Réquiem por los días soleados

Los datos actuales apuntan a que la generación denominada como “millennial” podría ser la primera, desde finales del siglo XIX, en tener peores condiciones que la generación previa. Este reportaje indaga en los motivos históricos que propiciaron dicha circunstancia: “Ahora que se han ido los días soleados, ¿qué podemos hacer?”.

Texto de 01/11/20

Los datos actuales apuntan a que la generación denominada como “millennial” podría ser la primera, desde finales del siglo XIX, en tener peores condiciones que la generación previa. Este reportaje indaga en los motivos históricos que propiciaron dicha circunstancia: “Ahora que se han ido los días soleados, ¿qué podemos hacer?”.

Tiempo de lectura: 17 minutos

Dionisio N. López tuvo sus primeros zapatos a los 11 años, luego de caminar una semana desde Pilcaya, Guerrero, hasta la Ciudad de México, que en aquel entonces comenzaba en la calle de Mesones. La Revolución Mexicana truncó sus estudios en el seminario y le abrió las puertas de la Libre de Derecho; la Guerra Cristera lo llevó a ingresar al ejército mexicano donde se jubiló como general y juez militar.   Construyó un patrimonio considerable que le dio una vida cómoda a su esposa, y una carrera universitaria a su hijo y a sus dos hijas. Una de ellas, Guadalupe, se casó con Manuel, el hijo de una joven viuda de nombre Julia Jiménez, que a pesar de ser analfabeta sacó adelante, lavando ropa ajena, a sus seis hijas e hijos. Fue la época del desarrollo estabilizador.

Aunque Lupe nunca ejerció su carrera, puso de condición para el matrimonio que Manuel siguiera estudiando. Él fue el primero en generaciones de marginación y pobreza en terminar no sólo una carrera universitaria sino también una maestría. Un día del 2015, ya jubilado del magisterio, encaró a su hijo menor: “A tu edad yo mantenía una familia de ocho, tenía auto y estaba construyendo el segundo piso de la casa, y eso que nos tocó la crisis del 82. Tú con todo y la maestría en el extranjero que te pagaste con la herencia que te dejó mi suegra, no tienes empleo fijo y me preocupa que no tengas una pensión”. Lo que no sabía Manuel es que el presente de su hijo es un esbozo del futuro de sus nietas y nietos.

La historia de esta familia es muy similar a la de muchas otras familias mexicanas urbanas de lo que llamamos clase media, una masa amorfa que se extiende a lo largo de varios deciles y que representa el sueño de la movilidad social, misma que el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) define como: “los cambios que experimentan los miembros de una sociedad en su posición en la distribución socioeconómica”. La aspiración es siempre ascendente, acercarse a los grupos de personas más favorecidas. Sin embargo, los datos actuales apuntan a que la generación millennial podría ser la primera, desde finales del siglo XIX, en tener peores condiciones que la generación previa. 

“Se le dijo a la población que el Estado era un mal administrador y que el capital privado, que sí sabía hacer bien las cosas, generaría bienestar para todas y todos.”

“Lo primero que hay que tener en cuenta es que los entornos económicos en los que cada una de las generaciones creció y se desarrolló han sido radicalmente distintos”, explica Luis Ángel Monroy, quien ha trabajado en temas de movilidad social y actualmente es doctorando por el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Para seguir con nuestro ejemplo, Dionisio, Julia, Manuel y Lupe vivieron una etapa de crecimiento económico constante en México e incluso les tocaron los años dorados del siglo XX, que van de 1940 hasta 1982, año en que estalla la crisis de la deuda que arrasa con el bienestar de toda América Latina. 

Durante este periodo “podríamos decir que se vivió una situación en la cual la distribución del ingreso mejoró, en donde los trabajadores pudieron acceder a niveles de consumo de bienes durables, se expandió la propiedad de la vivienda y hubo una expansión importante de la cobertura de la seguridad social y de la educación pública”, apunta Pablo Yanes, coordinador de investigaciones de la Sede subregional de la CEPAL en México.

Después vino la crisis de 1982 y el neoliberalismo impuesto desde Estados Unidos e Inglaterra con una serie de reformas en la economía y la forma de pensar que abrieron la brecha de las desigualdades, generando condiciones en las que la mayoría de la población quedó indefensa frente a los vaivenes del mercado. Se le dijo a la población que el Estado era un mal administrador y que el capital privado, que sí sabía hacer bien las cosas, generaría bienestar para todas y todos. Lo que no dijeron es que “si tú pasas algo del servicio público al servicio privado, lo que estás diciendo es: si te alcanza para pagar vas a tener acceso; sino, no”, resume Luis Monroy.

Los días soleados

La Revolución Mexicana de 1910 marcó un cambio en el modelo económico —al pasar de una economía agrícola a una industrial— y político —al instaurar un partido de Estado que logró el consenso de la mayoría de las fuerzas en disputa, las cuales tenían cada seis años la posibilidad de aspirar al poder—. Generó un ligero recambio en las élites que demostraron ser resilientes con estrategias como el casar a las mujeres1 con los hombres que ganaron la lucha armada, dividir sus feudos o vender las propiedades a estadounidenses para evitar las expropiaciones. Pero también abrió la puerta a la movilidad social, aunque, como señala el historiador económico Diego Castañeda, esta última no fuera parte de un programa ideológico unificado.

“Muchas de las concesiones que están en la Constitución de 1917 fueron necesidades de la guerra. Justo cuando estaba el enfrentamiento de la División del Norte y el Ejército Constitucionalista con Obregón, es que se dieron las concesiones a la Casa del Obrero Mundial, porque Obregón necesitaba esos obreros en sus ejércitos para pelear con Villa”, explica Castañeda. Uno de esos triunfos fue el salario mínimo. Aunque años después, con Lázaro Cárdenas, se dio la reforma agraria, en el centro quedó la clase obrera creciente, los militares revolucionarios que se convertirían en gobernadores y presidentes y una naciente burocracia que se fortalecería con el tiempo.

En esta época también tuvo su origen la gran inversión en el norte del país en comparación con la del sur, que en parte “tiene que ver con quienes ganaron en su momento, en los años 1920. Fue muy obvio que el gobierno mexicano invirtió una cantidad brutal de infraestructura en Sonora, en Sinaloa, o en Baja California. Donde tenían sus tierras los revolucionarios que ganaron la revolución”, comenta Diego Castañeda.

Las guerras mundiales hicieron lo propio en términos de distribución de la riqueza. Países como Argentina y México se convirtieron en grandes proveedores de materias primas para las potencias aliadas y, en el caso mexicano, de mano de obra, al tiempo que se favoreció la industrialización del país y el desarrollo agroindustrial en el norte.

“Quizá el último gran periodo de movilidad que tuvo México fue justo entre los años 1940 y fines de los 1970 y se debió a la gran población urbano rural. No era que llegaran las oportunidades a la puerta de la casa, pero sí existía la posibilidad de mudarse a zonas donde hubiera acceso a las oportunidades, como educación, transporte, seguridad social”, comenta la investigadora de la Universidad Iberoamericana, Eva Arceo, cuyo abuelo fue parte de esa historia de migración y ascenso social.

En esta etapa México vivió un proceso de crecimiento económico acelerado, fue la época del “Milagro Mexicano” y el “desarrollo estabilizador”. Se dio a la par una expansión del estado social y del estado de bienestar, sin llegar a tener los niveles europeos construidos por socialdemócratas y laboristas. En esa etapa, la distribución del ingreso mejoró, los trabajadores pudieron acceder a niveles de consumo de bienes durables, se expandió la propiedad de la vivienda y hubo una expansión importante de la educación pública, así como de la cobertura de la seguridad social, que incluía las pensiones y el acceso a las instituciones de salud pública, relata Pablo Yanes, quien recuerda la alegría al enterarse de que le pagarían el salario mínimo (entre 350 o 400 dólares) en su primer trabajo. Fue en la década de 1960 y el poder adquisitivo era mayor. 

De acuerdo con Yanes había cierta certidumbre y una capacidad de trazar planes a mediano y largo plazo. En esa época sucedía algo similar en todo el mundo, la gente podía terminar su vida laboral en la misma empresa donde la inició y jubilarse. Aun sin educación formal, el crecimiento económico era tal (en México llegó al 6% anual) que era fácil encontrar un empleo y si se contaba con un título universitario las posibilidades crecían. “Mis abuelos no estudiaron más allá de la mitad de la primaria, el único empleo formal de mi abuelo fue como maletero de Mexicana de Aviación y la mayor parte de su vida fue carpintero. Pero mi mamá logró estudiar la universidad y la maestría en la UNAM y yo estoy haciendo un doctorado en el extranjero”, ejemplifica Luis Ángel Monroy.

Este modelo de vida que representaba estabilidad para los trabajadores fue especialmente benéfico para quienes trabajaban para el Estado. “A la par que se desarrollaba toda la industria nacional, quienes estaban al servicio del Estado vivían en una especie de economía paralela, con sus propios servicios, que dejó grandes obras y ayudó a un importante grupo de personas”, señala la socióloga Paloma Villagomez, quien sentencia: “Todo eso se desmanteló con la precarización del trabajo”. 

El sol no sale para todas (las personas)

“Esa experiencia que relatas de tu papá y tu abuelo está sesgada totalmente por el género. Yo no podría decir que mi mamá tuviera nada a mi edad, y mi vida es 180 grados distinta a la de ella porque tuve acceso a las oportunidades que me dio la educación y conté con ciertos satisfactores básicos cubiertos debido a mi condición de clase. Esto no se debió directamente a mi mamá sino a su matrimonio con un proveedor eficiente”, cuenta Paloma Villagomez, quien está especializada en temas de pobreza y desigualdad social.

La bonanza de los años dorados apenas si existió para las poblaciones marginadas y vulneradas, y sólo fue una realidad para quienes contaban con trabajos formales o al menos con salarios que superaban el mínimo. La pobreza en México era brutal, muchas personas estaban fuera del mercado formal principalmente en zonas rurales y zonas indígenas; había una gran informalidad urbana, explica Ricardo Fuentes Nieva, economista que ha trabajado para diversos organismos internacionales y varias ONG y que hoy se desempeña como consultor independiente.

En esa época, la bonanza a nivel mundial estaba sustentada por políticas de corte keynesiano, donde los gobiernos consideraban que, para mantener un crecimiento económico sostenido y expansivo, era necesario incrementar la demanda, lo cual se lograba con el incremento del empleo y los salarios. En Europa se llegó a hablar, incluso, del pleno empleo, aunque, como apunta Pablo Yanes para ser preciso: “el pleno empleo era exclusivamente masculino”.

“Para las generaciones pasadas, el modelo tradicional fue el de mamá en casa, y el ingreso del padre es el que alcanza para comprar los bienes. Esto era tan aceptado que, si ves los primeros estudios de movilidad social en México de la década de 1960, las encuestas estaban diseñadas para preguntar a hombres trabajadores cabeza de familia. Y ese fue un cambio que se tuvo que hacer para la encuesta del 2011”, comenta Luis Ángel Monroy.

Lo anterior vuelve complicado el análisis preciso de lo que sucedía con la movilidad social femenina y demuestra el gran nivel en el que las mujeres han sido invisibilizadas. Una de las académicas que es una referencia obligatoria para estos temas, Eva Arceo, explica que, si bien la posibilidad de subir en la escala social es prácticamente la misma para hombres y para mujeres, la probabilidad de bajar en la escala social es más alta para ellas. “Esto no ha sido estudiado de manera suficiente, pero yo tengo la hipótesis de que se debe a los divorcios y a que las mujeres no tienen permitido hacer un patrimonio propio. Luego del divorcio, el trabajo que la mujer ha puesto para la construcción de un patrimonio beneficia al hombre y no a la mujer”, comenta la investigadora.

En una investigación, Arceo y su equipo realizaron una serie de encuestas en hogares emulando a las del INEGI, para luego hacer trabajo etnográfico y registrar de qué manera correspondían las respuestas con la vida cotidiana. Una de las entrevistadas dijo no trabajar, pero en una segunda visita, días después, la investigadora se sorprendió por la gran cantidad de personas afuera del domicilio de la entrevistada. “Me pregunté: ¿qué habrá pasado?, ¿habrá habido un problema o una fiesta? Al acercarme vi que la señora estaba vendiendo gorditas. Le pregunté a la gente si lo hacía seguido o si era algo excepcional. Resultó que era regular y tenía varios clientes”, cuenta Eva Arceo. 

Cuando le preguntaron a la señora por qué había contestado que no trabajaba, respondió de la forma en que las mujeres han sido enseñadas a minimizar su aporte a la economía: “No, es que esto no es trabajo, esto es una ayuda”. Días después se reunieron nuevamente con la familia para determinar la composición de los ingresos del hogar entre salarios, remesas y ayudas sociales. Resultó que la “ayuda” de la esposa representaban la mayor parte de los ingresos familiares. 

Aunque no se le cuestionó las motivaciones de su respuesta, queda claro que la mujer no valora en los mismos términos el trabajo que hace a pesar de que sea la proveedora principal del hogar. “Ellas sólo ayudan”, explica Arceo, quien aventura la hipótesis de que, frente al sistema machista, la respuesta de las mujeres busca evitar la emasculación de la pareja y conflictos en el hogar. “Una investigación reciente en Estados Unidos arrojó que cuando la mujer gana más del 50% dentro del matrimonio se incrementan en 30% las posibilidades de divorcio”.

Auge y caída de México

Para quienes vivimos y crecimos en América Latina en las dos últimas décadas del siglo XX la palabra crisis iba de la mano de palabras como recurrente, deuda y devaluación. Y aunque no entendiéramos de qué se trataba, teníamos la certeza de que era algo negativo, que de alguna manera involucraba a los bancos y sobre lo que nadie tenía el control.

En 1979 empezó la extracción del yacimiento de Cantarell, en Campeche, el más importante que ha tenido el país. Jesús Silva Herzog, entonces director general de créditos de la Secretaría de Hacienda, dijo2 que los banqueros de todo el mundo perseguían a los funcionarios mexicanos para ofrecer créditos a México, cada uno en mejores condiciones que el anterior.

“El salario dejó de ser un factor de la demanda y comenzó a ser considerado como un costo de producción; como todo costo de producción, entre más bajo, mejor.”

Como en toda borrachera, la resaca fue terrible. Para 1981 la crisis era inminente y al año siguiente se materializó: el 13 de agosto de 1982, México anunció una moratoria de noventa días en el pago de la deuda externa, y el 1 de septiembre se nacionalizó la banca. Los acreedores internacionales cerraron la llave de los préstamos para la región y América Latina entró en crisis.

En México los ingresos de los hogares cayeron brutalmente y se dio un proceso hiperinflacionario que duró toda la llamada “Década Perdida”. En esos años se crearon los famosos Pactos de Solidaridad Económica, cuyo objetivo fue frenar el aumento de los salarios para contener la inflación. “El crecimiento de la inflación no se acordaba, pero el de los salarios sí. Y al final del año la inflación siempre era mayor que el crecimiento de los salarios”, recuerda Fuentes Nieva. Desde entonces los salarios han venido cayendo en su poder adquisitivo.

Antes de los años 1980, “los salarios no eran concebidos sólo como un costo de producción, sino como todo un factor central de la demanda y la expansión de la economía. Eso cambió, de manera radical, en la década siguiente: el salario dejó de ser un factor de la demanda y comenzó a ser considerado como un costo de producción; como todo costo de producción, entre más bajo, mejor”, explica Yanes.

Con estos cambios lo que ganaba el papá no alcanzaba y la familia tuvo que trabajar. Lo que la teoría llama trabajadores añadidos o, mejor dicho, trabajadoras, porque fueron mayoritariamente las mujeres quienes se integraron al mercado laboral. “No es que se les reconociera un derecho, sino que se les transfirió una responsabilidad. Pero en cuanto se recupera la economía, como parte del control social machista, las mujeres que habían salido se regresan a su casa”, explica Eva Arceo.

Además, como escribe Valeria Esquivel, coordinadora de investigación en Género y Desarrollo en el Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social, “los impactos de las crisis no se reducen a la economía visible sino que también abarcan la economía del cuidado y que, en ausencia del Estado y cuando el mercado falla, son las mujeres quienes, con su trabajo y su tiempo, proveen las redes de contención de última instancia”, que —no está de más recordarlo— suelen ser trabajos no remunerados.

A principios de la década de 1990, el secretario de Hacienda y Crédito Público, Pedro Aspe, dijo, refiriéndose a México, “la pobreza es un mito genial”. El primer minuto del primero de enero de 1994, al tiempo que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entraba en vigencia, la realidad armada se encargó de desmentir aquellos dichos del funcionario que las cifras nunca sostuvieron.

El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) le declaró la guerra al Estado mexicano. En su primer declaratoria desde la selva lacandona, denunció: “se nos ha negado la preparación más elemental, para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación”. 

La culpa es tuya

A pesar de la estabilidad que permitió a varias naciones emergentes desarrollarse económicamente durante cierto tiempo, el proceso de globalización financiera, consistente en la apertura de los mercados al libre flujo de movimientos de capitales (tanto deuda como inversión) a la economía de un país, generó crisis cíclicas recurrentes, mayores desigualdades en el mundo y que cada año los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres. 

Justo cuando México soñaba con la recuperación económica ocurrió una de las seis grandes crisis del proceso de globalización financiera, el llamado Efecto Tequila, por el que Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo se culparon mutuamente. Para 1998, tras la crisis de los tigres asiáticos, todo parecía ir en orden (nuevamente); sin embargo, una fuerte caída en el precio del petróleo produjo severos recortes al presupuesto y al empleo. 

Quienes gobernaban México concibieron, como política pública, insertar al país en el mundo como productor de mano de obra barata, señala Eva Arceo, quien reflexiona: “No íbamos a ser competitivos por ser muy productivos, ni por ser innovadores, creativos, o lo que fuera, sino que íbamos a ser competitivos porque éramos baratos”. El problema fue que nadie le prestó atención a la reforma económica de Deng Xiaoping que, desde 1978, propuso una economía socialista de mercado. Cuando China irrumpió en el mercado global, México perdió su ventaja competitiva de mano de obra barata.

A inicio de los años 2000, Fuentes Nieva iniciaba su carrera como analista en el Banco Interamericano de Desarrollo. “Era como una película de terror, veíamos venir la tragedia que era perder el bono demográfico en México”, cuenta. El bono demográfico es el momento en el que la población en edad productiva (entre 14 y 59 años) es mayor a la población dependiente, con lo que se impulsa el crecimiento económico y el ahorro. Eso se utiliza para pagar las pensiones de las personas que ya salieron del mercado laboral o para poner las bases de un sistema de educación y salud para la primera infancia que genere un proceso positivo, explica Fuentes Nieva, quien agrega: “En México ese bono se desperdició. Hoy, esa mayoría de población está en sus 30, quedan 20 años para que el bono demográfico produzca, pero el bono ya se perdió y eso se veía venir desde hace 25 años”.

En 2010, Luis de la Calle —uno de los principales negociadores del TLCAN— y Luis Rubio —director del Centro para el Desarrollo A.C.— publicaron un famoso ensayo titulado Clasemediero / Pobre no más, desarrollado aún no, el cual señalaba que si el 47.7% de la población se encontraba en pobreza patrimonial, el 52.3% de la población era, en consecuencia, de la clase media o clase alta, aunque, en realidad, se trataba de un eufemismo para decir que eran “no pobres”, lo cual ya es un eufemismo en sí.

El libro no resistió el paso del tiempo: “Fue una ilusión prisionera de sus propias premisas ideológicas” —sentencia Yanes—. “Primero creer que es lo mismo clase media que población no pobre, es el primer engaño que hay que desmontar. La pobreza de ingresos se mide a través de una línea de pobreza, que, en el caso de México, debe andar aproximadamente en $3 200 pesos mensuales. Considerar estadísticamente que una persona que tiene $3 500 pesos no es pobre es una cosa, pero de ahí a asumir que es clase media y que por ende el país ya es de clases medias, pues es una afirmación que no se resiste el más mínimo análisis”. 

Para definir a la clase media se han recurrido a diferentes indicadores: el ingreso, el gasto, patrones de consumo, estratificaciones ocupacionales, nivel de estudios, etcétera. “La clase media es una entelequia que agrupa de una manera muy forzada a personas con diversas características con muy distinto nivel socioeconómico, pero que coincide quizá en los rasgos de un dispositivo ideológico que es el de la movilidad social”, explica Paloma Villagómez.

Ese, junto con el “echaleganismo” son los mitos sobre los que se cimienta el capitalismo: ¿Cómo mantienes trabajando a un mundo de millones de personas en beneficio de un grupo reducido que toman las decisiones?, pregunta Eva Arceo, al tiempo que responde: “Los mantienes trabajando para ti diciéndoles que si le echan ganas llegarán a donde tú estás”. 

Como explica Villagómez, se trata de una aspiración que atraviesa todos los estratos: “Tenemos condiciones de trabajo muy precarizadas, muy informales e irregulares, pero, ante todas esas circunstancias, la idea de que uno puede hacer acopio de voluntad y remontarlas, es una idea muy funcional al sistema porque te desactiva políticamente. ¿A quién le reclamas si es tu culpa?”. 

Un ejemplo de la utilidad de este dispositivo es la forma en que mantiene la precarización laboral frente a una población muy preparada. “Quiere tener más ingresos o puestos laborales que exploten las habilidades que adquirieron en su educación. Pero si tu modelo está basado en mano de obra barata, ¿dónde se generan todos esos puestos laborales? Por más que hagas una licenciatura y una maestría te topas con pared, porque no existe ese trabajo que tú creías”, explica Eva Arceo.

Este dispositivo ideológico también sirve para normalizar la desigualdad y que nadie se sorprenda porque un sector mayoritario de la población no tenga oportunidades básicas de desarrollo. De acuerdo con la Encuesta Nacional Sobre Discriminación 2017 del Consejo Nacional Para Prevenir la Discriminación, cuatro de cada diez personas mayores de 18 años están de acuerdo con que los pobres se esfuerzan poco por salir de su pobreza (39.1%) y el 34.1% opina que la pobreza de las personas indígenas se debe a su cultura. Como si echarle ganas acabara con siglos de marginación y violencia social.

“Reproducir la idea de que la clase media es mayoría —al punto de volverla difusa y nebulosa—, y además asociarla con progreso y desarrollo, le hace un enorme favor a la idea de democracia. Porque si mi clase media es mayoría y la mayoría es democracia y la clase media está en el punto medio de los intereses y representa a la buena ciudadanía, entonces los intereses de la mayoría son muy buenos. ¡Y no! La clase media es la clase que representa los valores dominantes de las élites como nadie y, gracias a esto, la élite tiene que esforzarse muy poco, porque tiene todo un ejército: la clase media, que la legitima”, explica Paloma Villagómez.

“Cada vez hay más voces en todo el mundo que coinciden en que el modelo actual no es viable. Las propuestas van desde ponerle parches al sistema hasta inventarse uno nuevo. Incluso el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, ha sido enfático en la necesidad de un Nuevo Contrato Social.”

Sí hay futuro

Todo lo anterior es la explicación larga para explicar a Lupe y a Manuel porque su hijo, en 21 años de vida laboral, cambia cada 6 meses de empleo. No entienden el concepto de freelance, les suena como a una forma elegante de decir desempleado, un buscavidas. También sirve para explicarle a un par de generaciones ellas ni ellos como individuos no son el problema y que su condición no se debe a la falta de esfuerzo. Si de eso se tratara, la mujer que a sus 60 años abre su puesto de periódicos religiosamente a las 8 de la mañana en la esquina de Luz Saviñón y Universidad, en el municipio de mayor desarrollo humano del país y que no ha descansado ni un día a pesar de la pandemia, debería, cuando menos, poder jubilarse. No puede.

Ahora que se nos han ido los días soleados, ¿qué podemos hacer? ¿Qué opciones tienen las próximas generaciones?, ¿existe salida? Al parecer sí, pero es urgente un cambio de época y, al respecto hay opiniones diversas. Cada vez hay más voces en todo el mundo que coinciden en que el modelo actual no es viable. Las propuestas van desde ponerle parches al sistema hasta inventarse uno nuevo. Incluso el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, ha sido enfático en la necesidad de un Nuevo Contrato Social y un Nuevo Pacto Mundial.

“No se trata de ver la movilidad social desde el punto de vista de la persona que fue exitosa, cuando el grupo social del que proviene continúa en condiciones de precariedad y de carencia. Ya no se trata de tener un caso de éxito en un marco de fracaso colectivo”, asegura Pablo Yanes, cuyo trabajo en la CEPAL ha estado enfocado en cerrar las brechas de desigualdad, pues insiste en que de nada sirve sacar a un individuo si las familias del grupo social del que surgió siguen en condiciones de gran pobreza y grandes carencias. 

Dentro de las propuestas de la CEPAL se encuentran la inclusión social y laboral, la creación de nuevos estados de bienestar, la universalización efectiva de la salud y la educación, la creación de sistemas de pensiones adecuados, un pilar de ingreso básico universal, crear un sistema de cuidados, democratizar el tejido productivo.

Este tipo de propuestas requieren cambiar la visión de individuos para regresar a la idea de sociedad y de comunidad. “Una forma de distinguir a un país desarrollado de un país en desarrollo es justo qué cantidad y tipo de servicios se deciden pagar en conjunto las sociedades, a través de los impuestos, para todos los miembros y cuáles no”, explica Luis Ángel Monroy. Ejemplo de esto son: el servicio médico, el transporte público, las pensiones, el agua, la electricidad, quizá hasta el internet ahora que la educación se desarrolla principalmente en línea.

Básicamente de lo que se trata es de redistribuir capital. “Y no estamos diciendo que vamos a tomar los medios de producción”, aclara Monroy, sino de sacar cosas de la orbita del mercado y empezar a financiarlas desde lo público. “En términos de agregado de economía en su conjunto, México tiene hoy más recursos que los que tenía el Reino Unido cuando echó a andar el National Health Service; tenemos más recursos que cuando Suecia comenzó a construir su estado de bienestar, se puede sin que implique la bancarrota”.

Uno de los problemas inmediatos para realizar todo esto, observa Fuentes Nieva, es que el actual gobierno pareciera no tener la voluntad de hacer los cambios necesarios. “Este sería un proyecto de muy largo tiempo. Tomaría al menos 10 año reconstruir el sistema. Pero el gobierno no quiere sentar las bases de la universalización, a excepción de las pensiones”.

Aunque Fuentes Nieva reconoce que sí hay disposición de la actual administración para cobrar los impuestos a los grandes deudores. En contraparte falta voluntad para realizar la gran reforma fiscal progresiva, que se ha postergado desde la época del cardenismo que ya contemplaba poner tasas impositivas al capital, señala Diego Castañeda, quien recuerda lo progresiva que era la fallida Reforma Kaldor en la década de 1960, y que al final Antonio Ortiz Mena y el gobierno de ese entonces “decidieron no hacer caso por temor a los grupos empresariales”.

Es posible que, al menos, en este último caso sí aplique la máxima neoliberal y seamos pobres porque queremos o, mejor dicho, porque no hemos querido hacer, como sociedad, los cambios importantes que se están convirtiendo en urgentes. EP

1 Wasserman, Mark, Persistent Oligarchs: Elites and Politics in Chihuahua, Mexico, 1910-1940, Duke University Press, 1983.

2 Krauze, Enrique, El sexenio de López Portillo, Clío, 1999.

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