Derechos humanos en los médicos

El autor cuenta, a través de dos crónicas, cómo se vulneran los derechos humanos de los médicos residentes. Una práctica común en los hospitales de México que debe ser erradicada.

Texto de 25/09/20

El autor cuenta, a través de dos crónicas, cómo se vulneran los derechos humanos de los médicos residentes. Una práctica común en los hospitales de México que debe ser erradicada.

Tiempo de lectura: 10 minutos

“Dr. Shepard, se le necesita en el servicio de urgencias. Dr. Shepard, se le necesita en el servicio de urgencias”.

“Masculino de 35 años con herida penetrante en tórax por arma de fuego: ¡administren 1000 ml de solución salina!, ¡pidan 5 unidades de sangre!, ¡soliciten sala en quirófano! ¡Rápido, las paletas!, ¡despejen! [suena la descarga del desfibrilador]. ¡Inicien compresiones!”.

Estos clichés se repiten incansablemente en cada película y serie de televisión sobre médicos, haciendo suponer que su vida es una descarga constante de adrenalina. Pocos programas muestran, en cambio, cómo disminuye la secreción de otros mediadores cerebrales como la serotonina y la dopamina, responsables en parte de disminuir el estrés y la ansiedad del cuerpo, lo que lleva a los médicos a la depresión de manera inevitable.

¿Quién podría suponer que un médico piense en quitarse la vida sólo por desarrollar su profesión? Las altas exigencias de la sociedad, la convivencia diaria con tragedias, lo extenuante de las jornadas laborales, podrían considerarse como algo intrínseco a la carrera de un médico. Sin embargo, cuando la depresión, la ansiedad, y los sentimientos constantes de derrota y menosprecio surgen en el gremio, y lo hacen debido a la violación constante de los derechos humanos de los médicos, se hace evidente que existe una falla grave del sistema de salud; una falla que la mayoría de las autoridades involucradas prefieren negar, debido a un mecanismo primitivo de defensa.

Abriré un paréntesis sobre la forma en la que se manejan las jerarquías hospitalarias y la terrible situación que viven los médicos y especialistas en formación. Luego narraré los hechos graves de los que fui testigo como médico y especialista en formación.

Los estudiantes de medicina, luego de cuatro años en la escuela, cursan el famoso “internado médico”. Es entonces cuando se inician las prácticas clínicas de manera formal y cuando los simples estudiantes comienzan a ser considerados como médicos en formación.  Al concluir el año del internado sigue el año del servicio social, y luego de este periodo —ytras un examen profesional sui generispuede obtenerse el grado de médico general junto al anhelado título. La mayoría de los médicos generales recién egresados tratan de cursar una de las especializaciones, llamadas “residencias médicas”. Para poder acceder a un curso de especialización es necesario aprobar un examen al que se inscriben alrededor de 50 mil aspirantes cada año. Son aceptados sólo entre el 5 y el 10% de ellos.

Resultar seleccionado para estos cursos es el máximo motivo de orgullo para un médico mexicano; significa que sus habilidades y conocimientos están por arriba de la media y, como recompensa, que podrá realizar una especialidad. La duración depende de la complejidad y el grado de especialización de cada disciplina, y va de los 3 años —urgencias médicas, por ejemplo— a los 6 años —como en el caso de neurocirugía.

En cualquier hospital donde se realice un curso de especialización médica, el organigrama de operaciones tiene en la cabeza al director, luego al subdirector y al jefe de enseñanza, posteriormente a los jefes de servicio o unidad y, por último, a los médicos adscritos. Todos son trabajadores del hospital, tienen prestaciones y forman parte de un sindicato —salvo algunos directivos, cuyos puestos se consideran de confianza.

Los médicos residentes, en cambio, flotan en un limbo laboral: no se establece si son estudiantes universitarios becarios, o si pertenecen a la base trabajadora del hospital. A veces, y de acuerdo con lo que convenga a las autoridades, son tratados como estudiantes; otras veces, en cambio, como trabajadores hospitalarios con todas las obligaciones legales que esto conlleva.

Debido a una tradición, y no a un marco legal bien establecido, los médicos residentes que se encuentren en los años superiores tienen mayor jerarquía que los que se encuentran en años inferiores. Esto permite que los primeros realicen toda clase de arbitrariedades sobre los segundos. Esto significa que un joven de entre 27 y 30 años tenga la posibilidad de castigar, bajo diversas modalidades, a los que se encuentran debajo de su rango hospitalario. Por ejemplo: un medico residente de cuarto año (conocido como R4) puede impedir que un médico residente de primer año (conocido como R1) acuda al comedor, y hacerlo sólo para “forjar su carácter”.

Si un R1 comete una falta que un residente de mayor jerarquía considera como grave, este último puede castigar al primero obligándolo a permanecer en el hospital (en contra de su voluntad) por tiempo indefinido. Un R4 puede exigir que un R1 le compre su desayuno o cena sin justificación alguna. Un R3 puede exigir a un R1 que de inmediato se presente en el hospital, aunque el R1 se encuentre en su día de descanso.

Resulta sencillo pensar que negarse sería la mejor forma de contraponerse a los perversos deseos de los R3 y los R4; sin embargo, la posibilidad de una sanción académica que pueda costar el puesto del R1 y que éste pierda, así, la oportunidad de ser especialista, recae directamente en los juicios que los R3 y R4 emiten con los jefes de enseñanza y profesores titulares de los cursos. Los residentes tienen la posibilidad de despedir a un R1 sin miramientos. Este sistema de castas obliga a que los superiores sean tratados “de usted”. Cuando, por descuido, un residente de primer año o un médico interno tutea a alguien de jerarquía superior, inmediatamente recibe una reprimenda propia del sistema militar.

“Esto podría ser erradicado si no existiera la complicidad de los médicos adscritos, jefes de servicio, jefes de enseñanza y directores de los hospitales; sin embargo, ellos prefieren ignorar que lo anterior es un problema y considerarlo como una tradición.”

Todo esto podría ser erradicado si no existiera la complicidad de los médicos adscritos, jefes de servicio, jefes de enseñanza y directores de los hospitales; sin embargo, ellos prefieren ignorar que lo anterior es un problema y considerarlo, en cambio, como una tradición de casi 50 años. La situación se torna más grave cuando los médicos adscritos y jefes de servicio incurren en las mismas conductas, obligando a los médicos de menor jerarquía a cumplir con vanidosos caprichos, infundiendo en ellos miedo a perder el curso de especialización o a ser expulsados del hospital, y hacerlo por algo tan sencillo como negarse a comprar una Coca-Cola a las 11 de la noche.

Los siguientes relatos son experiencias vividas por los médicos residentes e internos de hospitales que yo presencié o padecí. Experiencias donde se violó, por decirlo con cabalidad, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Para evitar controversias omitiré y cambiaré los nombres, tanto de las instituciones de salud como de los protagonistas.

El servicio de urología (2007)

La primera rotación del año de internado que realicé fue en un servicio de cirugía general. Al considerarse una especialidad quirúrgica, el programa académico exigía que los médicos internos prestáramos servicio con los médicos de urología. Durante dos semanas, las actividades del interno consistirían en colocar sondas uretrales y asistir a los urólogos en las cirugías. Sin existir un motivo preciso, es sabido que los servicios hospitalarios de urología al menos en México son despiadados con los médicos en formación. En los pasillos de los hospitales se comenta que los residentes de primer y segundo año de urología tienen negado el uso de ascensor sin mayor motivo que su rango. Yo solía considerar esto como una especie de mitología hospitalaria, como una exageración surgida de la estricta disciplina que requiere adquirir los conocimientos de una especialidad tan compleja.

El primero de mis compañeros de internado que asistió a los urólogos nos confirmó, un día, el mito de los elevadores. Terminaba de contarnos eso cuando, agresivamente, uno de los urólogos convocó a junta para darnos la “bienvenida”. En ella, habló de lo inútil que resultaba nuestra existencia para ellos y del sombrío futuro que nos esperaba, sin olvidar, por supuesto, las amenazas a privarnos de nuestra libertad ante cualquier error, que con toda seguridad cometeríamos. El inevitable tiempo transcurrió diluyendo el miedo generado en esa primera junta. De alguna manera nos sobrepusimos a los insultos y agresiones constantes. 

Una tarde Leticia solicitó al urólogo responsable del servicio que firmará una nota médica, ya que ella, al ser un médico en formación, no contaba con cédula profesional. La respuesta del urólogo fue: “Si te hincas y me dejas apoyarme en tu espalda para firmar, lo hago”. Leticia, indignada y sorprendida ante la petición, se negó, y abandonó la sala llorando y nos contó la humillación que había sufrido. Su indignación y humillación se convirtieron en nuestras. Más tarde, nuestra inconformidad y nuestras protestas fueron minimizadas por las autoridades del hospital: nos separaron del servicio de urología por treinta días. Al mes siguiente, la nueva rotación de médicos internos continuó sirviendo a los urólogos; de la misma forma, continuó la tradición de maltratos e insultos. Desconozco, después de 13 años, si dicha tradición permanece vigente en los servicios de urología, pero imagino que sí: la impunidad permite que se perpetren los maltratos.

En el hospital de ginecología (2009)

Fernanda fue aceptada para especializarse en ginecobstetricia en uno de los hospitales más importantes del país. Para lograrlo no sólo debía aprobar el Examen Nacional de Aspirantes a las Residencias Médicas (ENARM); después de obtener la constancia de aprobación, el siguiente paso consistía en buscar un lugar dentro del sistema hospitalario, labor casi igual de complicada que aprobar el examen. Tras ser rechazada en el Hospital General de México, recibió la llamada de este instituto ubicado cerca de las Lomas de Chapultepec, considerado como el mejor hospital de México en el campo de la ginecobstetricia. Dicho hospital, famoso por sus investigaciones y por la calidad de sus médicos, forma a orgullosos profesionales de la salud que, al egresar, cuentan con un gran prestigio.

En esos días yo había sido aceptado en el Hospital General de México para realizar la residencia en medicina interna y desempeñaba mis labores con relativa facilidad. De cuando en cuando me comunicaba con Fernanda para saber cómo se encontraba. La primera llamada giró en torno a lo difícil de los desvelos cotidianos y a lo difícil de las múltiples tareas delgadas a los R1 en los dos hospitales. Asumí que sus actividades eran tan complicadas como las mías.

En la segunda llamada Fernanda se escuchó desesperada y ansiosa por el acoso académico al que era sometida por los residentes de segundo, tercero y cuarto año, siempre respaldados por los médicos adscritos. Los reproches constantes hacia su ignorancia médica (a pesar de que era una especialista en formación) la sumergían en un insomnio permanente, coronado por la hiporexia —pérdida de apetito—que inevitablemente le advenía.

Creo que fue en la tercera llamada cuando me contó sobre el ritual de ingreso al que eran sometidos todos los residentes de primer año, como parte de la “tradición” y “mística” del “instituto”. Durante una semana, todo residente de primer año que prestara sus servicios en la unidad de urgencias del hospital —alrededor de 5—, estaba obligado a comprar el desayuno de todo el personal del servicio, incluyendo a médicos adscritos, residentes de años superiores, personal de enfermería y camilleros, así como el personal encargado de cuestiones administrativas. Debido a la zona donde se encuentra el hospital, una de las de mayor plusvalía del país, los desayunos eran caros, y más teniendo en cuenta que debían comprar alrededor de 15.

“En la tercera llamada me contó sobre el ritual de ingreso al que eran sometidos todos los residentes de primer año”.

La siguiente llamada fue la más impactante. Recuerdo aún la onda impresión que me provocó. Habían transcurrido un par de meses desde nuestro ingreso como especialistas en formación. La aberrante “tradición” y la aberrante “mística” (lo que sea que esto signifique), que con recelo defendían las autoridades y los residentes del hospital, obligaban a todo el personal a realizar una especie de novatada a los R1.

Fernanda comenzaba su rotación por la unidad tocoquirúrgica —donde se llevan a cabo los procedimientos quirúrgicos de tipo obstétrico—. Un día el teléfono sonó, contestó Fernanda y un R3 que se encontraba en el segundo piso del hospital le dio el aviso: una paciente con VIH en trabajo de parto estaba “completa”; es decir, la dilatación del cérvix había superado los 10 cm y el nacimiento era inminente. La unidad tocoquirúrgica se encontraba en la planta baja, y hasta allá se escuchaban los terribles alaridos de dolor de la mujer en labor de parto. Los R2 y R3 le exigieron a Fernanda que de inmediato que subiera con ellos. En una situación de tal naturaleza es indispensable el uso de guantes, pero, inexplicablemente, no había guantes en toda la unidad. El tono de los residentes de años superiores se elevó, improperando con toda clase insultos a Fernanda sobre su baja capacidad intelectual. No tuvo mayor remedio que atender a la paciente sin equipo de protección para hacer un diagnóstico. Al acerarse al canal vaginal para confirmar el grado de dilatación, uno de los R3 presentes, que tenía guantes y unas tijeras en las manos, cortó la membrana conocida popularmente como “fuente” y una gran cantidad de líquido amniótico brotó mojando la cara de Fernanda. Los insultos continuaban. 

Es conocido que la mayor carga viral en una mujer embarazada e infectada por VIH se encuentra en el líquido amniótico. Si este había tenido contacto con los ojos de Fernanda, la infección era casi un hecho. El R3 le pidió que se retirará y le dijo que, debido a su mal desempeño, debía firmar su renuncia en el quinto piso, donde se ubicaba la jefatura de enseñanza. 

Fernanda, en segundos, había perdido su puesto y tenía que lidiar con una posible infección de VIH. Ya en el vestidor, mientras las lágrimas empapaban su rostro, escuchó cómo el R3 le confesaba que todo se había tratado de una broma. En contubernio, médicos, camilleros y enfermeros habían escondido los guantes y el equipo médico. La paciente también había sido falsa: Fernanda no pudo explicarme cómo había sido engañada con exactitud; el hecho era, no obstante, que una R2 se había prestado para la broma y que la “fuente” era un condón lleno de agua. Al ver su llanto le pidieron que no exagerará. Ellos se habían divertido mucho al ver su cara mientras atendía a la paciente.

Debo decir que los rasgos sociopáticos con que la broma fue planeada me preocuparon. Se aleja de mi comprensión cómo es que entre seres humanos y colegas podemos hacernos tales aberraciones. No es cuestión de tolerancia por parte de las autoridades hospitalarias, lo macabro es que lo fomentaban y hasta lo defendían asegurando que se trataba de una mística gremial.

Dos años después leí una nota en La Jornada, dondeuna doctora narraba cómo fue sometida al mismo acoso y luego despedida. Denunció al “instituto”. Los responsables nunca fueron cesados de sus puestos. En su momento escuché a Fernanda, incluso, negar los hechos denunciados en La Jornada, e incluso justificó las torturas descritas en la nota periodística como parte de la formación de los futuros ginecólogos. Dos años después de haber padecido lo mismo, Fernanda consideraba que la nota era una exageración. El sistema había ganado.

Marco Legal

La Comisión Nacional de Arbitraje Médico (CONAMED) establece una carta que incluye los derechos básicos de cualquier profesional de la salud, no sólo médicos. Es obligación de las autoridades de cualquier establecimiento que preste servicios de salud exhibirla en un lugar visible. Detrás de dicho decálogo existe todo un marco legal de referencia que involucra, por supuesto, a la Constitución Política Mexicana y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El quinto punto dice lo siguiente: “Recibir trato digno y respetuoso por parte de los pacientes y sus familiares, así como del personal relacionado con su trabajo, independientemente del nivel jerárquico.”

Al ser únicamente una carta parecería sólo una declaración de buenas intenciones y, posiblemente, por eso permanece en el olvido. No obstante, tiene un sustento jurídico que se debe aplicar en caso de que los 10 derechos establecidos se violen. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, dice el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

De acuerdo con la Ley Federal del Trabajo, artículo 132, una de las obligaciones de los patrones es “guardar a los trabajadores la debida consideración, absteniéndose de maltrato de palabra o de obra.” Podemos entender entonces que los hospitales públicos y privados, así como las universidades del país y las secretarías de salud locales y federal, violentan la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Ley Federal del Trabajo cuando participan, o toleran, los maltratos sufridos por los residentes. La Carta de los Derechos de los Médicos olvida mencionar cuando un médico, independientemente de su jerarquía, es obligado a permanecer en el hospital en contra de su voluntad, con amenazas e insultos y, por supuesto, sin remuneración económica. A mi juicio, este tipo de conducta es separada sólo por una delgada línea de la privación ilegal de la libertad, más aún cuando, de no cumplirse el castigo, la consecuencia directa es perder el trabajo y la oportunidad de concluir una especialidad médica.

Es cierto que hoy muchas prácticas se han erradicado. Cada vez se evoluciona más en el camino hacia la correcta práctica de los derechos humanos en los hospitales; sin embargo, incluso al laborar en una institución pública he sido testigo del mismo tipo de vejaciones, toleradas nuevamente por las autoridades. En futuras publicaciones continuaré con más testimonios de los que fui testigo y, si algún lector requiere una voz, con gusto podrá contar conmigo. EP

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