
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Eduardo Garza escribe sobre la osada mirada de Sebastião Salgado.
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Eduardo Garza escribe sobre la osada mirada de Sebastião Salgado.
Texto de Eduardo Garza Cuéllar 04/06/25
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Eduardo Garza escribe sobre la osada mirada de Sebastião Salgado.
LA DEUDA QUE TENEMOS CON LA LENTE, CON LA MIRADA, DE SEBASTIÃO SALGADO es difícil de expresar e imposible de medir. Pocos, como él, han educado y enriquecido nuestra propia mirada; y nadie, como ese profundo fotógrafo, universal y brasileño, nos ha mostrado los extremos de los que el mundo es capaz y los contrastes de los que nuestros corazones son también capaces. Todo lo supimos gracias a su lente transparente, osada.
Desde su muerte, en mayo de 2025, se ha reconocido su obra de muchas maneras. Vendrá el reto de catalogar lo incatalogable. Pero es necesario referir también su singular y apasionante trayectoria espiritual, porque una obra así sólo puede provenir de un corazón como el suyo.
Su historia —como la de Jonás y la de Jesús— se dibuja, en un inicio, como una inmersión en la oscuridad, como un descenso a los infiernos, una caída libre hacia un abismo capaz de devorarlo.
Su formación europea y la plataforma que le brindó su trabajo en Inglaterra le permitieron atender, poco a poco, su curiosidad por lo insólito. Doctor en economía por la Universidad de París y funcionario de la Organización Internacional del Café, realiza sus primeros viajes a África; paralelamente, se construye como fotógrafo de manera empírica, hasta que deja lo alcanzado para abrazar su vocación: mostrarnos las fronteras de lo humano, ponerse en la cara de lo insólito y registrar su luz.
Trabaja inicialmente en dos agencias fotográficas sociodocumentales —Gamma y Magnum Photos—, y finalmente funda la suya propia: Amazonas Images. Desde ahí produce imágenes insólitas de horrores, como los pozos incendiados en Kuwait, y retrata también el sinsentido y a sus víctimas en América Latina, Chad, Etiopía, Malí, Sudán…
El punto más álgido de esta trayectoria descendente es Ruanda. En la medida en que registra los horrores del genocidio, enferma silenciosa, creciente e inesperadamente. Los médicos no logran explicar lo que, desde otro ángulo, resulta comprensible: su cuerpo le reclama tanto horror; ha visto más sufrimiento del que una persona —y un organismo sano— pueden soportar.
Entonces ocurre el punto de inflexión. Como Juan, como Teresa, intuye en plena noche oscura una luz pequeña, de consolación y de esperanza, que lo interpela. Lo más oscuro de la noche antecede al alba, y él puede, artista de la luz al fin, testificar el trance. Casi diríamos que es capaz de acelerarlo. Contra el consejo de sus amigos, que le sugerían no modificar la oferta de lo que ya era una agencia exitosísima de fotografía social, Salgado renuncia al horror y decide plasmar lo mucho —y muy vasto— que tiene el planeta de bello, intacto, floreciente, vivo y esperanzador. Quien haya visitado su exposición sobre la Amazonia —quizá la mejor expresión de este viraje— sabe a qué grado lo logró.
Paralelamente, el mítico fotógrafo decide, de la mano de su esposa, rehabilitar para la vida las hectáreas de su propiedad, ya devastadas, en Minas Gerais, Brasil. Después de muchos años de trabajo, paciente conocimiento e inversión, logran recuperar su ecosistema. Ese lugar, y lo que significa, son sin duda su otro legado.
Sería injusto no mencionar que este camino —el fotográfico y el ecológico— no sería transitable sin la ayuda de su coequipera y esposa, Lélia Wanick.
Vivir así: hacer del asombro una brújula, dispuestos tanto al horror como a la luz; trabajar vocacionalmente de la mano de su compañera; transitar la adversidad escuchando nuestra sabiduría organísmica; pasar de la oscuridad a la luz, de Ruanda a la Amazonia y, como Ignacio de Loyola, registrarlo para otros; dibujar con nuestra historia la trayectoria vital de los místicos… quizá sea esa la mejor manera de transitar la existencia.
Su recorrido invita a revisitar la relación entre cuatro diversas clases de asombro: el estético, el de la contemplación mística, el metafísico y el ético, profundamente emparentados y, sin embargo, distintos. Lo bello, lo santo, lo primero y lo bueno se vinculan y se distinguen sorprendentemente. Aunque su relación no es trivial y tiene consecuencias sociales y culturales insospechadas, cabe decir que estos últimos párrafos constituyen un apéndice evitable, un colofón filosófico que, frente a la fuerza testimonial de Salgado, puede parecer hasta grosero.
Voy, con todo y la advertencia.
Aunque los cuatro asombros están marcados por el desinterés, el estético y el ético, a diferencia del místico y el metafísico, están necesariamente anclados a lo concreto. Se contempla una obra bella en específico o se persigue una acción moral concreta. Místicos y metafísicos en cambio comparten una vivencia de vinculación con el todo. Se saben parte de la sinfonía del ser.
La nota de desinterés es también condición de toda contemplación. Sólo en el terreno de la ética —en el que el asombro se asocia a “sentimientos morales” como la indignación y la inspiración— el asombro invita, más que al desinterés, a todo lo que encausa y ordena el interés, a todo lo que nos permite adjetivarlo de justo y de genuino.
Cabe finalmente señalar que sólo en el caso de la intuición metafísica el asombro se relaciona con el edificio racional. En todo lo demás, ser contemplativo se antoja casi antitético del modo de proceder racional.
Puede decirse mucho más y mejor sobre la relación de los asombros. Queda como materia pendiente para apreciar y subrayar el valor espiritual de los artistas. Llegará quizás el día en que no sólo consideremos santos a los de comportamiento heroico, sino a los muchos que —como Gaudí, Salgado y Bach— nos han hecho sentir lo Eterno. EP