Entre el populismo y la estadística: el peligro de un México sin datos

Cancelar la Encuesta Intercensal 2025 no es simplemente una decisión presupuestal: es ceder terreno al descrédito global de la ciencia y los datos.

Texto de 06/05/25

Foto de Kritsada Seekham: https://www.pexels.com/es-es/foto/blanco-y-negro-creativo-oscuro-modelo-7836295/

Cancelar la Encuesta Intercensal 2025 no es simplemente una decisión presupuestal: es ceder terreno al descrédito global de la ciencia y los datos.

Pocas veces en la historia reciente ha sido tan evidente el desdén por la técnica y el conocimiento como hoy: en México —y en muchas otras partes del mundo— la ciencia ya no incomoda al poder; simplemente le resulta prescindible. En este nuevo escenario, el lugar de los expertos en el debate público se ha visto mermado. La técnica no sólo ha perdido protagonismo, también enfrenta una hostilidad creciente en el discurso público. Este fenómeno se ilustra con claridad en la probable cancelación de la Encuesta Intercensal de 2025, un ejercicio estadístico de suma importancia organizado por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), cuyo propósito es conocer el estado del país y orientar el diseño de políticas públicas. Al momento de escribir estas líneas, no hay certeza sobre si este proceso se llevará a cabo de manera adecuada. La posición oficial sostiene que la falta de recursos económicos es el principal obstáculo. Ante ello, algunos funcionarios de la Secretaría de Hacienda, con el tiempo ya en contra, buscan entre los cajones para ver si pueden encontrar fondos suficientes que permitan realizarlo, aunque sea de forma superficial. En este contexto, nos enfrentamos a la incertidumbre: no sabemos si la encuesta se llevará a cabo y, de hacerse, todo indica que será con recursos limitados, lo que podría derivar en un ejercicio incompleto y poco confiable. A veces es preferible no tener datos a contar con datos manipulados o de baja calidad.

Como diría el clásico, “no nos hagamos tarugos”: dinero en México, claro que hay. Basta con observar las enormes sumas que se destinan cada mes a Pemex, por mencionar solo un ejemplo del daño patrimonial que los mexicanos sufrimos a diario. Si no hay dinero para la Encuesta Intercensal, es porque no se quiere gastar en ello, y la razón detrás de este desinterés es que a los gobiernos de MORENA no les importan los datos duros ni la experiencia técnica. 

Desde hace tiempo, en México vivimos bajo el imperio de los “otros datos”, que es lo que realmente interesa a la clase dirigente actual. Lo expresó con claridad López cuando fue presidente, refiriéndose a sus subalternos: “se prefiere un 90 por ciento de honestidad y un 10 por ciento de experiencia”. Honestidad, en este contexto, entendida como lealtad a su persona, a su movimiento y a la narrativa que busca imponer: que todo va de maravilla, que el pueblo está feliz y que la corrupción ha desaparecido. ¿Y cómo podemos confirmar que todo eso es cierto? Pues, como diría la frase española: “¡que te lo digo yo!” Así, no tiene sentido gastar en un ejercicio estadístico que podría romper la burbuja de fantasía que se vende desde Palacio Nacional. En este sentido, la probable cancelación o reducción de capacidades de la Encuesta Intercensal cobra todo el sentido del mundo.

Ciencia a la cola

Contrario a lo que prometía la sociología tradicional a través de la teoría de la modernización —esto es, que el incremento progresivo de los niveles educativos iría de la mano con la difusión de principios científicos—, hoy constatamos que la opinión pública es mucho más compleja y fácilmente manipulable. A medida que esta incómoda verdad se asienta en el inconsciente colectivo, también comprendemos que el discurso populista —con sus “otros datos”, medias verdades y mentiras completas— compite de igual a igual con centros de investigación y expertos en la tarea de moldear narrativas y establecer “hechos”. Nos enfrentamos, así, a la realidad de que el contexto político resulta determinante para que el público acepte o rechace la voz de los expertos y de la ciencia. Para decirlo sin rodeos: hoy, la ciencia y la técnica se encuentran confrontadas por una narrativa populista que ofrece una versión simplificada —y profundamente seductora— de lo público.

Este fenómeno ha sido denominado por algunos como “la guerra sobre el conocimiento”. El periodista Jonathan Rauch acuñó el término en su libro The Constitution of Knowledge: A Defence of Truth, donde sostiene que la crisis de las democracias contemporáneas es, en el fondo, una crisis epistemológica: una batalla por definir qué es verdad y qué no lo es. En este nuevo escenario, los hechos que dábamos por sentados son sembrados de dudas por demagogos, dejando a vastos sectores de la población en un limbo de incertidumbre. 

Querido lector, ¿cree usted en la existencia de los aluxes? Sabemos que se trata de seres míticos del folclor maya, pero cuando el presidente comparte en sus redes sociales una supuesta foto de esos seres, no faltará quien piense que, tal vez, sea cierto.

¿Todo es místico?

“Todo es místico”, tuiteó en su momento el presidente para acompañar la imagen del supuesto aluxe captada en Yucatán (aunque después se supo que en realidad era una vieja foto tomada en Nuevo León, de una supuesta bruja… vaya usted a saber). Difiero: no todo es místico. Ciertamente hay espacio para el saber metafísico, donde la fe y la religión juegan un papel determinante. Pero desde los albores de la modernidad europea —con el Renacimiento como punto de partida y la revolución científica como consolidación— contamos con el método científico para explicar el mundo físico: ese que podemos ver, sentir, palpar. Es, como diría Auguste Comte, el mundo de los datos positivos: aquellos que pueden ser observados, medidos y verificados a través de la experiencia empírica, y que, para Comte, constituyen el único conocimiento verdadero. Sin embargo, hoy ese conocimiento está siendo desplazado por la anécdota, la creencia y la ocurrencia.

Volviendo a Jonathan Rauch: a contrapelo de lo que muchos podrían pensar, no culpa exclusivamente de la crisis epistemológica en que vivimos a los AMLOs del mundo. Ciertamente los señala como los principales instigadores de esta “guerra sobre el conocimiento” por su grosera forma de usar las redes sociales como una “manguera de falsedades”. En el caso de México esto se cumple al dedillo; incluso va más allá: los medios de comunicación tradicionales repiten sin filtro el monólogo diario de presidencia. (Por cierto, se calcula que en seis años de conferencias, AMLO dijo más de 100 mil mentiras o afirmaciones que no pueden comprobarse). Pero, advierte Rauch, no son sólo AMLO o personajes como Trump el problema. También acusa a cierta prensa liberal de guardar un silencio casi cómplice. Como escribe con claridad: “Las palabras falsas y dañinas no son el problema; las ideas falsas y dañinas son el problema, y suprimirlas no las derrota: demostrar que son falsas y reemplazarlas con mejores ideas es lo que las derrota.”

Ese silencio, sin embargo, tiene dos causas evidentes. La primera es el asedio sistemático del gobierno a los medios independientes. Lucan Way y Steven Levitsky, dos referentes en el estudio de los procesos de erosión democrática, lo explican con claridad: “El poder ejecutivo en regímenes semiautoritarios a menudo busca suprimir activamente a los medios de comunicación independientes, utilizando mecanismos de represión más sutiles que sus contrapartes en regímenes completamente autoritarios.” En México, esto ha sido evidente tanto con AMLO como con Sheinbaum, quienes, abusando de su poder, han señalado con dedo flamígero a aquellos que se atreven a cuestionarlos, insinuando siempre que sus voces no responden al intelecto o a la crítica legítima, sino a intereses económicos ocultos.

En segundo lugar, los medios de comunicación públicos, que alguna vez fueron considerados neutrales, han sido entregados a partidarios cercanos al poder. Canal 11 y Canal 22, que en su momento servían como ejemplos de pluralidad, hoy se han transformado en plataformas de propagandistas disfrazados de analistas. Pero más allá de esta auténtica colonización de los medios públicos, lo verdaderamente preocupante es que cuando las instituciones del Estado son capturadas para promover la agenda oficialista, en un ambiente de hostilidad hacia los medios independientes, incluso actores que en teoría apoyan la democracia o simpatizan con la oposición pueden caer en el pesimismo y optar por la autoexclusión, viéndolo todo como una batalla perdida. Como lo señalan Way y Levitsky: “Las democracias requieren una oposición sólida, y una oposición sólida debe poder contar con un grupo amplio y renovable de políticos, activistas, abogados, expertos, donantes y periodistas. […] Un Estado instrumentalizado dificulta la emergencia de dicha oposición. […] A medida que los actores individuales se retiran a un segundo plano o se autocensuran, la oposición social se debilita. El entorno mediático se vuelve menos crítico y la presión sobre el gobierno autoritario disminuye.”

Y en esto, el tiempo juega a favor de los populismos autoritarios. A medida que los años pasan y el 2018 empieza a quedar atrás, las tenazas del obradorato sobre las instituciones públicas empezarán a dar sus frutos podridos en forma de nuevas generaciones que habrán de crecer en un ambiente viciado, donde la crítica se considera traición y la técnica se observa con suspicacia. Volvemos a Way y Levitsky: “El agotamiento de la oposición social puede ser más grave de lo que parece. Podemos observar cuando los actores clave se hacen a un lado —cuando políticos se retiran, rectores de universidades renuncian o medios de comunicación cambian su programación y personal—. Pero es más difícil ver a la oposición que podría haberse materializado en un entorno menos amenazante, pero que nunca lo hizo —los jóvenes abogados que deciden no postularse a un cargo público; los aspirantes a escritores que deciden no convertirse en periodistas; los posibles denunciantes que optan por guardar silencio; los incontables ciudadanos que deciden no unirse a una protesta o no ofrecerse como voluntarios en una campaña—.”

Ciencia vs política

No solo en México, sino en todo el mundo, se habla de una creciente insatisfacción con la democracia. Sin embargo, al mismo tiempo, la retórica democrática ha logrado imponerse en el discurso político colectivo. López Obrador, por ejemplo, ofrecía una “democracia verdadera” mientras atacaba la autonomía del Instituto Nacional Electoral (INE), y hoy Sheinbaum presume a México como “el país más democrático del mundo” mientras desmantela el Poder Judicial. Nos encontramos, entonces, ante una paradoja: si bien existe una insatisfacción global con la democracia, muchos de los descontentos no proponen un modelo alternativo, como lo fueron el fascismo o el comunismo en los años treinta del siglo pasado, sino, irónicamente, más democracia.

Este fenómeno también es descrito por la académica Nancy Bermeo, quien en su clásico On Democratic Backsliding señala que “el retroceso democrático es el debilitamiento o desmantelamiento de un conjunto determinado de instituciones democráticas. Por ello, a veces puede ocurrir con la intención de profundizar la democracia, en lugar de destruirla.” En este sentido, tanto los líderes como los seguidores de movimientos populistas pueden ver sus acciones como un esfuerzo para mejorar la democracia, aunque en la práctica estas mismas acciones debilitan las instituciones que la sustentan. Como apunta Bermeo, “silenciar o simplemente ignorar las preferencias de estos ciudadanos puede avivar fuegos reaccionarios y socavar la calidad de la democracia. Pero cambiar sus preferencias es extremadamente difícil y, en el mejor de los casos, un proyecto a largo plazo.”

Si nos alejamos, como lo sugiere Bermeo, de la idea de que los votantes de populistas como López o Trump prefieren normativamente el autoritarismo, y en su lugar consideramos que no buscan destruir las instituciones democráticas (algo que, de hecho, ya ocurrió en México), sino más bien renovarlas, debemos buscar otras razones para explicar su apoyo a decisiones que, francamente, avanzan en sentido contrario a la democracia y se alejan por completo de cualquier base científica. Hablo de la desinstitucionalización que atraviesa el país, cuyo caso más patético —aunque no el único— es el desmantelamiento del Poder Judicial. Una posible respuesta la ofrecen Roberto Foa y Yascha Mounk en un artículo recientemente publicado, titulado Democratic Norm Erosion & Partisanship in the United States, donde argumentan que, a medida que los populismos logran polarizar a la sociedad, los simpatizantes de uno y otro lado tienden a favorecer aquellas normas y “hechos” que respaldan sus preferencias políticas. Este fenómeno, conocido en la academia estadounidense como cherry-picking, podría denominarse en español mexicano como “selección sesgada” o “escoger a la carta”.

Lo que los autores destacan es crucial: la preferencia política determina el grado de aceptación de lo que la ciencia y la técnica nos señalan. Así, la división política actual no gira tanto en torno al apoyo al autoritarismo o a la democracia (porque, como hemos visto, todos somos demócratas… al menos de dientes para afuera), sino más bien en cómo nos aproximamos a la política: desde una perspectiva antisistema o tecnocrática. No hace falta ir muy lejos para encontrar ejemplos de esto en México. Un claro reflejo de esta dinámica lo vimos durante la pandemia de Covid-19, que fue minimizada por el gobierno de AMLO, mientras las medidas sanitarias parecían estar marcadas por simpatías políticas personales. Este episodio no solo evidenció cómo la ciencia se ajusta a narrativas políticas, sino también cómo las decisiones gubernamentales se toman según afinidades ideológicas más que por recomendaciones científicas objetivas.

Y si pensamos en ejemplos más antiguos, no podemos olvidar el mito fundacional del partido en el poder: el supuesto fraude electoral de 2006. Un fraude que, a pesar de no haberse probado, se convirtió en un acto de fe para muchos, especialmente para aquellos que se beneficiaron de la narrativa. Las elecciones fueron organizadas por un INE autónomo, vigiladas por observadores internacionales, y materialmente llevadas a cabo por nuestros propios vecinos. Sin embargo, como bien apunta Luis González de Alba sobre la acusación de fraude de López Obrador: “Encontró la palabra más creíble para todo México: ‘fraude’. Porque fraudes sufrimos por 70 años de PRI. Y escamoteó mañosamente que las elecciones no las organiza ya el gobierno, y que al frente de las casillas están vecinos que son vigilados por representantes de los partidos, vigilados por observadores nacionales e internacionales. Gritó ‘fraude’ y la miseria educativa del país hizo el resto: poca gente sabe explicar los cambios en el sistema electoral hechos hace 15, 12, 10 años. Lo hizo de mala fe porque siempre tuvo las pruebas de su derrota, su insoportable, su imposible derrota.” Esta observación de González de Alba pone en evidencia cómo, en México, las narrativas políticas se construyen y se perpetúan, incluso cuando los hechos demuestran lo contrario.

De forma elocuente y hasta florida, González de Alba captura en su breve párrafo una de las conclusiones clave: si bien factores sociodemográficos como los niveles educativos han sido largamente señalados como explicativos de la confianza en la ciencia y la técnica, también es cierto que el posicionamiento de los actores políticos frente a la ciencia, así como la manera en que los medios comunican la evidencia técnica y científica, juegan un papel determinante. La narrativa que surge de esta interacción se inserta en un paisaje político ya de por sí polarizado, donde las identidades partidistas están enrocadas y solo se acepta como verdadero aquello que beneficia a la propia causa. En este contexto, la ciencia deja de ser vista como un referente neutral para convertirse en una herramienta que debe alinearse con las expectativas ideológicas del momento.

Bajo este enfoque, no sorprende el desdén por el intelectualismo que caracteriza a los gobiernos populistas de AMLO y Sheinbaum. En el caso de esta última, resulta aún más llamativo, dada su trayectoria académica y el orgullo con el que insiste en ser llamada “doctora”. Tanto en el discurso como en los hechos, estos gobiernos han marginado la voz de los expertos y han relegado el uso de estadísticas al momento de diseñar políticas públicas. En el plano discursivo, al privilegiar la lealtad política por encima de la experiencia, y al estigmatizar a quienes salen del país a estudiar o aspiran a tener más de un par de zapatos. En los hechos, al colonizar instituciones educativas, como ocurrió con el CIDE. Otro par de académicos, Aysner Dal y Erik C. Nisbet, lo dicen sin rodeos en un artículo publicado en International Journal of Public Opinion Research: “La crítica más amplia del populismo al intelectualismo posiciona a los expertos como una clase elitista que trabaja en contra de los intereses de un pueblo virtuoso, alimentando el escepticismo cultural sobre temas científicos, así como la desconfianza en las instituciones científicas y su papel en la formulación de políticas públicas.”

En ese contexto, se glorifica el sentido común por encima de la técnica; el “escuchar” a la gente en las plazas del país por encima de cualquier ejercicio estadístico riguroso; los “otros datos” sobre la evidencia empírica; y, en última instancia, a un caudillo que se adjudica para sí mismo la capacidad casi metafísica de saber lo que el pueblo quiere. Frente a eso, lo que puedan revelar los datos de una Encuesta Intercensal o, para el caso, los resultados de una elección presidencial organizada con todas las garantías, resulta absolutamente irrelevante. Si el líder encarna la voluntad popular, ¿qué necesidad hay de confirmarlo en las urnas o mediante un ejercicio estadístico?

Hablan los expertos

Para la preparación de este texto, tuve la oportunidad de conversar con colegas que han colaborado en el INEGI o el CONEVAL: Edmundo Berumen, quien fuera Director General de Estadística a finales de los años ochenta; Julio Santaella, presidente del INEGI entre 2016 y 2021; y Gonzalo Hernández Licona, fundador y Secretario Ejecutivo del CONEVAL entre 2005 y 2019. Un tema común en las tres charlas fue la fuerza de la narrativa oficialista en detrimento de la estadística y los datos duros. Se trata de una narrativa cargada de prejuicios, pero que ha logrado instalarse en muchas mentes como una suerte de epopeya: una supuesta gesta histórica encabezada por un luchador social, frente al cual un experto en estadística apenas si logra hacerse notar.

Habiendo dicho lo anterior, en las charlas también se destacó un hecho llamativo: durante el sexenio de López Obrador, mal que bien, nunca se lanzó un misil directo contra el INEGI. Esto resulta sorprendente, dado el grave proceso de desinstitucionalización llevado a machetazos desde Palacio Nacional, que afectó a instituciones como el INEE, el INAI, el CONEVAL, la COFECE, y la Suprema Corte de Justicia de la Nación tal como la conocíamos, entre otras. Se comentó que los “otros datos” del presidente permitieron que su imaginación volara hacia otros cielos, sin necesidad de confrontar directamente los datos oficiales del INEGI. Para muestra, un botón: al preguntársele por las cifras que evidenciaban un bajo crecimiento económico —el más bajo en casi cuatro décadas—, el presidente simplemente se brincó las trancas y afirmó que el PIB no servía para medir el bienestar, y que él propondría otro modelo de medición que incluyera también “el crecimiento del alma” (sic y recontra sic).

De forma tal que, si bien el INEGI libró la santa inquina de López y no ha sido desmantelado como otras entidades públicas, lo cierto es que el tamaño del presupuesto asignado a sus tareas da cuenta de la escasa importancia que le otorgan los gobiernos de MORENA. Basta comparar las partidas destinadas a los elefantes blancos del sexenio —el Tren Militar Maya, el AIFA o Dos Bocas— con la mínima atención que recibe la Encuesta Intercensal, para concluir que los datos que pueda ofrecer el INEGI simplemente no les interesan. Y ojo: esto no es solo una omisión presupuestaria, sino una posible ilegalidad. Existe una Ley de Desarrollo Social que establece con toda claridad la obligación de medir la pobreza utilizando los datos generados por el INEGI:

“Artículo 36. Los lineamientos y criterios que establezca el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social para la definición, identificación y medición de la pobreza son de aplicación obligatoria para las entidades y dependencias públicas que participen en la ejecución de los programas de desarrollo social, y deberá utilizar la información que genere el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, independientemente de otros datos que se estime conveniente…”

Lo dice clarísimo, y con un humor involuntario que parecería sarcasmo si no estuviera en un documento legal: “independientemente de otros datos”. Pero bueno, ya se sabe que a la clase dirigente de este país eso de las leyes les viene muy guango.

Ahora, asumiendo sin conceder que, en efecto, al INEGI se le ha perdonado la vida —por la razón que sea— lo cierto es que, aunque su prestigio nacional e internacional se mantiene, el espacio que ocupaba en el diálogo público ha quedado considerablemente reducido. En las charlas, uno de los expertos recordaba que, en gobiernos anteriores, no había reunión con la presidencia en la que los secretarios no llegaran con carpetas llenas de datos del INEGI; hoy, en cambio, se presentan con un cuaderno y un lápiz para apuntar lo que les dice el presidente. Así, estamos presenciando la erosión paulatina del INEGI como un actor fundamental en la discusión pública y en el diseño de políticas públicas. Y, al mismo tiempo, la llegada de charlatanes que claman tener la capacidad de percibir los deseos del pueblo. Mal vamos.

Cabe preguntarse —y no es alarmismo—: ¿cuál es el futuro del INEGI? ¿Tiene futuro? Ahora que sabemos que no se le asignan fondos para realizar incluso las tareas más básicas, como contar a los mexicanos, no parece descabellado plantearse estas preguntas. En las charlas con los expertos, se señalaba que su cierre, desmantelamiento, absorción, o como se le quiera llamar a la desaparición del INEGI en su forma y funciones actuales, sería desastroso, pero no imposible de imaginar en el contexto político actual. Sería desastroso porque se necesitaron nada menos que 25 años para sacarlo de la Secretaría de Hacienda. En aquellos tiempos, solo un “closet de privilegiados” tenía acceso a las cifras que hoy están a solo unos clics de distancia en la página del INEGI. Desastroso, también, porque sería un golpe directo a la transparencia del sector público, algo que, como hemos visto con el cierre del INAI, a este gobierno de MORENA parece no preocuparle en lo más mínimo.

El desmantelamiento del INEGI o su absorción por otros órganos de poder no solo sería un retroceso democrático, sino un escenario catastrófico para el país. La Encuesta Intercensal, que ya está en el aire, corre el riesgo de convertirse en un ejercicio descafeinado, con consecuencias inmediatas y extremadamente negativas. Perderíamos la capacidad de tener un retrato postpandemia de la población, lo que afectaría la distribución equitativa de transferencias y, lo más grave, nos privaría de datos clave sobre el impacto de la violencia criminal. Esto beneficiaría al oficialismo, que tiene pocos incentivos para hacer públicos estos datos, ya que su narrativa del “pueblo feliz” se ajusta mejor a sus intereses. Si el INEGI desaparece o se reduce a la mínima expresión, no solo se afectaría la calidad de la información para las políticas públicas, sino que también se pondría en peligro la transparencia y la rendición de cuentas. Dejar que la política se base en la ignorancia, la superstición y la manipulación, en lugar de en la evidencia empírica, es un claro síntoma de que la democracia misma está en peligro. La recomendación de los expertos para el INEGI es clara: ajustarse a la nueva realidad política y presupuestal, y aprender a vivir bajo la amenaza constante de la espada de Damocles. EP

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