
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, José Gordon escribe sobre uno de los más íntimos secretos de Elie Wiesel.
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, José Gordon escribe sobre uno de los más íntimos secretos de Elie Wiesel.
Texto de José Gordon 02/06/25
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, José Gordon escribe sobre uno de los más íntimos secretos de Elie Wiesel.
«¿Por qué mi pueblo todavía me encanta?», se pregunta Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto, al recordar a Sighet, el pequeño poblado donde nació en Rumania. Le fascinaban sus casas, los árboles, los pájaros, las nubes, pero sobre todo los personajes que ahí conoció: Moshé el loco, cuya risa atormentaba sus sueños; Kalman el cabalista y su mirada velada que oscurecía la de Wiesel; el mendigo silencioso que ponía su dedo en los labios para mostrarle su desconfianza en las palabras; sus dos amigos con los que se internaba a los doce años en los misterios del misticismo.
Elie Wiesel estaba obsesionado por Dios. Estudiaba hebreo, arameo, astrología, magia y alquimia, para tratar de descubrir lo que se encontraba detrás del velo de la realidad: cómo el polvo se podría transmutar en oro y el peligro en tranquilidad. Se internaba en los secretos de la cabalá que sólo personas mayores de 40 años podían atreverse a explorar. ¿La repetición de los nombres sagrados tenía la capacidad de repeler las fuerzas del Mal? ¿Podría derribar aviones y hacer que los tanques se dieran la vuelta para derrotar a los jinetes de la Muerte?
Wiesel estaba asombrado ante el claroscuro del mundo. Quería entenderlo. Buscaba en vano a un maestro hasta que apareció Moshé el loco, quien observaba fijamente al adolescente mientras rezaba al anochecer. «¿Por qué rezas?», le preguntó al cabo de un momento. Wiesel se quedó extrañado: ¿Por qué vivía? ¿Por qué respiraba? «No lo sé», respondió.
A partir de ese día se vieron a menudo. Moshé le explicó, enfáticamente, que cada pregunta poseía un poder que se perdía en la respuesta. El ser humano se acerca a Dios a través de las preguntas que le hace, le gustaba decir. Ahí reside el verdadero diálogo. El ser humano pregunta y Dios responde. Pero no entendemos sus respuestas porque habitan en lo más profundo de nuestras almas.
—¿Y por qué rezas, Moshé?, le preguntó Wiesel.
—Le ruego al Dios que llevo dentro que me dé la fuerza para hacerle las verdaderas preguntas.
Wiesel señala que estaba cautivado por las asombrosas y deslumbrantes teorías de la creación en sus estudios cabalísticos: «¿Cómo recuperar la pureza del principio? ¿Cómo liberar al Señor, prisionero de sí mismo y de nuestras propias acciones?» Su corazón se ensanchaba en una infinita compasión por todo lo que existe. ¿Era posible la redención?
Años más tarde, ante el horror del Holocausto, Wiesel recordará lo ingenuo que había sido: «De verdad creía que unas cuantas oraciones y fórmulas cabalísticas podrían detener al verdugo y salvar a sus víctimas». Nunca imaginó lo que vendría.
Mis padres sobrevivieron el Holocausto por un inesperado giro del azar o el destino. Eso me llenaba de preguntas. A los 17 años trataba de entender lo incomprensible. Me acercaba a las novelas de Elie Wiesel, sobreviviente y testigo de esa tragedia, para explorar cómo un espíritu profundamente religioso se enfrenta al Mal que destruye todos los cimientos de su vida. En los años de la adolescencia, junto con sus amigos, investigaba el poder místico de los textos sagrados, pensaba que podían hacer milagros. Sin embargo, cuando realmente los necesitó no ocurrió nada. Su reclamo a Dios no tuvo fondo. En uno de sus poemas dice: «Dios de Abraham, Dios de la compasión, tú que me abriste los ojos, ahora abre los ojos para que mires lo que vi». El juicio a Dios, a lo sagrado y a la posibilidad de la trascendencia era implacable. La pérdida de Wiesel era doble: por un lado, era la derrota de la creencia en el ser humano ante lo que significaban los campos de la muerte, por otro lado, lo vivido significaba también la derrota de sus creencias más íntimas.
No obstante, al leer sus novelas, sentía que ahí había una clave misteriosa en medio de la oscuridad que retrataba: en sus descripciones tan finas y detalladas de los personajes y sus entornos, percibía un intenso amor por la vida, un asombro insondable que parecía contradecir la experiencia que había vivido. Recuerdo que, en las ya desaparecidas Librerías de Cristal, me encontré un pequeño libro francés con una entrevista a Elie Wiesel. Yo no leía esa lengua, pero tomé un diccionario y me puse a traducir y marcar con lápiz palabra por palabra, para tratar de entender lo que decía. En un momento dado, describe que a pesar del asesinato de su familia y de todo el sufrimiento que había vivido, él tenía una experiencia personal con Dios y que Dios le hablaba de tú a tú. No sé si por impericia del entrevistador o porque Wiesel ya no quiso continuar con el tema, el caso es que la conversación se fue por otro lado. Se me quedó clavada la espina de saber de qué se trataba la experiencia de hablar con Dios de tú a tú. Nunca me imaginé que quince años después tendría la posibilidad de conversar con Elie Wiesel.
Al revisar las entrevistas que le habían hecho, me di cuenta de que cuando le preguntaban sobre Dios, pasaba de inmediato al siguiente cuestionamiento. Tal vez se rehusaba a responder porque consideraba que el contexto era banal. No abordaba el tema. Sin embargo, tenía que hacerle la pregunta que guardé por tantos años. Había que formularla con cuidado. En un momento de la conversación le dije: «Usted señala que la literatura es una comunicación desde la profundidad del alma, por favor le pido que me responda desde ese nivel». Recuerdo su mirada. Se estableció una complicidad. Sabía que tenía que contestar.
Le pedí que reanudara el comentario —enterrado en un libro con una entrevista del pasado— sobre su diálogo con Dios de tú a tú. Se le dibujó en los labios una insinuación de sonrisa. Me dijo que, efectivamente tenía una comunicación de tú a tú, pero no porque Dios le hablara dentro de su cabeza, sino que a veces, en los hechos, se daba una especie de llamadas y respuestas a sus deseos que no podía dejar de ver: sucedían encuentros que parecían milagrosos y ayudaban a aliviar el dolor y el sufrimiento en otros. Lo importante no era lo que uno había sufrido sino qué es lo que hacemos con ese dolor para que otros no sufran, para evitar la complicidad del silencio.
Cuando en el campo de concentración le pidió a Dios que no ocurriera lo que estaba viviendo, Dios también se quedó en silencio. No contestó cuando Wiesel lo necesitaba más. No estaba ahí. Después de una larga pausa, Wiesel acotó: «Sin embargo, la tragedia fue concebida y realizada por seres humanos. Las personas responsables de estas masacres fueron hombres que tenían nombre y apellido». Después de un largo silencio volvió a acotar: «Pero Dios, ¿dónde estabas?». Y, por supuesto, me doy cuenta de que le habla de tú.
Entonces le digo que pienso que ese diálogo va más lejos. En su libro autobiográfico Todos los ríos dan a la mar, Wiesel habla de un viaje a la India en 1954, en donde describe la experiencia de escuchar las estrellas y también a aquél que todo lo escucha en silencio. Le leo el pasaje que escribió en sus reuniones con sabios de esa cultura: «En la noche era difícil saber si estaba soñando y, al amanecer, era difícil saber si la luz venía del firmamento o de esferas más altas todavía».
Wiesel sonrió abiertamente. Sí, en efecto, él tenía experiencias místicas profundas y luminosas. Ocurrieron cuando menos las esperaba, pero no las podía negar. Había visto el infierno, pero también el Cielo. Me abrió una confesión: «El misticismo es la belleza del alma más que de la mente, y es cierto, no cuando niño sino ya de adolescente me cautivó. Ese joven adolescente aún está en mí, en espera de más descubrimientos».
Mi asombro era profundo. La mirada de Elie Wiesel, entrañable. Había surgido algo que yo intuía pero que podría no haberse expresado. Él lo sabía también. Me había compartido uno de sus más íntimos secretos. Nos despedimos casi sin hablar con un cálido y fuerte apretón de manos. Unas horas después, por azar, lo encontré en un pasillo de su hotel. Al verme sonrió. Tenía su autobiografía aún en mis manos. Se me había olvidado pedirle que firmara el libro. Con gran gentileza me escribió una dedicatoria que guardo para siempre en el corazón: «Para José Gordon, quien conoce las preguntas».EP