Cuatro historias

Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Myriam Moscona presenta cuatro historias en torno al silencio.

Texto de 03/03/25

Pentagrama reúne cinco plumas en un espacio de reflexión sobre temas fundamentales. En esta entrega, Myriam Moscona presenta cuatro historias en torno al silencio.

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El agua y el silencio

Fue un proceso largo, doloroso, como todos los que suelen atravesarse en una situación similar. Era una tarde calurosa. Sabía lo que tenía que hacer, pero descubrirlo me llevó tiempo, dudas, tropezones, dolor, ansiedad y, sobre todo, el ejercicio de enfrentar el miedo de mi decisión. Esa tarde iría a hablar con mi pareja de 10 años y decirle lo que tal vez él quería oír, pero no se atrevió a darle cuerpo y menos cara. ¿Cobardía?, ¿una especie de “date cuenta y actúa tú”? Me hacía pensar en esos oficinistas que se quieren echar y en vez de encararlo, le quitas su lugar de trabajo, le cambias sus funciones, le alteras la vida para que decida y se vaya. 

Llegué temblando, pero decidida. ¿Qué iba a hacer saliendo de allí? ¿Iba a regresar a casa? ¿Iba a deshacerme sola por dentro? Pensé como piensa un estratega antes de enfrentar una batalla. Después del hecho, ¿qué seguiría? ¿A dónde salir?, ¿por dónde salir? Desde el militar hasta el jugador de ajedrez se preguntan cuál es el camino después de una incursión. Una mano en la garganta para percibir la vibración. Una voz intrusa, la de siempre, opina, a veces para bien, a veces para mal. Él, con ojos de espanto, pálido, limpiándose las lágrimas y callado. La voz intrusa te impulsa hacia lo que vas a hacer, a decir. Afuera, las ramas hacen escándalo. Hay viento.

Dos días antes me inscribí en un club de natación. A las cuatro y media de la tarde empaqué en mi mochila mis gogles, mi gorro, mi traje de baño. Eran mis instrumentos para esta operación. Salí de casa con mochila al hombro. No la bajé. Abrí todavía con mi propia llave. Le pregunté si sabía por qué estaba allí a esa hora. Me respondió que no. Dije lo que tenía que decir con mucha torpeza, pero con los pies enraizados. No quise que me acompañara a la salida. Volví a poner la mano en la garganta. Latía a todo galope. Al salir, sabía a donde dirigirme. Iría a buscar el silencio necesario. Fui a deshacerme al agua, mientras mi cuerpo se desplazaba de una orilla a otra, marchando con mi respiración, exhalando, cansando al cuerpo, imponiéndole un ritmo a la mente malherida. Me parecía que el tiempo pasaba a otra velocidad. 

Nadar no es el silencio total —y de eso hablaré más adelante—. Nadar es oírse por dentro; es saber que si no respiras, no avanzas; es entrar a otro mundo donde el sonido cambia por completo. También es una forma de animalidad y un ejercicio para el espíritu. O al menos puede serlo, aunque, como en todo, cada nadador va a su manera. He asociado algunas semejanzas entre nadar y escribir poesía. La primera es, sin duda, la respiración. Si no respiras, no avanzas. El ir, con otro sonido, entre una orilla y otra y desplazarse sin pretender llegar a ninguna parte. Porque no hay una llegada, ni una meta final. Oírte por dentro. El esporádico olvido de ti mismo, el volver en ti, siempre acompañado de esas dos dimensiones entre el sonido de la cabeza adentro y el sonido de la cabeza afuera, entre la técnica y el olvido de la técnica. Se respira en otro tiempo y pese a que los sonidos no cesen, se experimenta su presencia. Allí está aquel silencio buscado, acompañándote como una sustancia curativa, como una emulsión espiritual. Al salir del agua, se está en otro estadio, se ha pasado no solo por una experiencia deportiva sino por una ayuda terapéutica. Vuelve la mano a la garganta, la voz intrusa se ha mitigado, es menos insidiosa, menos entrometida. Haber estado en el agua actúa sobre la tristeza; es un cambio sutil, pero es un cambio.

“Allí está aquel silencio buscado, acompañándote como una sustancia curativa, como una emulsión espiritual”.

Sin afán de romantizar, he llegado a sentir que el agua me convierte en una mejor persona. Necesito hablar menos. He atravesado por una especie de línea de comprensión que el sonido de ese otro silencio interno favorece mediante una especie de poética del desplazamiento. La sinestesia es el mestizaje cruzado de los sentidos. Por ello, el sonido es alquímico y muta en silencio mientras habla.

Resonancia magnética

Emite tanto ruido que, al paciente, internado en ese tubo espacial, se le ofrecen tapones de oídos para mitigar las frecuencias mientras dura el encierro que, para algunos, resulta claustrofóbico. “No se mueva, no trague saliva, no mueva la lengua, no mueva los ojos, aunque estén cerrados; cuando se le diga no respire, controle, no se mueva”. 

Tengo la edad que tengo y es la primera vez que entro en la cápsula. Quizá por la natación, quizá por el yoga, quizá por mis intermitentes y errabundas prácticas de meditación, tengo cierto entrenamiento respirando. Es una especie de herramienta que me ayuda a liberar momentos de tensión, de impaciencia, de ruptura de ritmos, que me orientan en cualquier tipo de ejercicio físico, incluso mental, incluso de escritura. Allí dentro, recordé la práctica del sensei que enseña a sus discípulos a moler la tinta, a mojar el pincel y desplazarlo en los tres movimientos de respiración. La primera vez que intenté dibujar un bambú lo hice con enorme torpeza, pero gracias a esas exhalaciones.

En la cápsula del encierro se oyen taladros, se oyen frecuencias agudas (las más molestas), se escuchan ronroneos mecánicos. Y ese exceso de ruido y la inmovilidad impuesta bajo la amenaza de “si se mueve, tendremos que reiniciar”, logré entrar en otro estadio. Digamos que, a mayor ruido, mayor silencio. Además, comencé a imaginar que estábamos por despegar desde Cabo Cañaveral y que no podía echarle a perder el viaje a mis colegas. Y lo cierto es que despegamos y el barullo espacial acompañaba el viaje. La cápsula se convirtió en una nave de aventuras que mientras más bullía el ruido, más se elevaba. Recibí una lección. El silencio es un estado mental, no sólo es lo que representa en términos de serenidad buscada. Por ese silencio, como una barrera contra el ruido, se logra entrar en un viaje donde el espacio te envuelve hasta tener la sensación de tu diminuto mundo y la grandeza se convierte en una percepción del universo. No salí de la resonancia más cuerda, eso se da por sentado, pero salí como después de un viaje largo. Al poner un pie en tierra firme, recordé con una sonrisa una advertencia estorba. A pesar de mi oficio, recordé una sentencia del francés Georges Clemenceau: “Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra”.

“El silencio es un estado mental, no sólo es lo que representa en términos de serenidad buscada”.

4’33”

Uno de los creadores que llevó al límite la búsqueda del silencio en el siglo XX fue John Cage, el imaginativo, rebelde e inconforme compositor estadounidense que presentó al público en 1952 una pieza cuya duración (4’33”) desafiaba al público presente. Al momento de ser presentada en la sala repleta de escuchas, el concertista se levantó la lengüeta del frac, se sentó al piano y frente a una partitura en blanco interpretó, sin moverse, esta obra que, en muchos sentidos, cambiaría el curso de la composición. (Frank Zappa reconoció la influencia que la obra del silencio ejerció en sus figuraciones). 

Sin embargo, en ese momento, el público se sintió estafado. No habían pagado para escuchar nada. John Cage dijo: “la obra no está formada realmente por silencios, sino por los sonidos ambiente que se producen de forma natural en el entorno y entre el público”. Durante el primer movimiento —dijo más adelante— se oía el viento que soplaba en el exterior; durante el segundo, las gotas de lluvia empezaron a repicar sobre el tejado. Y durante el tercero, las propias personas emitieron todo tipo de sonidos interesantes, mientras hablaban o se encaminaban hacia la salida, comentó el compositor como testigo presente en el Maverick Concert Hall, aquel memorable 29 de agosto de 1952. 

Cage no había llegado a esa obra, a esa síntesis, como una ocurrencia. Todo un trabajo de meditaciones y hallazgos precedieron el atrevimiento de presentar algo que seguramente no iba a comprenderse ni aceptarse. Y así fue. Como participante y miembro activo del mítico Mountain College, un proyecto donde la creatividad y la interdisciplina encontraron un momento irrepetible en los Estados Unidos, estuvo expuesto, por ejemplo, a las obras del pintor Rauschenberg, a esos lienzos de blanco total o negro total. “Sí, debo hacerlo; si no, me estoy quedando atrás; si no, la música se está quedando atrás”: pensó al verlas. El compositor había pasado por una experiencia de búsqueda total del silencio. Lo obsesionaba. Logró entrar a una cámara anecoica, un espacio diseñado para absorber las ondas acústicas y electromagnéticas, evitando que se reflejen y aislando el sonido exterior. Entró allí solo. Al cabo de unos momentos comenzó a escuchar algo que rompía la idea del silencio total: era su corazón y el flujo de su sangre. 

“El compositor había pasado por una experiencia de búsqueda total del silencio. Lo obsesionaba”.

Cuando en 1948, se encontraba en el proceso de encontrar esa pieza pensó que la llamaría Oración de silencio: “Se iniciará con una sencilla idea que quiero intentar hacer tan seductora como el color y la forma y la fragancia de una flor. El final llegaría imperceptiblemente”. 

Todo este proceso, me remite a uno de los momentos más altos de la poesía castellana; evidentemente, a San Juan de la Cruz:

Yo no supe dónde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

Ascenso al Castillo de Chapultepec

El regalo final para sentir la marcha es el sonido del corazón. Mi querida acompañante me cuenta esa mañana que alguna vez el médico le preguntó qué es lo que más disfruta de hacer deporte. Ella era marchista. Respondió que llegar y quedarse callada, aislarse del ruido y con los ojos entrecerrados sentir el sonido del corazón, las percusiones. Imposible no asociarlo con la experiencia de la caja anecoica donde Cage supo que, mientras estemos vivos, el silencio existe en nuestro mundo perceptivo asociado al mundo que nos envuelve. Quizá a John Cage le hubiese gustado este poema de Mario Montalbetti:

el canto de las aves escondidas en el follaje

apenas alcanza las tres sílabas

luego silencio

luego otra vez alcanza las tres sílabas

luego silencio

es la forma que tienen las aves de no decir nada

luego otra vez

tres sílabas luego silencio y luego otra vez

es el canto de las aves escondidas en el follaje de los ficus

tres sílabas silencio otra vez

es la forma que tienen las aves

de no decir nada

tres sílabas silencio tres sílabas

pero el canto

es hermoso y se repite regularmente al atardecer

y luego otra vez

y luego otra vez

y no dice nada


El silencio no es sólo silencio. Existe en función de esas tres sílabas, existe en función de saberse curar, de escuchar la corriente sanguínea, de experimentar el ruido y aislarse, de poderse entregar a una respiración observada, de agitar el corazón y escucharlo. El silencio es una experiencia sensorial más allá de sí mismo. Al menos en esta dimensión, el silencio total, como lo supo John Cage, no existe. EP

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