Cuota de género es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Cuota de Género: Pecados mortíferos
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Texto de Abril Castillo 11/11/19
No sé cuándo dejé de tener hambre. Ni por qué hay días en que no paro de comer y otros en los que no me entra bocado, a menos que no sea bajo alguna de las trampas que yo misma me pongo. Antes sabía distinguir en qué día de mi ciclo estaba, basada en mi hambre. No sé exactamente si es un día fértil o no, nunca me aprendo esas cosas, pero sí sé que había una semana en mi mes en que moría de hambre y aunque recién hubiera comido, podía empezar de nuevo, como si nada.
Tal vez es que mis ciclos ya no se miden tanto por mi regla, sino por mi estrés.
Tal vez es que paso mucho tiempo sola o he extendido demasiado mis horarios laborales, y la adrenalina me impide sentir hambre, o sentir en general otras cosas. La insensibilidad más obvia, de la que ya me di cuenta, es el hambre.
Tal vez tenga que ver con no comer en familia, aunque tampoco sé cuándo dejé de hacerlo. Tengo claridad en cómo mi familia fue cambiando, pero no cuándo comer juntos dejó de ser una rutina, cuándo comer acompañada se volvió más bien un ritual.
***
Mi tío Tolín era diabético. Lo diagnosticaron por ahí de cuando cumplió 40 años, un poco más. Sus hijas le decían que cómo no le iba a dar diabetes si todos los días por varios años, después de correr, se tomaba una coca cola como desayuno.
Mi tío era bastante disciplinado en el ejercicio y en la alimentación. Excepto que nunca desayunaba. Cocinaba muy bien y hasta cuando le prohibieron correr, por una lesión en la rodilla, siguió yendo a un gimnasio a caminar o hacer pesas.
Al final de las comidas de los domingos, a veces nos robaba una cucharada de postre. Decía que nada se podía desperdiciar, que así lo había educado mi tita. Nos decía: Comérmelo es un pecado mortífero. Pero desperdiciarlo, un pecado mortal.
En la ofrenda de este año, le puse una coca de lata y dos panes de muerto. Ahora, ya muerto, no puede hacerle daño el azúcar a mi tío. Puede ser él en toda su plenitud.
Sin cuerpo, ya nada hace daño.
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Si no estoy acompañada, a veces no como, y ese es un problema, porque muchas veces no tengo tiempo de rituales. Así que he aumentado dramáticamente mi consumo de pizza, hamburguesa y sushi, y también de alcohol, esa trampa que me pongo para dejar de pensar, desconectar la tensión y el estrés, y poder comer. Con una copa de vino basta para abrir el apetito.
Las hamburguesas las como muchas veces en el coche, de camino a la escuela, o viendo la tele. Supongo que mi mayor compañía en estos años, en el desayuno, en la comida y en la cena, han sido personajes de series de Netflix o de DVDs que no me canso de ver. En los últimos años he comido más veces con Walter White, Bree Van de Kamp, Rory Gilmore, Homero Simpson, Elaine Benes y Michael Scott, que lo que he comido con mi tita, quizá.
Hablo siempre mucho de las ya casi extintas comidas en familia los domingos y tiendo a idealizarlas. La realidad es que en los últimos años no nos veíamos tantos domingos, una vez al mes si bien nos iba.
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En la película de Hook, Robin Williams es un Peter Pan que regresa al país de Nunca Jamás, porque el Capitán Garfio (interpretado por Dustin Hoffman) se robó a sus hijos. Peter Pan es un señor cuarentón, lleno de trabajo y fuera de forma. Además, ha olvidado todo sobre sí mismo.
Cuando sus hijos son extraídos del cuarto de infancia de Wendy, una vieja que recuerda todo y abuela de la esposa de Peter Pan, llega Campanita y le dice a Peter que debe volver a ser Pan. Él no tiene idea de qué le habla y siente que alucina. Es necesario llevárselo también secuestrado a Nunca Jamás y ver si en esa terapia de shock recuerda quién era, recupera lo perdido: sus hijos (su futuro) y su memoria (su pasado).
Pero pasan los días y Peter no recuerda nada. No entiende nada tampoco y no sabe cómo conectarse con esa gente y con ese lugar. Los Niños Perdidos lo observan, nadie cree que sea él. Se enfrenta con un niño, el ahora líder, Rufio, y aunque su mente no sabe nada de sí, su cuerpo empieza a recordar cómo usar su espada. Ahí vemos sonreír a Peter por primera vez en toda la película, cuando vence a Rufio en un enfrentamiento amigable.
Llega la hora de comer y todos se sientan frente a una mesa vacía. Llena de gente, de trastes, cubiertos, jarras, vasos y platos, y nada de comida. Todos los Niños Perdidos comen en un acto de pantomima. Peter se muere de hambre y no entiende. Otra vez no entiende.
Para comer, tienes que ser capaz de imaginarlo, Peter, le dice alguien en la mesa.
Y él no es capaz. Trata de jugar su juego, seguirles la corriente. Hace como si tomara algo de un plato. Hace como si se lo comiera. Pero no come nada, sigue con hambre.
Rufio lo empieza a retar ahora verbalmente. Se enfrentan con juegos de palabras e insultos. Peter le dice maleducado, niño, bebé, zorrillo. Los niños se ríen. Rufio lo llama adulto, gordo, espejismo de lo que fue, y los niños aplauden. Rufio le hace el jaque mate cuando lo llama abogado. Los niños festejan a Rufio, le ha ganado.
Cuando Peter se queda sin palabras, le grita: Hey, Rufio. Y le avienta un plato vacío. Seguimos la trayectoria del plato desde la mano al aire y hasta la cara de Rufio. Y justo al hacer contacto con su oponente, salta el merengue y al fin aparece el pastel. De vuelta a Peter sentado, se despliega un enorme banquete lleno de pasteles multicolor, carnes, pollos, frutas y muchas delicias que tampoco éramos capaces de ver en la mesa.
Peter vuelve a sonreír y se sienta feliz a devorarlo todo. Otra vez, una memoria del cuerpo lo ha salvado.
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Para detonar mi hambre, cuando no tengo nada de nada, me imagino qué es lo más rico que se me antoja comer, y por eso voy. Supongo que no es raro elegir comida alta en carbohidratos como las hamburguesas, cuando ya estoy con la batería mental en 3%. O escoger algo que resulte imposible no antojarme, como un sushi.
Luego evoco las comidas de mi infancia. No las de los domingos, que eran especiales, sino las del día a día.
En mi casa vivíamos: mi papá, mi mamá, mi hermano y yo. Vivíamos en un departamento en Copilco 300 con vista a un jardín, la fronda de un árbol casi se metía por nuestra ventana. Se veía verde hasta donde nos alcanzaban los ojos. Cocinaba una señora que se llamaba Delfi (no era diminutivo de Delfina, sino de Délfica; dice mi mamá que el papá de Delfi alguna vez escuchó esa palabra y le pareció muy bonita). Delfi vivía en casa de mis abuelos desde que era joven. Ahí crio a sus dos hijos y convivió con mi mamá desde que era niña. Desde que yo nací, siempre estuvo ahí. Delfi cocinaba delicioso, y a veces me dejaba ayudarla, pero no me aprendí nunca sus recetas. Aunque me las supiera, sé que no sabrían igual los platillos.
Me imagino que Delfi fue para mi mamá un puente entre su infancia y su vida adulta (qué mejor puente que la comida), Delfi trajo los exactos mismos sazones de su casa. Quizá era una buena manera de vencer la falta de hambre, si es que mi mamá alguna vez la tuvo a mi misma edad. Porque cuando vivíamos en Copilco, mi mamá tenía la misma edad que tengo yo hoy, ¿también a esa edad se le habrá ido el hambre?
Comíamos siempre de entrada un plato de fruta: melón o sandía. A nadie le gustaba la papaya. Comíamos sopa de pasta o de verduras, pero casi siempre de pasta porque, por lo menos a mí pero quizá a mi hermano también, no me gustaban las verduras. Comíamos un plato fuerte y casi siempre arroz rojo. Platos fuertes: milanesa de res o de pollo, tacos dorados con lechuga y crema y queso, pastel de carne, cuete a la mostaza, papas al horno con jamón y crema, pudín azteca, tinga, croquetas de atún con mayonesa. A veces había puré de papa. A veces, frijoles. A veces sopas que eran mis favoritas: de frijol, de lentejas, de poro y papa. U otras que eran comidas completas: mole de olla.
Pero no puedo alimentarme de puros recuerdos. Ni con sólo imaginarlas, hacerlas aparecer, como los Niños Perdidos.
En semanas pasadas he tenido antojo de la milanesa con pollo y puré de papa. De las croquetas de atún con mayonesa. Le conté a mi mamá y me hizo un poco. Me hizo más. Me cocinó durante algunas semanas, para que comiera. Pero no siempre como y odio desperdiciar la comida. Como un efecto opuesto al de Peter Pan: por más que uno lo desee, la comida no desaparece y se pudre. ¿O por qué será no deseo la comida?
¿Qué es no tener hambre? Para los muertos y para los que no tienen, poder comer y no hacerlo sea quizá la peor ofensa. Para tener hambre, hay que dejar de pensar. Ser cuerpo de nuevo, bailar al ritmo de la vida sin forzar el pensamiento. Para que aparezca un banquete, recuperar la memoria. Para tener hambre, ser capaz de ver al futuro también, como hiciera Peter Pan.
Tendré que pensar un plan B. Tal vez lo que toque sea inventar nuevos platillos, o hacer los de Delfi, hacérmelos yo. Entender (¿o aceptar?) que, aunque no sepan igual, hay un sazón propio y una rutina que nadie más que yo puede volver ritual. EP
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