El juego del retroceso democrático: manual de uso

Ante la creciente crisis que parece dominar el terreno político en diversos lugares del mundo, Martín Gou nos ofrece un reflexivo ensayo sobre el concepto de “retroceso democrático”.

Texto de 21/04/25

Juego

Ante la creciente crisis que parece dominar el terreno político en diversos lugares del mundo, Martín Gou nos ofrece un reflexivo ensayo sobre el concepto de “retroceso democrático”.

En los últimos años, la preocupación por retrocesos democráticos ha cobrado relevancia en todo el mundo. Escuchamos a menudo que la democracia está en riesgo o que atraviesa una crisis. Si bien la preocupación es legítima y merece atención, también es cierto que el término retroceso democrático se ha utilizado para referirse a fenómenos muy distintos entre sí: erosión democrática, populismo o incluso autocratización. Ahí empieza el problema. Cuando usamos las mismas palabras para referirnos a cosas distintas, la conversación se vuelve ruidosa y cansada.

Este artículo es un intento por explicar cómo estamos estudiando este fenómeno desde la ciencia política. Para ello, me baso en distintos trabajos que han buscado simplificar las dinámicas del retroceso democrático a sus características fundamentales. Esto con la finalidad de contar con mejores herramientas para entenderlos, diagnosticarlos y, con suerte, afinar la mira cuando veamos a políticos —de un lado o del otro— afirmar que están defendiendo la “verdadera democracia”.

Sobre esto me gustaría hacer dos anotaciones: la primera es recordar aquella máxima de que este tipo de ejercicios, más que ser verdades reveladas, resultan útiles. La realidad siempre es más compleja, pero tratar de reducirla a aquellas características que creemos que son más relevantes es un ejercicio útil. La segunda es que puede resultar estimulante utilizar estos modelos para evaluar casos específicos, es decir, ver los límites, lo que explican muy bien y lo que no tanto.

¿Qué no es un retroceso democrático?

Empecemos definiendo qué es y qué no es un retroceso democrático. Aunque el término se ha popularizado en el discurso público, en la ciencia política distinguimos cuidadosamente el retroceso democrático de fenómenos como el populismo, la autocratización o la erosión democrática. Aunque pueden estar relacionados, no son lo mismo. El populismo suele describir el estilo o discurso de ciertos líderes —una retórica antielitista, polarizadora, que apela a una supuesta voluntad del “pueblo verdadero”—, pero que no necesariamente prescribe instituciones ni cambios en las reglas del juego. Es más una estrategia política que, en algunos casos, puede derivar en retroceso democrático, aunque no necesariamente lo hace.

Por su parte, la autocratización suele referirse a procesos que ocurren dentro de regímenes autoritarios, no democráticos. Se trata de un cierre aún mayor del sistema: menos pluralismo, menos autonomía institucional, menos participación. Es, en muchos sentidos, lo opuesto a la democratización, pero no es el término correcto para describir lo que ocurre cuando un régimen que aún es democrático empieza a deteriorarse desde dentro.

Finalmente, la erosión democrática sugiere un desgaste lento, casi natural, como si fuera un proceso inevitable. Sin embargo, los retrocesos democráticos que hoy observamos no son casuales: son decisiones estratégicas de actores políticos, electos democráticamente, que buscan remover obstáculos a su poder.

¿Qué sí es un retroceso democrático?

Una definición ampliamente aceptada en la literatura entiende el retroceso democrático como un proceso mediante el cual se eliminan o debilitan los mecanismos de rendición de cuentas sobre un líder elegido democráticamente. No es que desaparezca la democracia de un día para otro, sino que se vacían de contenido las reglas e instituciones que permiten la competencia política real y el control del poder. Algunas preguntas claves para entender este vaciamiento son: ¿quién puede votar y en qué condiciones? ¿Quién puede fiscalizar al presidente o exigirle información? ¿Quién puede competir por el poder? ¿Quién puede detener las decisiones unilaterales del Poder Ejecutivo?

Estos límites —las barreras que mantienen al poder bajo control— pueden provenir de otras instituciones (rendición de cuentas horizontal) o de la ciudadanía misma, a través del voto, la protesta o la opinión pública (rendición de cuentas vertical). Cuando esos límites dejan de operar porque se debilitan, se ignoran o pierden legitimidad, el sistema democrático comienza a vaciarse por dentro. La estructura puede seguir ahí, con elecciones, congresos y tribunales, pero su capacidad para frenar abusos disminuye. La democracia sobrevive en la forma, pero pierde fondo.

Las piezas y el tablero del juego

Ahora les invito a ver esto como un juego. Uno peligroso, donde hay mucho que perder, lo sé, pero donde al final del día hay jugadores, estrategias, reglas que se intentan estirar (o romper), factores que afectan las decisiones de esos jugadores y, claro, ganadores y perdedores. Desde la ciencia política se proponen modelos para explicar este juego. Uno de los más recientes, y más ambiciosos, fue desarrollado por Grillo, Luo, Nellis y Prato (2024). El principal objetivo de este modelo es ayudarnos a entender qué dinámicas hacen posible un retroceso democrático: cómo empieza, quiénes lo impulsan, quiénes pueden frenarlo y qué condiciones determinan el resultado. 

Empecemos por definir a los tres jugadores. El primero, el presidente o persona a cargo del Poder Ejecutivo, quien decide si hace o no una jugada que debilite la democracia (como cambiar las reglas electorales, intervenir las cortes o concentrar más discreción en las acciones del Ejecutivo). El segundo, los actores que podrían frenar al primero, como los tribunales, el Congreso, las autoridades electorales, la oposición o incluso su propio partido. El tercero, la ciudadanía, que puede quedarse al margen o reaccionar ante dicha dinámica (protestando a favor o en contra, castigando en las urnas, organizándose).

Para entender cómo se mueven estos actores, pensemos en dos mecanismos de control al poder. El primero es el que vigila que no se manipulen o afecten los resultados electorales: quién puede votar, en qué condiciones y quién cuenta los votos. El segundo es el que limita la discrecionalidad del Ejecutivo, es decir, que pueda trabajar, pero que haya ojos revisando ese trabajo. Estos controles pueden venir desde abajo (la ciudadanía) o desde el sistema político. Lo interesante es que, si pensamos en las herramientas que cada actor tiene a la mano, también podemos entender las formas que existen para quedarse en el poder: una es alterar el marcador final a su favor; otra, aumentar su margen de maniobra desde el poder, sin ser visto o vigilado.

Una riqueza de este enfoque es que no parte de las buenas o malas intenciones de los jugadores. Primero, observamos qué hacen, con qué herramientas y, después, analizamos por qué lo hacen. Puede haber líderes que realmente crean que necesitan más poder para transformar su país, y otros que solo buscan asegurarse de que no los saquen del juego. También puede haber resistencias legítimas que pretenden cuidar los equilibrios del sistema, y otras que solo están defendiendo sus privilegios.

Con las piezas sobre la mesa, pasemos a explicar la dinámica del juego. Podemos dividirla en dos fases. En la primera, el presidente intenta cambiar las reglas del juego. Algunas veces lo hace abiertamente, otras de forma más discreta. Lo cierto es que busca cambiar la democracia tal como la conocemos. Y lo subrayo porque no todos los cambios son malos, pero sí hay señales para detectar cuándo empiezan a romperse los candados institucionales.

A ese intento, los otros jugadores pueden responder o no. Dependiendo de cómo se resuelva ese primer encuentro—si el cambio se concreta, si se frena, si genera reacción—, el juego entra en una segunda fase. En esta etapa, el presidente busca avanzar una agenda: puede ser un proyecto ideológico, una reforma profunda o perpetuarse en el poder. Lo interesante es que esta jugada ocurre con las condiciones que quedaron establecidas después del primer intento: a veces con nuevas reglas que le dan más margen, a veces bajo el mismo marco de antes, pero con señales de hasta dónde puede llegar. Entonces es turno de la ciudadanía, que observa lo que ha pasado y decide si sigue apoyando al presidente o no. Si lo apoya, la jugada sale; si no, la cosa se complica: el presidente puede perder las siguientes elecciones, o incluso irse antes, presionado por la calle.

Vale la pena hacer zoom a cada fase. En la primera, el presidente no quiere proponer algo que parezca abiertamente inaceptable, pero tampoco algo que le resulte inútil. Quiere que su propuesta tenga buena prensa. Si el intento es exitoso, abre dos puertas de retroceso democrático: afloja los controles (pierde fuerza la rendición de cuentas) y gana margen de maniobra (puede hacer más con menos vigilancia). ¿Y los otros jugadores? El papel de la ciudadanía es claro: si le cree, si lo respalda, le está dando una señal de que siga adelante. Pero si lo castiga, el presidente entra en zona de riesgo. El rol de los actores que le pueden hacer frente es más complejo: deben decidir si enfrentan al presidente, cómo hacerlo y el costo que están dispuestos a pagar. No todos tienen el mismo poder ni las mismas ganas. Además, enfrentarse a un presidente popular no es gratis: te puede convertir en traidor.

Algo sí parece claro: si nadie reacciona al intento de cambiar las reglas, ese cambio se concreta. Y con eso, la mesa está puesta para que ocurra un retroceso democrático.

En la segunda fase, lo que realmente importa es el eco de esos movimientos previos. Si la ciudadanía mantiene su apoyo al presidente, su partido gana las siguientes elecciones y su agenda se implementa sin obstáculos. Pero si pierde dicho apoyo, entonces se tambalean tanto el plan como el poder. Así, el respaldo ciudadano no solo depende de qué políticas propone el presidente, sino de cómo sus decisiones anteriores han cambiado las reglas del juego. Si logró fortalecer su permanencia o ampliar su autoridad, el presidente está redefiniendo la naturaleza misma de la rendición de cuentas. Y en ese terreno inclinado, hasta las elecciones pueden dejar de ser una garantía.

Final de la partida

¿Qué sabemos de este juego en la práctica? Es decir, ¿qué nos dice la evidencia? Por suerte, los autores hacen un gran trabajo organizándola por nosotros. Lo que sabemos es que, en la mayoría de los casos, los intentos de retroceso no ocurren en un vacío: casi siempre hay algún tipo de resistencia. Lo interesante es ver qué tan efectiva es esa resistencia.

Cuando los actores que le pueden hacer frente al presidente reaccionan rápido, tienen herramientas legales claras y una posición legítima ante la ciudadanía, sus posibilidades de frenar el intento aumentan. Si responden tarde, si se dividen o si la gente no los percibe como creíbles, el intento suele avanzar. También importa el tipo de jugada. Las más sutiles —reformas legales técnicas, ajustes administrativos— son mucho más difíciles de detectar y, por lo tanto, más fáciles de dejar pasar.

Del lado de la ciudadanía, la historia es parecida. A veces el retroceso enciende alarmas, pero muchas otras no. Hay contextos en los que pasa desapercibido o incluso es bien recibido, sobre todo si se presenta como una medida de justicia o eficiencia. Y eso no depende solo del contenido del cambio, sino de quién lo impulsa. Cuando hay mucha polarización, la identidad importa más que el acto en sí: hay quienes justifican lo injustificable si lo propone su presidente, y critican lo mismo si viene del adversario.

Una observación crucial es que las reacciones más efectivas no vienen de un solo lado. Cuando las instituciones y la ciudadanía se activan al mismo tiempo, aunque sea de forma imperfecta, los intentos de retroceso enfrentan más obstáculos. En cambio, cuando cada quien actúa por su cuenta, o cuando se espera demasiado para responder, es más fácil que el retroceso se consolide.

Una de las lecciones más importantes es que la percepción importa tanto como la acción. Un presidente puede modificar reglas clave, pero si logra convencer a la ciudadanía de que lo hizo por el bien común, y no por interés propio, es menos probable que enfrente costos políticos. Por eso la línea entre una reforma legítima y un retroceso democrático puede volverse muy delgada. En resumen, el modelo nos recuerda que los retrocesos democráticos no son accidentes ni castillos que se derrumban solos, son jugadas estratégicas que dependen de cómo reaccionan los otros jugadores. Y eso no siempre lo tenemos tan claro cuando estamos en medio del juego.

¿Y qué sigue?

Vale la pena preguntarse qué hace que algunas reglas, cuando se violan, nos parezcan inaceptables, mientras que otras simplemente se nos resbalen. Przeworski (2024) dice algo provocador: en la democracia, el poder solo cambia de manos si todos aceptan las reglas que lo hacen posible. Pero, ¿qué pasa cuando no hay acuerdo sobre cuáles son esas reglas o sobre cuáles importan más? No todas las transgresiones se perciben igual. Hay actos que violan el corazón mismo de la democracia —como impedir elecciones libres— y tienden a generar más consenso. Pero hay otros que apelan a principios más amplios o más interpretables —como la equidad, la justicia o el pluralismo— y ahí entran en juego las lealtades, las identidades y los sesgos.

Entender qué hace que ciertas transgresiones nos parezcan inaceptables, mientras que otras pasen de largo, es clave para anticipar y enfrentar los retrocesos democráticos. Ciertos actos de rendición de cuentas —una sentencia, una protesta, una resistencia parlamentaria— pueden ser la chispa que cambie la forma en que las personas leen una coyuntura. Pueden convertir lo que parecía un matiz técnico en una violación intolerable. Porque si algo nos enseñan los retrocesos democráticos es que los límites del poder no se sostienen solos: necesitan ser señalados, defendidos y, sobre todo, creídos. EP

Bibliografía

Grillo, Edoardo, Zhaotian Luo, Monika Nalepa, & Carlo Prato. 2024. “Theories of Democratic Backsliding.” Annual Review of Political Science 27: 381–400. https://www.annualreviews.org/content/journals/10.1146/annurev-polisci-041322-025352

Przeworski, Adam. 2024. “Who Decides What Is Democratic?” Journal of Democracy 35(3): 5–16. https://doi.org/10.1353/jod.2024.a930423.

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