
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Adriana Malvido aborda el silencio.
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Adriana Malvido aborda el silencio.
Texto de Adriana Malvido 03/03/25
Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Adriana Malvido aborda el silencio.
Hace ocho años, en 2016, una cirugía de cervicales me llevó a vivir un mes de recuperación en casa. El uso del collarín y las indicaciones médicas me alejaron de la computadora y de la calle, del trabajo y de la vida social. Puedo decir sin titubeos que fui feliz porque redescubrí el silencio.
No es que una cirugía mayor sea necesaria para entrar en ese proceso, pero a mí me obligó a vivirlo. El silencio me llevó a saberme vulnerable, a poner un alto en el camino, a reconocer que el mundo gira igual sin mi presencia y a entender que si tienes la oportunidad de seguir respirando, de mover las piernas y los brazos, de mirar y escuchar, hay que celebrarlo día a día y sin regateos. Pero fueron los ejercicios de fisioterapia los que me regalaron, cada día, un clavado hacia dentro, un encuentro con mi propia pequeñez, un espejo retrovisor a los problemas y a las necesidades que me invento, a las mil y una distracciones que me impiden ver lo importante.
El silencio es un privilegio. Durante la pandemia, cuando el confinamiento nos alejó de los demás, llegó a mis manos el libro Biografía del silencio de Pablo d’Ors (Siruela, 2012).
Desconocía a este escritor, filósofo, teólogo y sacerdote católico que promueve la meditación. Y no es necesario ser religioso para agradecer tanta sabiduría. Porque cuando vivimos dudando de todos, nos habla del valor de la confianza; cuando hay quienes se afanan en dividirnos, insiste en la unidad con los otros: “yo soy tú, soy la naturaleza y soy el universo”; cuando cada minuto nos bombardean estímulos para el entretenimiento, él hace hincapié en la importancia de la espera, la quietud y la interiorización: “se limpia la mirada […] el oído se afina hasta límites insospechados, y empiezas a escuchar el verdadero sonido del mundo”. Profundiza en la ligereza y el desapego: “cuando no nos agarramos a nada, volamos”.
El filósofo escribe sobre el papel del silencio para asumir nuestras responsabilidades; critica ese afán nuestro de enamorarnos del drama “para no aburrirnos” y de inventarnos problemas cuando en realidad “ninguna carga es mía si no me la echo a los hombros”. Descubrir que no podemos realizar determinada tarea, “puede ser una liberación”.
El silencio, para Pablo d’Ors, “es una llamada […] a entrar a no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial, en la creencia de que desnudos nos encontramos mejor a nosotros mismos”, aunque para eso ―advierte― hace falta una extraordinaria humildad.
El desierto puede ser un sinónimo de silencio. Quien opta por un viaje al desierto realiza, como escribe Terry Tempest Williams, una peregrinación a sí mismo, donde no hay lugar para esconderse y por eso nos encontramos.
Pienso en Beethoven. En 1823 su sordera es total cuando compone la Novena y le da eternidad a la Oda a la Alegría del poeta Friedrich Schiller. Con pancreatitis crónica y cirrosis hepática ―causa de su muerte a los 57 años― vive en un aislamiento casi permanente. Si para Beethoven esta condición lo forzó a escuchar hacia dentro, blindarse contra el mundo exterior y concentrarse en su música, para su biógrafo Maynard Solomon, la sordera no alteró sino que incrementó sus posibilidades como artista. Coincide con él Adolfo Martínez Palomino, en el tomo dedicado a Beethoven y Paganini dentro de la colección Músicos, Medicina. Historias Clínicas de Grandes Compositores (Colegio Nacional, 2020). El médico se adentra en el cuerpo del compositor alemán y entiende la limitación auditiva “no como una deficiencia sino como una diferencia” que permite al genio obras sublimes “no a pesar de la sordera, sino, tal vez, gracias a ella”.
Casi dos siglos después, el pintor británico David Hockney sufrió un derrame cerebral menor que le atrofió el habla por un tiempo, pero se dio cuenta de que el silencio le ayudaba a concentrarse mejor y que podía dibujar, así que en 2013 se instaló durante seis meses en los bosques de Woldgate en Yorkshire del Este, Inglaterra, y esperó la llegada de la primavera mientras iba registrando sobre papel, con negros, blancos y grises, la transformación del paisaje. Antes, en 2011, había capturado con un iPad el arribo primaveral y las nuevas formas y colores que poco a poco le regalaba la naturaleza. El camino, los árboles, las ramas, las hojas, las flores, la lluvia… hablaron por él en un estallido de belleza deslumbrante. Luego imprimió las imágenes a gran escala y en 2014 mostró el resultado en la Galería Pace de Nueva York. Otra obra monumental suya, al óleo, se exhibió durante 2015 en el Museo Nacional de Arte de la Ciudad de México, como pieza estelar de la exposición Landscapes of the mind.
Dice David Joselit que las obras artísticas son, como las estrellas, depósitos profundos de tiempo, información y experiencia. Y Hockney, en su silencio, nos dio una lección de paciencia. “Inteligencia temporal” le llaman hoy al recurso que nos permite tomar las riendas en el manejo de nuestro propio tiempo frente al vértigo de la vida contemporánea que impone el deseo de la gratificación inmediata y la idea de que el acceso tecnológico, por sí solo, es sinónimo de conocimiento. Por eso, una de las apuestas pedagógicas del siglo XXI es la desaceleración y el rescate de la perseverancia y la contemplación. Y es que, a la larga, pueden ser muy productivas.
El silencio se lleva muy bien con la poesía. Conviven en la casa-museo de Luis Barragán, en Tacubaya. Decía el arquitecto: “En mis jardines, en mis casas, siempre he procurado que prive el plácido murmullo del silencio, y en mis fuentes canta el silencio”.
Vivimos en medio de estruendos internos y externos. Pienso en el canto de las sirenas que enloquecía a los navegantes en la mitología griega; la música de David tranquilizando al perturbado Saúl, en la Biblia; la magia en la leyenda del flautista de Hamelin … todo lo que hace con nosotros el sonido, la música… Y también el ruido. Los efectos sonoros en los seres vivos han sido estudiados desde tiempos remotos. En su texto “Percepción y sensación auditiva”, el doctor Horacio G. Piñeiro, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, hace un recuento donde aparecen, por ejemplo, Leonardo Da Vinci, quien al escribir que las líneas a lo largo de las cuales viaja el sonido no son rectas sino curvas, describía las propiedades especiales de las sensaciones auditivas. O Hermann Von Helmontz, médico y físico alemán, autor de un trabajo definitivo sobre psicoacústica a fines del XIX. Mucho antes, los griegos adjudicaron los sonidos de Eco a la voz de la atormentada ninfa de la montaña, enamorada de Narciso, destinada por los dioses a repetir las palabras de otros.
El eco es un fenómeno de refracción que se produce en espacios vacíos donde el sonido choca contra paredes y montañas, y es devuelto como reverberación. Por eso, dice Piñeiro, ha inspirado a grandes arquitectos de coliseos, teatros e iglesias “donde el sonido genera una majestuosa impronta para la presentación de grandes orquestas que cautivan a las multitudes”. Los púlpitos en las iglesias se pensaron así cuando no existía el micrófono. Y el Coliseo Romano se basó en el mismo principio con la idea de “enardecer”, tanto a las masas espectadoras como a los gladiadores.
A veces es necesario salir de esa especie de coliseo en el que vivimos. Tomar distancia para ver el mundo desde fuera y en silencio. Recuerdo la película Ruido de Natalia Beristain. Retrata como la realidad insiste en volverse insoportable para miles de seres humanos y madres que, como Julia, interpretada por Julieta Egurrola en la cinta, viven el infierno de la desaparición y búsqueda de una hija.
Con la película dentro, incluidas la frialdad criminal y la rendición de las autoridades, me enfrento, como todos en este país, al silencio infame del gobierno ante la desaparición de jovencitas y niñas, adolescentes y jóvenes que se esfuman a diario y cuya huella queda en el retrato cotidiano de “Se busca”. Cada día resulta más doloroso el desfile terrorífico de fotos y “señas particulares”, el vacío y la estela de silencio que dejan “los desaparecidos” en seres cercanos y familiares.
Ante el horror y la parálisis que provoca el ruido ensordecedor de la información cotidiana, hay alternativas para darle un lugar a la reflexión en silencio sin cerrar los ojos ante la realidad. El naturalista John Muir propone aprender de los bosques y del fenómeno llamado inoculación: “la fusión de árboles separados en un solo organismo a través de las raíces y las ramas hermanadas durante años”. Ya no se trata de una simbiosis entre dos organismos sino de un nuevo organismo híbrido que comparte los recursos vitales. “Estamos atrapados en una red ineludible de mutualidad”, diría Martin L. King.
Elie Weisel aseguraba, desde la conciencia de la hermandad, que “todos somos cuidadores de los otros”. El antídoto contra la parálisis derivada de la sobreinformación de calamidades, para el escritor, está en los pequeños actos, en sembrar semillas, alimentar el diálogo. La acumulación de ellas podría cambiar el mundo.
Espacios para huir del ruido hay pocos, quizá. Pero meditar en silencio podemos hacerlo todos, para percatarnos, como dice Pablo d’Ors, “de que la vida es un viaje espléndido y que para vivirla solo hay una cosa que debe evitarse: el miedo”. EP