La Inteligencia Artificial: pavimentando el camino hacia la oscura utopía del capitalismo tardío

Antonio Villalpando-Acuña nos ofrece una aguda reflexión sobre la Inteligencia Artificial y sobre aquello que está en juego ante su normalización en nuestras vidas.

Texto de 13/05/25

IA

Antonio Villalpando-Acuña nos ofrece una aguda reflexión sobre la Inteligencia Artificial y sobre aquello que está en juego ante su normalización en nuestras vidas.

Cada día que pasa nos acercamos más a la posibilidad de que muchos trabajos, no solo los técnicos o de naturaleza mecánica, sean reemplazados por máquinas inteligentes. Podemos anticipar una férrea resistencia proveniente, especialmente, de gremios muy organizados —como el médico y el magisterial—, pero la historia nos ha enseñado que, cuando las revoluciones tecnológicas permiten producir más a menor costo, suelen ganar quienes monopolizan esas tecnologías. En este breve ensayo discuto que, tal vez, la amenaza de perder el sustento se vea eclipsada por una incluso más profunda: la posibilidad de perder la autonomía, el sentido de propósito y la agencia política.

La innovación en la sociedad del cansancio

La forma en que muchas personas, instituciones educativas, medios de comunicación y el peregrino mundo del trabajo se acercan a la Inteligencia Artificial destaca por dos cosas: por la carencia absoluta de entusiasmo y, peor aún, por la falta completa de crítica.

Al menos en el Sur Global, la Inteligencia Artificial no tuvo una luna de miel. En cuestión de unos cuantos años, la clase media y la clase rentista de México, por ejemplo, pasaron de un desconocimiento escéptico —de pensar que las máquinas articuladas como lo hacen hoy no pasaría hasta mucho tiempo después— a una premura insufrible por participar de una revolución de la que entienden poco. Todos los días somos bombardeados por publicidad en la que, supuestamente, las y los profesionistas más “exitosos” de nuestro gremio ya usan Inteligencia Artificial para “ser más productivos(as)”, sea que eso signifique cerrar más ventas, escribir más papers, crear más media o, peor aún, que no signifique nada en concreto.

Esta celeridad no es exclusiva de loci donde obviamente alguien quiere vender algo, como la publicidad que sale en LinkedIn. Esta prisa irreflexiva también se puede ver, por ejemplo, en las universidades, lugares en los que se insta al profesorado a utilizar la Inteligencia Artificial generativa como ChatGPT y a invitar sin miedo a las y los alumnos a que la utilicen, “pero de buena forma”, como si supiéramos realmente que hay una buena forma de usar esta tecnología o como si alguien ya hubiese tenido tiempo para reunir evidencia suficiente para definir las buenas prácticas de las malas. Esta celeridad irreflexiva es el mantra mismo del capitalismo tardío, es su ethos: su deber ser proviene de que —supuestamente— es necesario, de que “todo el mundo lo está haciendo”, o de que, si no lo haces, “alguien más lo hará” y “te vas a quedar atrás”.

El filósofo contemporáneo Byung-Chul Han ha descrito con precisión elegante la razón de esta aceptación acrítica y pseudo-entusiasta de la novedad. En su famoso ensayo La sociedad del cansancio, Han afirma que el neoliberalismo ha provocado un tránsito de las sociedades disciplinarias, en las que los individuos eran reconvenidos por fuerzas externas —la prohibición, el castigo y la ley— a incorporar en sus vidas los nuevos estándares de producir, vivir y socializar, a sociedades del rendimiento, en las que el sujeto se disciplina a sí mismo y se autoexplota al haber sido despojado de su agencia moral. El sujeto del rendimiento se siente personalmente responsable de estar a la vanguardia, o bien de las consecuencias de fallar en actualizarse. Naturalmente, este “sujeto del rendimiento” es un narcisista hiperconectado incapaz de decir “no”, pues ha internalizado la presión social para destacar, para tener una marca personal o para ser un empresario(a) de sí mismo(a). En el entorno acrítico y acechado silenciosamente por la precariedad que generan estos sujetos del rendimiento, aceptar la innovación se tiene como una premisa moral, como una buena costumbre. Resistirse, o por lo menos dudar, es visto como una imprudencia o como algo poco pudendo, grosero.

El espíritu de este tiempo es así: histriónicamente sumiso y frenéticamente acrítico. La era atómica inauguró esta forma de vivir donde la pregunta central sobre la que gira la experiencia humana es “¿podré hacerlo?”, sin espetar un muy necesario “¿deberé hacerlo?”. Para muchos y muchas, la celeridad autoimpuesta por la misma autoexplotación no deja espacio para el lujo de filosofar. En vez de verse como una premisa trágica sobre una vida sin profundidad, esta forma de vivir aprisa y sin tiempo para dudar es tenida como un imponderable práctico. Total, “así es la vida”; es lo que hay que hacer para comer.

El avance de la disolución de la relación trabajo-sentido vital

El trabajo articula la experiencia humana, la imbuye de sentido y de dirección. El trabajo, entendido no como empleo asalariado, sino como actividad significativa que media entre el yo y el mundo, es para muchos(as) la única defensa que les queda contra la disolución en el sinsentido. En un tiempo en que las religiones han perdido centralidad, las identidades tradicionales se han vuelto frágiles y todo resquicio de comunidad ha sido suplantado por vínculos débiles y performativos —el poliamor, las IA companions, la manósfera, la #RedAmlo, Q-Anon, el coaching emocional para hombres rotos, las “comunidades” alrededor de streamers—, el trabajo permanece como uno de los últimos espacios donde el sujeto puede ejercer agencia, ser reconocido y sentir que su hacer transforma algo fuera de sí. Es en el trabajo donde muchas personas todavía encuentran forma, estructura, límite y dirección: se levantan no solo para sobrevivir, sino para sostener una narrativa de sí mismos como alguien que sirve, que aporta, que pesa en el mundo. Esa mediación entre interioridad y exterioridad —entre deseo, capacidad y resultado— no es trivial: es lo que permite habitar el tiempo con sentido.

Bernard Stiegler, un filósofo capaz de ver la realidad social con una nitidez prodigiosa —que se suicidó en 2020—, llamó a nuestra época el “capitalismo pulsional”. Stiegler pensaba, y concuerdo con él, que el capitalismo que había sentado sus raíces en el deseo había dado paso a uno estructurado enteramente en torno a las pulsiones. Mientras que el deseo es una faceta humana completa que invoca la imaginación, la expectativa situada y social de la recompensa, la densidad de la experiencia vital con todos sus matices —la imitación, la representación de un papel, la complejidad de lo simbólico—, la pulsión es, exclusivamente, el desenlace repetitivo, ahistórico y acrítico de una necesidad desnuda de todo lo que enriquece la experiencia humana. El deseo es una expresión cultural; la pulsión es el resultado del funcionamiento nominal del circuito dopaminérgico —el mecanismo biológico de la recompensa que tenemos en el cerebro todos los vertebrados—.

El viejo capitalismo del deseo interpelaba a los individuos estudiando sus representaciones simbólicas: la aspiración de riqueza, la presunción de deseo reflexivo —ser, pues, el objeto del deseo— e, incluso, el deseo de ser reconocido como un ser útil o inteligente. El capitalismo de la pulsión, como lo vemos a diario en las nuevas plataformas de apuestas deportivas en línea, en la estructura de recompensas de los juegos móviles, en el trading, en la comida rápida y en la información chatarra —las redes sociales—, lucra con la reacción inconsciente de cerebros estimulados para perseguir recompensas, cual ratones en un laberinto —para quien quiera profundizar en contexto, Johann Hari, en uno de los mejores libros que he leido —Stolen Focus—, articula esta observación con la historia del conductismo del psicólogo de Harvard, B.F. Skinner. Hari hace el paralelismo de la estructura de las redes sociales con el sistema de recompensas que sustenta la teoría conductual para ilustrar su argumento sobre la desagencificación del mundo digital y su impacto meteórico en la capacidad de las personas de poner atención a sus propias vidas.

Ahora bien, es en este contexto en que el discurso sobre el inminente reemplazo del trabajo por la Inteligencia Artificial cobra un sentido irónico. Apenas el 26 de marzo de este año (2025), Bill Gates —un hombre serio con más credibilidad que el neonazi toxicómano de Elon Musk— vaticinó que, en diez años, la profesión médica y la magisterial serán reemplazadas por la Inteligencia Artificial. Hay quienes reciben esto como una amenaza —médicos(as) y maestros(as), principalmente—, pero hay quienes lo celebran pensando, justamente, en las economías de escala.

El argumento a favor de esta transformación no es endeble desde el punto de vista del consumidor. Si, como imagina el politólgo argentino Oscar Oszlak a inicios de su libro El Estado en la era exponencial, se avecina un mundo en donde todas y todos tendremos implantado un chip que monitoreará nuestra salud e impedirá los desenlaces prematuros o la enfermedad notificando a nuestro médico de lo que pasa en nuestros cuerpos, el costo de esta tecnología y sus capacidades debería ser una fracción de lo que nos cuesta hoy ir a un médico, conversar sobre nuestra cotidianidad, ser canalizados(as) a un laboratorio de especialidad y recibir un diagnóstico preciso. Pero esta ficción próxima encierra varias trampas.

La hiperdependencia y la aniquilación de la política

Todas las grandes revoluciones tecnológicas prometieron prosperidad. La máquina de vapor, la electricidad, la mecanización del trabajo, la internet: todas llegaron con la promesa de liberar tiempo, reducir costos y llevar el bienestar a todas y todos. Pero ninguna logró cumplir esa promesa: todas y cada una de las revoluciones tecnológicas pasaron por el filtro de la economía política and, in doing so, la tecnología fungió una vez más como un instrumento de concentración de capital, de poder y de toma de decisiones. No hay que ir muy lejos para constatarlo: con la tecnología actual, tenemos la capacidad material y técnica de alimentar a 10,000 millones de personas, pero hoy más de 2,300 millones de las 8,000 millones de personas del mundo viven en inseguridad alimentaria. Eso quiere decir que 2,300 millones de personas, más de 500 millones de niñas y niños, han experimentado niveles de hambre que ponen en riesgo su salud y existencia. Reitero: esto no se debe a que no tengamos buenos granos, buenas máquinas o suficientes manos disponibles en el mundo, sino a que una población mundial bien alimentada contradice los cálculos de rentabilidad de las diez empresas que controlan tres cuartas partes de la producción mundial de alimentos: Nestlé, PepsiCo, Unilever, Coca-Cola, Mars, Mondelez International, Danone, General Mills, Kellogg’s y Associated British Foods.

El problema nunca ha sido lo que la tecnología puede hacer, sino que el contexto de acumulación que hace posible la creación de la tecnología impone reglas de aprovechamiento, de distribución y de geometría política. La Inteligencia Artificial aparece en este mismo marco, pero con un agravante: llega en un momento de agotamiento generalizado, donde mucha gente ya no tiene margen físico, emocional ni mental para resistirse, como alguna vez los luditas lo hicieron. Esta innovación aparece en un contexto en que, además, se han ido acumulando los efectos generadores de desigualdad de las distintas olas de modernización y revoluciones científicas.

Para dimensionar qué tan ingenua puede ser la idea de que la cuarta revolución industrial (de la Inteligencia Artificial, la impresión 3D, el internet de las cosas) va a “mejorar la vida de todas y todos”, solo se necesitan unas estimaciones muy simples. Por ejemplo, hoy, en 2025, aproximadamente 15 % de la población mundial —cerca de 1,200 millones de personas— vive en condiciones que pueden considerarse preindustriales, es decir, no tiene acceso a la red eléctrica (8 % sin acceso, Tracking SDG7 2023), ni a saneamiento básico (24 % sin inodoro adecuado, OMS y UNICEF 2022), ni a transporte mecanizado (15-20 % sin acceso regular) ni a empleo formal (más del 60 % en trabajo informal, OIT 2023). Para 15 de cada 100 seres humanos, todavía no se vuelven realidad las promesas de bienestar ni siquiera de la primera revolución industrial.

Probablemente haya quien no vea un problema con esto, y tal vez piense que no hay nada de injusto en ello, pues las personas muy bien pueden “elegir” participar en la frenética carrera por aprender a programar para ser más productivo(a) y seguir enriqueciendo a quien ya es rico, o bien quedarse en su comunidad y tener una vida más simple. Sin embargo, este razonamiento tiene dos grandes defectos:

  1. Como lo expuse en este artículo, la generación de inteligencias artificiales tiene altos costos ambientales, mismos que devastan el patrimonio natural común y, especialmente, el de los lugares donde habitan las personas más vulnerables, donde habitan quienes, históricamente, eligieron seguir teniendo una vida más simple, pero que han sido sistemáticamente destruidos y explotados.
  2. Los Estados recaudan impuestos a la población cautiva de sus leyes sin distinción de sus elecciones vitales, pero subsidian las tecnologías y los modos de producción de quienes tienen mayor capacidad de negociación política. ¿Hace falta hablar del poder que tiene Elon Musk sin que nadie haya votado por él?

    Esta es la paradoja de nuestra era: mientras más dependemos de tecnologías que prometen libertad y bienestar, más se reduce nuestra capacidad colectiva para decidir cómo vivir. La llamada Cuarta Revolución Industrial no está democratizando el bienestar, sino profundizando la subordinación de amplios sectores sociales a infraestructuras técnicas que no controlan, mercados que no comprenden y decisiones que toman un puñado de oligarcas tecnológicos. La hiperdependencia no es solo tecnológica, sino política: una concentración tal de poder técnico, económico y simbólico que convierte en distopía cualquier relato sobre “inclusión digital”. En lugar de empoderar, la revolución actual parece disolver los márgenes de autodeterminación que alguna vez fueron el corazón de la promesa moderna. La Inteligencia Artificial, al incursionar en nuestra cotidianidad, es el instrumento perfecto para que esta creciente subordinación tenga la apariencia de decisiones tomadas en nombre de la comodidad.

    Camino hacia la oscura utopía del capitalismo tardío

    El reemplazo de las profesiones por la Inteligencia Artificial tiene consecuencias que van más allá del trabajo. Cuando dejamos de pensar por nosotros mismos, de interpretar el mundo, de tomar decisiones en entornos complejos, empezamos a perder agencia. No solo nos volvemos usuarios pasivos de soluciones automatizadas; también nos acostumbramos a no ser parte del proceso. Y cuando eso se normaliza, la dependencia no es una cuestión técnica, sino política: aceptamos vivir en una superestructura algorítmica cuya regulación ya no es política ni discursiva, sino económica, opaca, privatizada. Es la negación del deseo y la afirmación de la pulsión; la estandarización de los “términos de uso” sobre los derechos. Como lo advirtió Rudolf von Ihering, los derechos no se poseen, existen en tanto se defienden.

    Ese supuesto descanso exige algo a cambio: subjetividad empobrecida, lenguaje reducido a comandos, cuerpos convertidos en usuarios. Lo que parecía una herramienta para facilitar la vida se convierte en una infraestructura que sustenta una relación sin política, sin tiempo, sin conflicto. La Inteligencia Artificial no solo automatiza procesos, sino también automatiza el vínculo: elimina la necesidad de negociar con otros, de soportar sus tiempos, sus criterios, su diferencia. Y en ese silencio, lo que se evapora es la política. La asimetría que tanto temían los luditas del siglo XIX finalmente se materializa en la total acumulación del poder político y económico por parte de quien controla una tecnología que elimina todos los márgenes de negociación a cambio de economías de escala.

    No estamos, entonces, ante una amenaza solamente a los empleos, sino frente a la posibilidad de disolver lo humano en una eficiencia sin sujeto. El futuro que se perfila no es el de una humanidad emancipada, sino el de una humanidad asistida, mantenida y reducida a su mínimo común denominador. Como en Wall-E, flotamos cada vez más cerca de un mundo donde el trabajo, la decisión y el conflicto han sido externalizados a una interfaz, y donde ya no se vive: se consume, se elige, se califica y, trágicamente, se delega. Lo que está en riesgo de desaparecer no es solo el empleo, sino la posibilidad misma de disputar el mundo. EP

    Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

    Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

    Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

    DOPSA, S.A. DE C.V