
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre el lamentable asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, y sobre la lenta reacción del gobierno ante la violencia desbordada que se vive en nuestro país.
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre el lamentable asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, y sobre la lenta reacción del gobierno ante la violencia desbordada que se vive en nuestro país.
Texto de Aníbal Santiago 26/05/25
En esta columna, Aníbal Santiago escribe sobre el lamentable asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, y sobre la lenta reacción del gobierno ante la violencia desbordada que se vive en nuestro país.
Dentro de su Audi negro, Ximena Guzmán ya tenía ocho balas en el cuerpo, y José Muñoz, atrás de ella sobre Calzada de Tlalpan, otras cuatro. Destruidas sus vidas por una pistola nueve milímetros, la secretaria particular de la jefa de gobierno de la Ciudad de México y su asesor quedaron recostados; ella en su asiento, él sobre el arroyo vehicular. El sicario huía hacia el Estado de México, donde se le perdió la pista.
En minutos, cuando ya no había nada que hacer para salvarlos, llegaron a esa avenida la furgoneta de Investigación Forense, patrullas a montones y decenas de agentes policiales con cara de preocupados: unos hablaban por celular, otros tomaban apuntes y varios más, muchos, curioseaban sin hacer nada, igual que los ciudadanos que pasaban por esos rumbos del metro Xola con el morbo jalándoles la mirada. Las fotos que circularon en medios y redes así los exhibieron: alrededor de los cuerpos, haciendo nada.
Todos habían llegado demasiado tarde. Aunque en la fiscalía local opera una Subsecretaría de Inteligencia e Investigación Policial que, en teoría, se ocupa de adelantarse a los criminales para —rastreando comunicaciones y movimientos— salvar vidas y bienes, ninguna autoridad cumplió su deber antes de que los servidores públicos fueran asesinados. Lo mejor que el gobierno hizo en favor de los funcionarios fue acercarse a sus cadáveres y echar a andar la burocrática y tardía maquinaria de justicia.
En vez de anticiparse, como un sistema de seguridad eficiente haría, todos llegaron tarde. Y si llegas tarde a tu cita laboral, solo te queda lamentarte por las consecuencias. Quien te esperaba se fue, perdiste una oportunidad, te despidieron, minó tu prestigio ante la persona que sí llegó temprano. O, mucho más grave, te asesinan a dos funcionarios. Como llegaste tarde, solo queda reaccionar. Claudia Sheinbaum leyó durante la mañanera la tarjeta con el recado fúnebre y reaccionó con su cara consternada, el secretario de Seguridad Omar García Harfuch reaccionó haciendo llamadas ansiosas ante las cámaras de Palacio Nacional que lo mostraron con gesto de espanto, y las multitudes policiales reaccionaron dando forma a una verbena luctuosa en la colonia Moderna. Las áreas de comunicación de los despachos oficiales reaccionaron con una misma frase que más o menos va así: “Llegaremos hasta las últimas consecuencias”. Los mexicanos también reaccionamos: “Pinche país”, pensamos todos, de Tecate a Comitán.
No hay de dónde agarrarnos para mantener la ilusión de un país en paz si el gobierno solo atina a reaccionar. A los cárteles y los delincuentes, organizados o no, los blinda la tranquilidad de que en contra de ellos no opera ninguna estrategia preventiva, sino una tibia reacción que los deja impunes, vivos y felices.
Las naciones con vigorosos aparatos de justicia —Países Bajos, Canadá, Noruega, Alemania y Japón, por ejemplo— ha desarrollado cinco labores principales para prevenir delitos: uso de inteligencia criminal para anticiparse al crimen; policía profesional, justicia rápida y confiable; educación cívica y trabajo coordinado entre instituciones.
En México todo eso es un desastre. Por eso nos la pasamos llegando tarde, reaccionando, lamentando y sumando difuntos. El miércoles, cuando los homicidios habían ocurrido y el gobierno mexicano ignoraba tanto las identidades de los culpables como el móvil, Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos, enterado del doble atentado mortal ofreció a México: “Queremos ayudarlos a equiparse y brindarles información”.
El final de este cuento ya lo sabemos: México responde “no, gracias”, porque nuestra soberanía es inalienable y bla-bla-bla. Nuestra soberanía equivale a ríos de sangre. El drama es que, como no podemos solos —¿alguien lo duda?—, ya no sabemos ni dónde meter tantos muertos. EP