Las ensoñaciones de un treintón confinado

El comunicólogo social Pablo Rendón reflexiona a nivel personal sobre qué significa ser joven hoy en día en un entorno que, si bien insiste en la igualdad, ningunea el reconocimiento a la diversidad.

Texto de 05/04/21

El comunicólogo social Pablo Rendón reflexiona a nivel personal sobre qué significa ser joven hoy en día en un entorno que, si bien insiste en la igualdad, ningunea el reconocimiento a la diversidad.

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“No confíes en nadie mayor de treinta”, decía Jerry Rubin, fundador de los yippies, uno de los tantos movimientos juveniles surgidos del descontento en la década de los sesenta. Si uno sigue de manera minuciosa la trayectoria de Rubin sabrá que lo que dice es cierto, después de llegar a la tercera década de vida renunció al activismo y acabó convertido en un aburrido emprendedor y  hombre de negocios. Sin embargo, aquí está quien esto escribe suplicándole al lector que ignore por completo la premisa anterior. De cualquier modo, esto no pretende ser un recorrido histórico del descontento juvenil ni mucho menos un texto que derroche academicismo; referencias apenas las justas. Se trata, pues, de apenas una ensoñación trasnochada de un paseante confinado luego de cuatro meses de haber llegado al tercer piso.

Discrepo de la cita de Rubin porque me parece que es más una premonición autoinflingida que una ley de vida y, sin embargo, ha sido entendida como tal. Discrepo, también, no sólo por razones geográficas y temporales —la generación yippie es producto de unos Estados Unidos en bonanza, pero que, como Saturno devorando a su hijo, decide sacrificar a los más jóvenes para satisfacer su anhelo de expansión no sólo territorial sino ideológico—, sino por el desencanto. Incluso llegar a un consenso de lo que significa ser joven el día resulta una tarea imposible, así lo demuestra un estudio reciente de la plataforma de coliving Dada Room, que reveló que la edad promedio en la que los jóvenes mexicanos se independizan es a los veintiocho años y para hacerlo destinan un 47% de su ingreso mensual. Entonces, ¿tenemos apenas dos años para vivir en absoluta libertad nuestra juventud? 

Es necesario señalar que, contrario a las generaciones que nos precedieron, la nuestra es producto de algo que habría que calificar, valiéndonos de la justicia por lo menos poética, como Estado de malestar. Con esto no quiero menospreciar las luchas que emprendieron los jóvenes de ese otro-entonces —posiblemente mucho más encarnadas debido a las condiciones en que se desarrollaban—, pero sí quiero señalar su renuencia a seguir en la lucha. Su renuencia o su renuncia, que para el caso es lo mismo. Desde luego resulta una generalización que algunos habrán de calificar como inadmisible, pero plenamente justificada si nos detenemos un segundo a ver quiénes, de los que alguna vez se alzaron en diatribas para lograr un mundo mejor, pertenecen hoy a una clase política acomodada o a una burguesía indiferente.

“Otra vez resuena en este texto el eco de la palabra liberal y es que, ¿acaso existe otra palabra que en el discurso político haya envejecido tan mal?”

Nosotros, si aún se me permite enarbolar la bandera de joven, somos los hijos de un sistema hedonista que pretende moldearnos para no ver más allá de nuestras propias narices: una sociedad de consumo cada vez más desmedida. Sin embargo, hay un hecho que resulta innegable y a todas luces esperanzador: un fantasma recorre la mente de los jóvenes de hoy en día, el fantasma de una sociedad más justa. Resulta arriesgado inscribir este anhelo dentro de una ideología específica, sobre todo si uno atiende a las reflexiones políticas de Norberto Bobbio que dejan de manifiesto que se trata de meras abstracciones del discurso de una democracia liberal cada día más obsoleta; un mero paradigma ficticio que distrae a la población de las verdaderas causas de sus penurias. Se trata, creo, de un interés genuino que lo resulta precisamente por no estar politizado, o al menos no en un sentido partidista.

El grave problema de los anhelos justos en un sistema que suele fagocitar hasta las causas más nobles es que el límite entre lo ético-genuino y lo correcto-redituable se desvanece. Aquí me permito hacer una confesión personal: detesto sobremanera la expresión de “lo políticamente correcto” por el hedor reaccionario que emana, producto de un discurso liberal que, lejos de socavar el orden establecido, coopta las protestas legítimas y las edulcora con el único propósito de ganar votos en las urnas. Vuelvo al punto: una vez que lo político ha vaciado de sentido el significado de lo moral, como lo que le resulta correcto y redituable, habremos de volver a lo ético a manera de guía entre las expresiones genuinas surgidas del descontento.

Otra vez resuena en este texto el eco de la palabra liberal y es que, ¿acaso existe otra palabra que en el discurso político haya envejecido tan mal? Nadie pone en entredicho que el discurso de Alexis de Tocqueville era producto del mismo descontento genuino que antes hemos señalado, así lo consigna Chris Hudges en su extraordinario libro La muerte de la clase liberal, dedicado por entero al maniqueo con el que la clase política, en específico la estadounidense, ha lucrado con las esperanzas de la población a la que dice representar. En esencia el liberalismo de finales del siglo XIX y principios del XX se caracterizó, señala Hudges, “por el aliento a los movimientos sociales y el respaldo a sus demandas de mejores condiciones laborales, de educación universal y salud pública”. Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial rompe con el ideal del progreso y creó la cultura de masas; “fomentó el culto al yo a través de la sociedad de consumo, condujo a la nación a una época de guerra permanente y utilizó el miedo y la propaganda masiva para intimidar a los ciudadanos y silenciar a las voces independientes y radicales”.

Es ahí donde resulta pertinente establecer un paralelismo con la época actual, en el que usurpar el lenguaje de la protesta para generar réditos económicos y políticos se ha vuelto una norma alentada por la clase liberal, heredera del expansionismo ideológico estadounidense, que ha conseguido sus privilegios mediante un discurso lleno de gestos morales vacíos. Cuando esa clase liberal se niega a contrarrestar la arremetida de las grandes empresas, apunta Hudges, es la derecha virulenta quien hace suya la legítima rabia que manifiestan quienes han sido privados de derechos. Sin embargo, se trata de una falsa dicotomía: en realidad existen dos bandos cuyo único interés es hacerse del pleno control del discurso, quizás con distintos actores, pero sin generar cambios de facto. Aunque quienes se erigen como representantes del pueblo han vaciado de sentido la palabra, porque como apunta Hudges, “los más dispuestos a socavar las libertades son los que con más frecuencia hacen tal cosa en nombre de esas mismas libertades”, es de eso que hablamos cuando hablamos de neoliberalismo. De eso hablamos, asimismo, cuando hablamos de pactos: de una clase política que no puede reformarse porque sus filas no alberga ni a rebeldes ni a parias con el suficiente coraje moral para desafiar al Estado empresarial y a la élite del poder.

El neoliberalismo, señala Wendy Brown, “ataca los principios, las prácticas, las culturas, los sujetos y las instituciones de la democracia entendida como el gobierno del pueblo”. Se trata, fiel a su discurso globalizante, de un orden normativo de la razón en el que las diferencias son invisibilizadas y pertenecen, por tanto, al orden natural de las cosas. El haber sido educados en un sistema que transforma cada conducta humana de acuerdo con una imagen específica de lo económico —el homo œconomicus, como apunta Brown— es, sin lugar a dudas, una de las grandes encrucijadas que habremos de sortear los jóvenes de hoy en día: ¿cómo integrar la pluralidad de voces que nos conforman en un discurso no sólo medianamente articulado sino, como se ha señalado anteriormente, que parta de lo ético-genuino en oposición a lo meramente correcto-redituable?

“De eso hablamos, asimismo, cuando hablamos de pactos: de una clase política que no puede reformarse porque sus filas no alberga ni a rebeldes ni a parias con el suficiente coraje moral para desafiar al Estado empresarial y a la élite del poder.”

La modernidad se rige, dice Francois Dubet, por dos pulsiones: “una demanda de igualdad en invisibilidad, por un lado; la necesidad de reconocimiento e identidad, por el otro”. Se trata, por tanto, de ser iguales y diferentes a la vez. Por tanto, es necesario construir a ese tercer actor que, de acuerdo al método dialéctico, defina lo que tenemos en común. Ese tercero que surge del disenso debe estar moldeado, concluye Dubet, “en un conjunto de principios, representaciones políticas y mecanismos sociales comunes a quienes son discriminados y a una mayoría que no por serlo está exenta de injusticias sociales y malestares identitarios” La disidencia surge del descontento con los modos hegemónicos de organizar la cultura; se prioriza la inversión en los viejos esquemas culturales, profundamente elitistas, sin un aporte real a la promoción de la comunicación digital como elemento para reconfigurar la esfera pública. 

Frente a una simulación condenada a desmantelarse en la que históricamente se ha favorecido a una minoría empresarial y en el que la furia sólo puede expresarse fuera de las instituciones democráticas y de toda regla de urbanidad, no es en absoluto descabellado enunciar que somos la generación que acude a la muerte de la clase liberal en asientos de primera fila. En el prólogo a la investigación multidisciplinaria Cultura y desarrollo: una visión crítica de los jóvenes, coordinada y prologada por el sociólogo Néstor García Canclini, con la precisión que le caracteriza, sintetiza en unas cuantas líneas el sentir que ha inspirado este texto: “El camino de los jóvenes es, y ha sido siempre, el camino de la alternativa. Incluso cuando el modelo socioeconómico imperante se caracteriza por canibalizar esas alternativas para finalmente lucrar con ellas. Los jóvenes han sido históricamente quienes han replanteado las convenciones sociales”. Habrá entonces que sacudir al sistema. EP

Bobbio, Norberto, Derecha e izquierda, México, Taurus, 2014.

Brown, Wendy, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Barcelona, Malpaso Ediciones, 2015.

García Canclini, Néstor; Maritza Urteaga (coordinadores): Cultura y desarrollo. Una visión crítica desde los jóvenes, Buenos Aires, Paidós, 2012.

Hedges, Chris (2011): La muerte de la clase liberal, España, Capitán Swing, 2011.

Rubin, Jerry (2018): ¡Hazlo! Escenarios de la revolución del 68, España, Blackie Books.

Redacción, “¿A qué edad se independizan los jóvenes en México?”, El Financiero, 5 de junio, 2016, disponible en: https://www.eleconomista.com.mx/politica/A-que-edad-se-independizan-los-jovenes-en-Mexico-20160705-0022.html

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