el sitio 28).
Ahora bien, “desigualdad” —“inequidad”— es un término valoralmente neutro, pero tiene un correlato ético: injusticia. Y la injusticia nos interpela, o debiera interpelarnos.
¿Y qué podría hacerse?
En primer lugar, esforzarse deliberadamente en no perder la capacidad de asombro, evitar la normalización —el tener por normal— de la situación de manera que ya no asombre, que ya no interpele.
En segundo lugar, rechazar la tentación de proclamarnos irresponsables argumentando que uno “no puede hacer nada” —declarando, por ejemplo, que se trata de un problema estructural frente al que el individuo es impotente—, o que afrontarlo corresponde al Estado y no a los particulares.
En tercer lugar, construir propuestas de solución asombrosas. Y esto vale tanto para el gravísimo problema de la violencia generalizada y de la desigualdad social —injusticia social— como para cualquier otro de los también muy graves problemas que aquejan nuestra sociedad. Veamos por qué las soluciones necesariamente han de ser literalmente asombrosas y cómo podrían elaborarse.
Entre lo objetivamente imposible y lo subjetivamente posible en un momento determinado se encuentra un ámbito, con frecuencia amplio, de lo objetivamente posible, pero subjetivamente imposible, es precisamente el ámbito de lo asombroso. Es en ese espacio donde hay que elaborar narrativas constructivas asombrosas de cara a los graves problemas nacionales, frente a los cuales solemos decir “No se puede hacer nada”, lo cual parecería ser verdad, pero en todo caso una verdad acotada: no se puede hacer nada en el medio de lo hasta entonces tenido por subjetivamente posible.
¿Cómo imaginar lo subjetivamente posible, con cargo al de lo objetivamente posible, pero hasta entonces subjetivamente imposible? Una manera de hacerlo es forzando una respuesta impráctica, pero posible, para luego ajustarla a lo que es práctico.
Un ejemplo —basado en un caso real— permitirá entender mejor lo anterior. Una cadena de tiendas de artículos especializados, cuyas ventas tenían lugar mayoritariamente por las tardes, enfrentaba un problema grave: a lo largo de toda la temporada de lluvias —mayo a noviembre— los clientes potenciales se abstenían de acudir a las tiendas no ubicadas en centros comerciales, al grado de que sufrían pérdidas durante todos esos meses. Se pidió a los dueños de esa cadena de tiendas que imaginaran que ocurriría si en los establecimientos no ubicados en centros comerciales se colocaran letreros prominentes anunciando que cuando estuviera lloviendo habría un descuento del 50 % en todos los artículos del establecimiento. Convinieron en que habría muchísimas ventas, pero con pérdidas catastróficas. Antes de pasar adelante conviene notar que un “No se puede hacer nada para que en las circunstancias dichas entren clientes a las tiendas” (imposibilidad subjetiva), había sido sustituido por un “Sí se puede hacer que entren ofreciendo ese descuento, aunque no sería práctico porque las pérdidas serían mayores que las que se tenían entonces”. Se había forzado una respuesta de posibilidad, aunque impráctica. El descuento no necesariamente tendría que ser del 50 % y en todos los artículos.
Una vez situados en ese espacio de lo antes objetivamente posible, pero subjetivamente imposible, se puede ajustar la respuesta de manera que se pase de lo impráctico a lo práctico y conveniente; concretamente, elaborando un esquema óptimo de descuentos diferenciados (según márgenes de utilidad e inventarios) en las tardes con lluvia. Se trata ya de encontrar el óptimo en la relación para cada artículo o grupo de artículos entre los costos por los descuentos (utilidades dejadas de percibir por unidad vendida) y los beneficios por los mismos (utilidades adicionales obtenidas debido al incremento en las unidades vendidas por el descuento ofrecido).
Un ejemplo más (también basado en un caso real): ¿Cómo hacer que renuncie a su puesto un directivo de una empresa, al que por razones políticas no se puede despedir, y que no acepta retirarse? No parece posible, piensan los dueños de la empresa. ¿Qué ocurriría si se le ofreciera una liquidación equivalente a diez años de sueldo? La aceptaría de inmediato. Por supuesto que el costo de esto para la empresa sería inaceptable, pero se ha dado el desplazamiento de lo subjetivamente imposible a lo subjetivamente posible. Lo que entonces procedería es determinar el monto mínimo de una liquidación extraordinaria que aceptara el directivo en cuestión y que fuera financieramente viable para la empresa.
Nos es dado incorporar la dimensión temporal al esquema que se acaba de describir y ejemplificar y hacer uso del mismo en la elaboración de propuestas asombrosas de solución de los graves problemas sociales. En este orden de cosas, lo primero es concebir una utopía pura —una ucronía, propiamente— que, aunque inalcanzable en la práctica, sea conceptualmente posible en el sentido de ser consistente, es decir, de no involucrar una contradicción formal. Su contenido es una condición social ideal en la que el problema en cuestión se encontraría absolutamente ausente.
Se trata en rigor de una ucronía: no se ubica esa condición social en algún tiempo determinado. Más aún, la descripción de esa condición social no comporta ninguna información en torno a cómo podría pretenderse llegar a ella (lo que en la práctica no sería posible) o al menos aproximarse a ella. Su función es la de servir como una especie de faro que oriente la formulación de una asombrosa cuasi-utopía objetivo; esa sí alcanzable (al menos en principio) en un plazo de media duración —una o dos décadas— especificado con precisión.
Aquí el carácter asombroso es esencial: los problemas en cuestión no son susceptibles de ser resueltos con las prácticas acostumbradas y los marcos conceptuales conocidos. Es menester salir de esa zona de confort que sustenta el “no se puede hacer nada”. No se puede hacer nada, en efecto, en el medio de esa zona de confort, pero eso no implica que no se pueda hacer nada en absoluto. De lo que se trata es de incursionar deliberadamente en el ámbito de lo hasta ahora subjetivamente imposible, pero objetivamente posible; esto es, en el ámbito de lo asombroso, con la inspiración que ofrece la previamente formulada utopía pura.
Disponiendo de la asombrosa —pero viable— cuasi-utopía objetivo, alcanzable en un plazo de veinte años, por decir algo, hay que preguntar cómo se transita de la situación actual a esa cuasi-utopía objetivo. Aquí la clave no es imaginar primero los pasos iniciales, sino los finales. Para arribar en veinte años a la situación pretendida, ¿cuál debe ser la situación dentro de quince años? Para ello, ¿cuál, dentro de diez años? Para ello, ¿cuál, dentro de cinco años? En consecuencia, ¿cuál, dentro de dos años? Finalmente, ¿cuál, dentro de un año? Es así como puede construirse la narrativa asombrosa que conecte con efectividad la situación actual con la deseada para veinte años en el futuro.
Frank Ankersmit, probablemente el filósofo de la historia vivo de mayor prestigio, ha dicho que el mejor relato histórico de un acontecimiento o de un período es uno que al ser leído provoca la reacción “Esto no es posible”, pero cuyo examen crítico pone de manifiesto que no hay evidencia alguna que lo desmienta. El historiador autor del relato ha ofrecido una nueva manera de entender ese acontecimiento o período, una manera que asombra. Las narrativas asombrosas propuestas —proyectos de historia futura— habrán de parecerse a esos relatos históricos: se antojarán inverosímiles a primera vista, pero su examen crítico mostrará su viabilidad; en esto radicará su carácter asombroso y el asombro que produzcan será un asombro fértil.
Al igual que en una colaboración previa aparecida en estas páginas (consagrada al tema del silencio), no se han propuesto aquí contenidos sustantivos más allá que la exaltación implícita de la justicia. Pero aun esa es un tanto vacía de contenido: diferentes personas tienen concepciones distintas de lo que es una sociedad justa. Es lo propio de la política bien entendida: la búsqueda y la conservación de la capacidad para influir o determinar políticas públicas encaminadas a la realización de lo que se tenga por una sociedad justa. La que se conciba como tal será elemento central de esa ucronía que arriba ha sido nombrada utopía pura, ideal iluminador de cualquier narrativa asombrosa. Por lo demás, la política no debe ser en manera alguna una actividad exclusiva de “los políticos”; corresponde a todos los ciudadanos ejercerla creativamente en aras de la realización de sus ideales, codificados para efectos prácticos en asombrosas cuasi-utopías.
Por el asombro se arriba a lo diferente. Hay muchas cosas que requerimos que sean diferentes de como lo son en la actualidad. EP