El sueño mexicano. Las inmigraciones que construyen el país

“Ya no es tan fácil migrar por el mundo. O, tal vez, siempre ha sido difícil, sólo que ahora es más burocrático.”

Texto de 08/01/20

“Ya no es tan fácil migrar por el mundo. O, tal vez, siempre ha sido difícil, sólo que ahora es más burocrático.”

Tiempo de lectura: 9 minutos

Para almorzar, hay veces en que mi madre envuelve yogur natural con un trapo y lo deja reposar durante una noche. Al día siguiente queda una crema de sabor amargo a la que se le agrega sal, orégano y aceite de oliva. Es labne. Acompaña un banquete de kibis, crema de hummus y garbanzo, platillos del Medio Oriente que se comen en Yucatán.

En la escuela tuve un amigo cuyos ojos eran rasgados. No parecía ser de Mérida, pero lo era. Sus padres lo eran y sus abuelos también. Pero sus ojos decían Corea.

Las marquesitas son el postre más popular de la gastronomía yucateca. Son barquillas de helado a las que dentro se les pone un queso rallado que cruzó el océano Atlántico. El queso Edam, del pueblo del mismo nombre, proviene de los Países Bajos y su sabor amargo se ha maridado con la carne molida, las alcaparras y el tomate para crear decenas de platillos que son típicos en la región. Las marquesitas se venden en los parques, y las otras comidas en cualquier cocina económica.

Esas pequeñas cosas esconden a simple vista, en nuestra vida diaria, la herencia de siglos de migraciones hacia México, de personas que encontraron en este país una nueva oportunidad. A lo largo del tiempo se adaptaron a los climas y a las geografías mexicanas, desde desiertos hasta selvas, desde montañas hasta costa, hasta integrarse a las sociedades de la nación. En Yucatán se refleja en la comida —la libanesa— o en la gente —los descendientes de coreanos, libaneses, cubanos—. También se muestra con elementos que ya forman parte de nuestra sangre: el bambuco, tan tradicional en la trova, llegó desde Colombia a través del Caribe, al igual que las guayaberas y el béisbol se comparten con la región que Gabriel García Márquez denominó como el único país de agua.

México es una nación de migrantes. De emigrantes y de inmigrantes. De estos últimos escribiré. Desde Mesoamérica hasta la Conquista se mezclaron las culturas del continente con las europeas. Para los siglos xix y xx las del lejano continente asiático formaron parte de las transformaciones sociales del país. Y durante la era de la esclavitud, habitantes de África fueron traídos a la fuerza a través del mar, y en las costas mexicanas sus descendientes todavía tienen ceremonias para los dioses africanos. En la actualidad, las nuevas migraciones las conforman quienes huyen de la violencia centroamericana o aquellos que encuentran en México una nación multicultural, exótica y fascinante que les inspira a ser creativos.

Cuando México no era México, ni era la Nueva España, sino un abanico de culturas mesoamericanas y de Aridoamérica, también existían las migraciones entre las civilizaciones indígenas de las fronteras geopolíticas internas, de procedencia centro y sudamericana, y del Caribe. Esos intercambios eran cosmogónicos, alimenticios y de lenguaje.

Semillas iban y venían por todo el continente en mercados como el de Tlatelolco, donde existía el intercambio de metales preciosos como el oro con otros imperios de Sudamérica; los dioses se compartían (aunque sus nombres se adaptaban) y la palabra huracán procede de los lenguajes caribeños; mayas y taínos tenían el mismo vocablo para definir las tormentosas lluvias de verano y otoño que, con sus vientos, arrasaban cosechas y ciudades.

Con su llegada y conquista, los españoles, hace quinientos años, forzaron la mezcla genética entre ellos y los indígenas que permitió el mestizaje que hoy es México. Los mexicanos de hoy formamos parte de una línea de sangre que se produjo con violaciones de mujeres indígenas y con la destrucción de las deidades mesoamericanas. Ésas son las migraciones que crearon el concepto actual del mexicano: una mezcla de culturas mesoamericanas con la española.

La herencia afromexicana es una de las más negadas en este país. Arrancados de África llegaron los esclavos que principalmente se establecieron en el Caribe, pero cuya presencia llegó hasta las costas mexicanas de ambos océanos. Sus descendientes, dos millones de personas (más del uno por ciento de la población nacional), viven en su mayoría en Veracruz, Oaxaca y Guerrero en condiciones de extrema pobreza.

Si los indígenas son negados en México, los afrodescendientes no existen para el resto de la población. Sufren discriminación. La BBC documentó en un reportaje que en Oaxaca dos mujeres mexicanas afrodescendientes fueron deportadas a Haití y Honduras. Esos casos son comunes en el país, pues ni las autoridades ni la sociedad saben que las personas de raza negra han vivido por siglos en México.

En un nuevo apartado al artículo segundo de la Constitución Mexicana, agregado el 9 de agosto de 2019, se les reconoce “como parte de la composición pluricultural de la Nación” y su acceso a derechos que garanticen su libre determinación, autonomía, desarrollo e inclusión social.

En la Costa Chica oaxaqueña se combinaron las culturas africanas con la chilena, traída por marineros del Cono Sur que navegaban rumbo a California en el siglo xix, y la mexicana misma, para crear una música conocida como “la chilena”. Hay otra mezcla cultural que se remonta a las haciendas coloniales: la Danza de los Diablos, que los esclavos dedicaban al dios africano Ruja para pedir por su liberación.

México: tierra de oportunidades

Las inmigraciones de los siglos XIX y XX, una era de navegaciones y de un país naciente, son ésas que se esconden a simple vista en la vida cotidiana de México. Empecé este artículo hablando sobre el labne y la comida libanesa, que en Mérida mal llamamos “árabe”, una connotación despectiva y de burla, como decirle “turcos” a los libaneses. Su migración ocurrió en la segunda mitad del siglo xix, cuando el Líbano estaba entre dos mundos: el cristianismo de Occidente y el islam de Medio Oriente. Era una región en extrema pobreza y muchos dejaron sus hogares para esparcirse por el mundo.

Durante esa etapa, cincuenta y cuatro años entre 1860 y 1914, al continente americano llegaron un millón de libaneses. México recibió a veinte mil. Se establecieron en Veracruz, Puebla, la Ciudad de México, Yucatán, Coahuila, Tamaulipas, Nuevo León, Jalisco, Chihuahua y Durango. Se adaptaron al país. Se convirtieron en comerciantes y su linaje continúa vigente. El más reconocido debe ser Carlos Slim, quien fue el hombre más rico del mundo. Su inteligencia en el comercio es el reflejo de muchas personas de su cultura, que representan a varias de las cámaras empresariales de los estados a los que llegaron.

De acuerdo con Rebeca Inclán, investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en su estudio Inmigración libanesa en México. Un caso de diversidad cultural, la llegada de los libaneses sucedió al mismo tiempo que la política migratoria de puertas abiertas del gobierno de Porfirio Díaz, iniciada en el liberalismo para lograr el desarrollo económico del país. “La inmigración que se anhelaba en México era la de Europa Occidental, la cual se mezclaba con el deseo de progreso económico y cuestiones raciales, que iban en detrimento de amplios sectores de la sociedad mexicana”, escribe Inclán.

Era una intención eugenésica. El político Justo Sierra Méndez creía en la posibilidad de atraer al inmigrante de sangre europea para “procurar el cruzamiento de nuestros grupos indígenas; si no, en lugar de progresar, pasaremos a un nivel inferior”.

Del Medio Oriente, la misma región de los libaneses, a México llegaron los judíos sefardíes que habitaban el entonces Imperio otomano, hoy Turquía. El escritor mexicano Jacobo Sefamí publicó recientemente Por tierras extrañas (UNAM, 2019), una serie de cuentos sobre sus orígenes e infancia.

Él mismo es una mezcla migratoria: su abuelo materno era de Alepo, Siria, una ciudad que ahora está destrozada por la guerra interna que vive desde 2011; sus dos abuelas eran de Damasco, y su abuelo paterno era de Estambul, Turquía, y sus raíces se remontaban a los judíos sefardíes expulsados por la Corona Española en 1492, el mismo año en que Cristóbal Colón navegaba hacia las misteriosas tierras del Nuevo Mundo a las que tres décadas más tarde migrarían los conquistadores españoles.

Su familia comenzó a llegar a México a partir de 1908, debido a los cambios políticos en el Imperio otomano que obligaban a jóvenes judíos a cursar el servicio militar, pero, sobre todo, por razones económicas.

—Hambruna —dice Jacobo en entrevista telefónica desde California—. Lo mismo sucede hoy con las caravanas migrantes. No hay dinero ni oportunidades. Cuando llegan, los migrantes lo hacen en situaciones de penurias, muy mal. Pero en la tercera o cuarta generación, los descendientes de judíos sefardíes se han integrado a la sociedad mexicana —explica.

En su familia comenzaron como comerciantes, ya fuera como ambulantes en los pueblos, vendiendo calcetines y corbatas en abonos, o bien como le tocó a él con su madre: en los alrededores de La Lagunilla, en la Ciudad de México.

—Los grupos migratorios conservan sus tradiciones de origen. Sus lenguas (árabe y hebreo) son una apreciación de la vida, y uno se integra —señala.

Jacobo recuerda a sus abuelos hablar con sus padres en sus lenguas y, en ocasiones, él entendía parte de las conversaciones. Cree que dentro de una o dos generaciones, la lengua se perderá para quienes son descendientes de los migrantes de principios del siglo XX.

Al vivir en Estados Unidos, aun con su origen del Medio Oriente, él se identifica como mexicano, como latino: —Soy mexicano, me siento mexicano, pero tengo estas raíces judías. Soy un ser plural.

Además de las personas del Medio Oriente que llegaron a México en el siglo pasado, desde el Lejano Oriente hubo inmigraciones hacia el país. Coreanos, chinos y japoneses cruzaron el océano Pacífico para trabajar en las haciendas.

Los coreanos fueron engañados para que en la península de Yucatán se encargasen del henequén. Creían que en México serían libres, lejos de la invasión japonesa a sus tierras, pero sólo llegaron para trabajar en condiciones de semiesclavitud, bajo las órdenes de los hacendados y recibiendo latigazos si se comportaban mal. Cuando por fin fueron libres ya habían echado raíces en Yucatán (aunque algunos se fueron al norte, a Cuba o a Centroamérica) y establecieron sus familias en el sureste mexicano, incluso contrayendo matrimonio con la población maya.

Los coreanos en Yucatán se han vuelto parte de la vida del estado y muchos de ellos ya se integraron a la cotidianidad, como sucedió con los libaneses, aunque la diferencia con los de Medio Oriente es que su cultura permeó poco en la yucateca y la herencia gastronómica y empresarial es escasa en comparación con la libanesa.

Los chinos se esparcieron por el territorio mexicano. Algunos llegaron a la península yucateca, otros cruzaron el canal para trabajar en Cuba, y muchos estuvieron en el desierto del noroeste, en una época que parecía un western. Los que se establecieron en Torreón, Coahuila, con el inicio de la Revolución mexicana fueron exterminados en una masacre en 1911.

En Baja California encontraron la posibilidad de conformar las ciudades e integrarse a su sociedad, y hoy sus descendientes han hecho que la comida típica de la capital, Mexicali, sea la china.

A lo largo del siglo XX, los japoneses migraron en siete ocasiones a México. En un principio, el propio gobierno japonés lo planeó. Los primeros llegaron a Chiapas, como agricultores y emigrantes libres, según la investigadora María Elena Ota Mishima. Durante las siguientes décadas llegaron bajo contrato como mano de obra, o porque encontraron la oportunidad de trabajar en ramas de la medicina y otras ciencias de la salud, y otros más vinieron a raíz del crecimiento económico.

Sin embargo, la inmigración japonesa más presente actualmente es la que ocurre en Aguascalientes debido a las plantas de la automotriz Nissan establecidas en ese estado. El doce por ciento de la población proveniente del país del sol naciente en México vive en Aguascalientes. En 1981 fue cuando se estableció ahí la primera planta Nissan, pero fue en 2012 cuando más inversiones llegaron para la automotriz, además de otras industrias japonesas.

Aunque la primera generación de japoneses es un grupo que se mantiene cerrado y se mezcla poco con los hidrocálidos, la Nissan ha invertido en la capacitación de lugareños para que laboren en sus plantas.

Little L.A. y la nueva afroasia

Ya no es tan fácil migrar por el mundo. O, tal vez, siempre ha sido difícil, sólo que ahora es más burocrático. A México se llega mediante una frontera sur con riesgos naturales y humanos: el río, el crimen organizado y el Instituto Nacional de Migración. Quienes cruzan el país lo hacen porque arriesgan todo, hasta sus vidas, para dejar la violencia de sus naciones en Centroamérica. A veces encuentran en México la posibilidad de quedarse a vivir. No es Estados Unidos, pero es mejor que arriesgarse a ser asesinado por no cumplir con las órdenes de una pandilla.

En Tapachula, Chiapas, hay personas de lugares tan lejanos como África y Asia que en años recientes se han añadido a la población local, dentro del flujo migratorio, para convertirse en habitantes de la ciudad. Su cruce ha sido obligatorio.

A la ciudad fronteriza se han adaptado comidas de todas partes del mundo con la llegada de los migrantes. Mama África es una mujer que prepara comida cubana, africana y mexicana en su restaurante de Tapachula. En un reportaje de AJ+ dijo que llegaron migrantes desde Somalia y Bangladés que le enseñaron a preparar las comidas típicas de sus países.

Pasarán décadas antes de que las nuevas migraciones sean aceptadas por la sociedad mexicana. El racismo y la discriminación continúan presentes: para el nacido en México, como el indígena, el afrodescendiente o las personas pobres, y para aquellos que llegan al país con la intención de tener una mejor vida.

Se dice que los mexicanos somos malinchistas, pero al mismo tiempo somos xenófobos. Cuando las caravanas migrantes cruzaban el país en 2018, muchas personas aprovecharon para expresar su odio al centroamericano, cobijadas bajo el anonimato de las redes sociales. El malinchismo no es tal como se plantea; en realidad es la filia al rico y exitoso, cuyo canon de belleza cumple con los estándares de Occidente. No hay malinchismo hacia quien huye de la violencia centroamericana.

En la Ciudad de México hay un lugar llamado Little L.A. Es una inmigración distinta a las demás. Son los mexicanos que en su momento migraron a Estados Unidos en busca del sueño americano, y que, al regresar, varios de ellos deportados, a sus comunidades de origen, se encontraron con la misma falta de oportunidades que los forzó a salir. Little L.A. (el pequeño Los Ángeles) se fue poblando con esos migrantes que no son de aquí ni son de allá. Se establecieron y llegaron los call centers que los emplean porque hablan con facilidad español e inglés. Han regresado a México, pero como inmigrantes. Del sueño americano que muchos tienen, ellos construyen el sueño mexicano. EP

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