
Luis de la Barreda Solórzano reflexiona sobre la importancia de los derechos humanos, su papel en la construcción de sociedades justas y el impacto que puede tener una reforma judicial en su garantía.
Luis de la Barreda Solórzano reflexiona sobre la importancia de los derechos humanos, su papel en la construcción de sociedades justas y el impacto que puede tener una reforma judicial en su garantía.
Texto de Luis de la Barreda Solórzano 12/05/25
Luis de la Barreda Solórzano reflexiona sobre la importancia de los derechos humanos, su papel en la construcción de sociedades justas y el impacto que puede tener una reforma judicial en su garantía.
No hay conquista civilizatoria más relevante, más profunda, más revolucionaria en la historia de la humanidad que la de los derechos humanos, en virtud de la cual se reconoce que todas y todos, por el simple hecho de nuestra condición humana, somos poseedores del atributo de la dignidad. William Shakespeare escribió que estamos trenzados con la misma materia con que se forjan los sueños.
Al institucionalizar los derechos humanos estamos institucionalizando el trato que nos queremos dar, el trato que nos debemos unos a otros. Ser humano implica el derecho a reclamar para sí los derechos humanos, los cuales son el mayor fruto del proceso civilizatorio. Nosotros, las mujeres y los hombres de hoy, que nos tenemos por civilizados, somos en buena medida producto de esos derechos.
Los derechos humanos no necesariamente nos hacen más felices ––la felicidad, siempre frágil y huidiza, es una conquista de cada uno en cuyo logro influye una multitud de factores––, pero nos hacen más humanos. Más humanos: seres a los que se reconoce su dignidad y, por ende, sus libertades públicas y privadas, su ciudadanía, su derecho a una vida decorosa, su derecho a la justicia imparcial, su derecho a la participación política, la irrenunciable facultad de elegir su propio proyecto de vida.
Advierte Fernando Savater: “A lo que apuntan los derechos humanos, a través de la enumeración circunstanciada e históricamente circunstancial, previamente desde luego a incorporarse a los principios de ninguna constitución estatal, es al universal derecho humano a ser sujeto de derechos. No estriba la cuestión tanto en que los humanos tengan universalmente tales o cuales derechos, sino que tener a alguien por humano consiste en reconocerle ciertos derechos. Conceder a otro y por tanto a uno mismo la condición humana es admitir lo lícito de la reclamación de sus derechos”.1
La historia de la humanidad es abundante en abusos y atrocidades que unos seres humanos han cometido contra otros. Esos atropellos, durante milenios, se consideraron naturales, incluso estaban aceptados por las leyes. Las personas no eran consideradas iguales ante la ley. Los esclavos, los siervos y las mujeres, por ejemplo, no tenían derechos iguales o equivalentes a los de los amos, los señores feudales y los hombres, respectivamente. Esa desigualdad era vista como resultado de la voluntad divina o el linaje, y en todo caso se consideraba resultado de un orden social incuestionable. Por eso son revolucionarias las palabras de Cristo al afirmar, en una época en que no se cuestionaba la esclavitud, que todos somos iguales a los ojos de Dios. Pero tendrían que transcurrir aún muchos siglos para que esa igualdad fuera admitida por los ordenamientos jurídicos.
De los numerosos episodios de vulneraciones a la dignidad humana destacan, entre otros muchos, la cacería de africanos para arrancarlos de sus lugares de residencia y llevarlos lejos haciéndolos esclavos; la tortura despiadada durante los juicios inquisitoriales, y la persecución de las mujeres más curiosas, imaginativas, rebeldes o sensuales acusándolas de ser brujas que tenían pacto con Satanás. Todo eso parece muy lejano y, sobre todo, muy extraño, porque esas prácticas las juzgamos hoy a la luz de los derechos humanos. Por eso nos parecen escandalosamente inaceptables. A la luz de los derechos humanos a nadie se le puede arrebatar arbitrariamente la libertad, los juicios deben ser justos y en ellos los acusados han de ser tratados respetando su dignidad y otorgándoles el derecho de defenderse de las acusaciones, y nadie puede ser perseguido penalmente si su conducta no daña a un tercero.
En México, los derechos humanos están reconocidos desde la Constitución de 1857, y en la Constitución de 1917 se les otorga la máxima jerarquía: ninguna ley, ningún acto de autoridad puede, de acuerdo con el artículo 1º constitucional, vulnerarlos. Las autoridades están obligadas a respetarlos, a promoverlos y a protegerlos, y la protección a los derechos debe ir ampliándose cada vez más ––lo que se conoce como principio de progresividad––. Nuestro país ha sido deficitario en la protección de esos derechos, sobre todo los de contenido social, pues cuatro de cada diez mexicanos se encuentran en la pobreza y uno de cada diez en pobreza extrema. Pero estábamos avanzando en la vigencia efectiva de los llamados derechos de primera generación: las libertades, la justicia y los derechos políticos.
Los derechos de primera generación son hijos de la ilustración. Ese formidable movimiento intelectual que en países europeos ––Francia, Inglaterra, Italia y Alemania destacadamente–– combatió las supersticiones y la intolerancia, los juicios inquisitoriales y el oscurantismo, y defendió las libertades, el saber científico, la igualdad ante la ley, los juicios justos, el progreso y los derechos de todos.
La vigencia efectiva del derecho a un juicio justo requiere de la auténtica separación de poderes, de la efectiva independencia judicial, y de jueces, magistrados y ministros con sólida formación jurídica que hagan valer en cada una de sus resoluciones esa independencia sin verse presionados o coaccionados para que tuerzan el sentido de sus fallos.
Es indispensable en el Estado de derecho que los juicios sean justos en todas las materias y en todos los casos. Es imprescindible que así sean en los litigios entre particulares y, por supuesto, cuando el particular se enfrenta a un acto de alguna autoridad estatal que considera arbitrario. El buen juez tiene que resolver conforme a derecho por poderoso que sea el funcionario estatal involucrado en el caso. Con juzgadores cercanos a los poderes estatales y con un tribunal inquisitorial blandiendo constantemente la espada de Damocles para intimidar a los juzgadores ante el improbable caso de una actuación independiente ––como está previsto en la reforma judicial recientemente aprobada en nuestro país––, los gobernados difícilmente podrán hacer valer sus derechos.
Un poder judicial independiente y con sólida formación es, en primerísimo lugar, defensor de los derechos humanos contra el poder político, económico o religioso, contra usos y costumbres contrarios a esos derechos, contra toda tropelía que atente contra los derechos de cualquier individuo. Un poder judicial de esa índole no representa a la mayoría, que siempre tiene la posibilidad de atropellar a las minorías, sino es el guardián de los derechos consagrados en la Constitución. Actuando de esa manera puede incomodar al poder político, puede estorbar sus proyectos y sus designios, puede contravenir sus posturas. Pero esa es precisamente su misión. En un Estado de derecho respetuoso de los derechos humanos los derechos de cada individuo son sagrados, y el poder judicial es su guardián.
Me gusta la leyenda Hay jueces en Berlín. Un poderoso rey poseía un castillo en el campo al que solía ir a descansar. Le incomodaba un molino cercano porque no le gustaba el ruido que hacían sus aspas y estorbaba la vista de los bellos paisajes, por lo que le dijo al molinero que le quería comprar el molino. Así podría derribarlo. Como el molinero no quiso venderlo, el monarca le advirtió que tenía poder para destruir el molino sin pagarle nada. El molinero replicó que eso sería una injusticia, a lo que el rey le indicó: “Hay jueces en Berlín”. El molinero acudió a un juez de Berlín, el cual le dio la razón. El monarca acató el veredicto.2
Con excepción de algunos juzgadores de consigna, corruptos o timoratos, una minoría, los poderes judiciales mexicanos, el federal y los de las entidades federativas, han cumplido por lo menos en las últimas décadas con su delicada misión constitucional, encabezados por la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, leal a la Constitución, valiente y firme ante las presiones en contraste con su antecesor Arturo Zaldívar, sumisamente obsecuente a las instrucciones del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, de convencer a jueces y magistrados de resolver ciertos asuntos en determinado sentido.
Aquel presidente dejó un siniestro legado a su sucesora Claudia Sheinbaum, legado que ésta ha asumido dócilmente, el cual incluye la demolición de los poderes judiciales del país. Jueces, magistrados y ministros serán víctimas de un abuso descomunal porque se les despedirá sin que hayan dado motivo para el despido, tirándose al cesto de basura sus años de formación y experiencia, su proyecto de vida, su conocimiento de los expedientes, de la jurisprudencia nacional e interamericana. Sus sucesores saldrán del sombrero de copa de una elección en las urnas entre los aspirantes previamente seleccionados por cada uno de los poderes. Para evitar que las resoluciones de los juzgadores federales ––los competentes para conceder amparos–– incomoden al gobierno, se creará un tribunal inquisitorial con facultad de despedirlos y denunciarlos penalmente por el sentido de esas resoluciones.
Es una reforma disparatada, demencial, indefendible desde el punto de vista de la justicia, de la división de poderes, de la independencia judicial, del objetivo de una justicia de calidad. Pero no es un disparate en atención a los objetivos del gobierno: vengarse de la autonomía con que se han conducido los juzgadores y concentrar todo el poder. El gobierno ha capturado a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, al poder legislativo, al Instituto Nacional Electoral, al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y al Consejo de la Judicatura Federal. Con la reforma habrá capturado también a los poderes judiciales del país.
Un derecho humano básico se nos vulnera con la reforma judicial: el derecho al acceso a una justicia objetiva, imparcial, independiente y de calidad. Una reforma judicial que aspirase a mejorar la impartición de justicia tendría que haber tomado como primera medida la quintuplicación del número de juzgados y tribunales. Mientras en Costa Rica hay 25 juzgadores por cada 100 mil habitantes, en México esa tasa es de apenas cinco. Uno de los problemas de la justicia mexicana es la lentitud de sus juicios. No se debe a negligencia de los juzgadores, quienes tienen una carga de trabajo excesiva, sino a insuficiencia grave en el número de impartidores de justicia. La vulneración de ese derecho humano tiene un efecto dominó: al destruirse la verdadera división de poderes se demuele el Estado de derecho y se asesta un golpe letal a la democracia. Podemos tener numerosos derechos en los textos legales —los tenemos—, pero serán nugatorios si no podemos defenderlos en juzgados y tribunales. No hay régimen democrático sin verdadera división de poderes. El sojuzgamiento del poder judicial es la vía más directa a la dictadura. EP