¿Romper? el techo de cristal

Alejandra Ibarra, desde sus vivencias, explora cómo el patriarcado es un sistema de dominación basado en el sexismo que deja fuera del juego a las mujeres.

Texto de 24/05/21

Alejandra Ibarra, desde sus vivencias, explora cómo el patriarcado es un sistema de dominación basado en el sexismo que deja fuera del juego a las mujeres.

Tiempo de lectura: 9 minutos

En 2017 vivía en Nueva York trabajando como asistente de investigación para decano de la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia y en muchos sentidos sentía que estaba haciendo las cosas bien; que —bajo varias métricas objetivas (había conseguido quedarme en una ciudad sumamente competitiva sin ser ciudadana estadounidense, con un empleo prestigioso, pagaba mi propia renta, acababa de publicar una investigación periodística)— era exitosa. Estaba orgullosa de mis logros; pensaba que estaba compitiendo junto con mis pares hombres y mujeres y que, en comparación, tenía una buena trayectoria.

Pero fue ese mismo 2017 el que se encargó de enseñarme todo lo que, según los requisitos para mi género, todavía me faltaba cumplir con ciertos requisitos para llamarme exitosa. Para mi comunidad en México, las métricas de éxito bajo las que yo me medía no aplicaban porque no estaba cumpliendo con lo que era exitoso para mis exigencias de género: en llamadas con mi abuela, mi mamá y mis amigas había un cuestionamiento constante. Una exigencia. ¿Por qué no tenía novio?, ¿qué esperaba? 

Para los estándares latinoamericanos, ser soltera a los 27 era señal de alarma y para el deber ser de una mujer mexicana, los logros profesionales no subsanaban los de tener esposo e hijos. Conforme más me sentía insuficiente o no exitosa bajo los estándares de género, menos valiosa me sentía. Entre más me preocupaba por mi peso, por mi cutis, por explorar aplicaciones de citas, menos me importaban mis logros económicos o profesionales y más despreciable me sentía. 

En un episodio de su podcast, la investigadora y profesora Brené Brown entrevista a Sonya Renee Taylor, autora negra del libro The Body is Not an Apology; ambas hablan sobre las ideas de las cuales derivamos el valor propio. Según Taylor, definimos nuestro valor a partir de compararnos con otros y planteaba esta idea con una metáfora de escaleras, donde las escaleras representan jerarquías: la del cuerpo ideal, la de la raza blanca, la de la academia; maneras de posicionarnos por encima de los demás para sentirnos mejores. “La escalera es el sistema”, explicaba Taylor, “es todas las cosas sobre las que hemos construido para lograr alcanzar el último peldaño”. Este último peldaño es lo que concebimos como éxito; la meta a la que todos aspiramos en el sistema que vivimos. 

Cuando escuché ese podcast mi idea de éxito se atomizó: ¿éxito para quién; para probar qué? Un cosa era el éxito profesional, que sentía haber experimentado y otra muy diferente era el éxito personal –éste, además, variaba dependiendo del género. Hablé con amigas profesionistas para entender qué consideraban éxito. Fernanda Torres, consultora para compañías farmacéuticas en San Diego, considera que el éxito es “el poder político o el poder económico usado para mover la aguja de ciertas conversaciones”. Me viene a la mente los CEOs de empresas trasnacionales, representantes populares, multimillonarios. Todas estas posiciones históricamente son ocupadas y acaparadas por hombres blancos. 

En un discurso de 1978, la estadounidense Marilyn Loden acuñó el término de “techo de cristal” para describir la exclusión que habían tenido las mujeres de los puestos de liderazgo y poder. El término se refiere a los patrones discriminatorios no escritos que niegan el ascenso laboral a mujeres calificadas, a pesar de que las políticas de promoción no sean discriminatorias en papel. 

Cuando no se trata de hombres, sino de mujeres exitosas, mis amigas mencionaron a las siguientes: Georgina Kessel —ex titular de la Secretaría de Energía— por ser “la primera mujer en un puesto ‘de hombres’”; Elizabeth Warren, ex candidata presidencial en Estados Unidos y senadora; “la CEO de YouTube”; Marion Reimers y Eufrosina Cruz. Para Zoe Mendelson, co-creadora de Pussypedia y autora de Pussypedia: A Comprehensive Guide, romper el techo de cristal significa “dinero, dinero, dinero. Para mí no se trata de títulos o fama, sino de dinero; quiero paga equitativa”.

Somos productos de un sistema basado en la competencia. Es nuestra habilidad de ascender escaleras imaginarias lo que nos hace sentir que somos mejores que el resto. En mi primaria teníamos tarjetas doradas para reconocer a los alumnos excelentes; quien asistía a más entrenamientos de básquet podía usar un jersey amarillo que tenía la leyenda “sigue mi ejemplo” inscrita en mayúsculas; una vez al año daban un trofeo al jugador más valioso. Durante la universidad fue lo mismo: triunfaba el que sobresalía. El exitoso era el que arrasaba con todo(s). La maestría en periodismo también era así; todos competíamos por conseguir un trabajo en el medio más prestigioso. Yo estaba programada para ser a partir de vencer. Ser buena sólo existía en perspectiva de ser mejor que alguien más. 

Pero estando en Nueva York entendí que no podía ganar en un juego donde las reglas están escritas para que gane el género masculino. Kate Manne, la filósofa australiana y autora de Down Girl. The Logic of Misoginy, ha propuesto una teoría para entender al patriarcado como un sistema de dominación basado en el sexismo. Según Manne, el patriarcado es la estructura, y el sexismo, su código de reglas. De acuerdo al sexismo, el género masculino tiene una predisposición natural a ciertos atributos como liderazgo, poder, reconocimiento, fortaleza; mientras que el género femenino tiene atributos de servilismo, docilidad, cuidado y obediencia. Y así, como un sistema racista o colorista, considera “mejor” a quien sea de raza blanca o tenga tez clara, en el patriarcado se considera mejor al género masculino. 

Este sistema nos impone parámetros de éxito exclusivos a cada género. Los hombres tienen que demostrar su masculinidad mediante ser agresivos en los negocios; acuñar más poder que el resto. Mientras que nosotras debemos demostrar que somos mejores en proporcionar cuidados, ser serviles, atentas, (buenas) parejas, (buenas) madres y mantener un físico atractivo (tener buen cuerpo). 

Manne además propone que una sociedad patriarcal utiliza expresiones de misoginia —chistes machistas, violaciones, feminicidio— como mecanismos para castigar a toda mujer que se sale de este rol de género. Entonces, por ejemplo, una mujer que no es servil o dócil, sino ambiciosa, es castigada. Mientras para el género femenino está mal visto aspirar a ese éxito, para el género masculino es todo lo contrario: esa ambición desmedida es esperada, deseada y premiada. 

Por eso, para las mujeres que buscamos éxito profesional, reconocimiento y acceso a recursos económicos junto con la autonomía que estos representan, la competencia por el éxito profesional empieza en desventaja contra los hombres. Mientras que para los hombres implica cumplir con lo que se espera que hagan, para nosotras representa una rebelión contra las expectativas que se nos imponen. En ese punto estaba en 2017, en Nueva York, frustrada por mi incapacidad de ser la mejor bajo ambos parámetros: “de hombre” y “de mujer”. 
Cuando pienso en el techo de cristal pienso en sacrificios; en cálculos sobre qué puede ser prescindible. Al respecto, en entrevista con Anfibia Podcast, la autora y antropóloga feminista Rita Segato habla sobre su madre y después sobre su mentora profesional. “Encontré a esa segunda mujer que era más radical todavía; era un monstruo. Era una máquina”, explica Segato al describirla como una eminencia en su campo profesional. Esta mentora suya, “no tuvo hijos, no quiso tener hijos porque creía que había una imposibilidad entre tener hijos y hacer una carrera como la que le apasionaba”. Al ser mujeres, se nos exige primero cumplir con el mandato de éxito asignado al género femenino (pareja, familia, servicio, procreación, atención), pero mientras queramos también tener éxito en el ámbito asignado al género masculino (que conlleva autonomía, independencia, auto gestión), tendremos que sacrificar uno de los dos.

Sofía Grivas

“Nos suscribimos al sistema de reglas creado para el triunfo de los hombres blancos y lo tomamos por cierto.”

Loden acuñó el término de techo de cristal planteando que las mujeres tenemos que competir vis a vis contra los hombres para ascender en el espacio laboral hasta ser (igual de) exitosas (que ellos). Pero nunca cuestionó lo que se nos dijo que fuera el éxito. Nos suscribimos al sistema de reglas creado para el triunfo de los hombres blancos y lo tomamos por cierto. En su momento, las mujeres blancas, como Loden, se dedicaban a solventar una serie de cuidados desde el apoyo emocional, pasando por el cuidado de los hijos, hasta la administración del hogar para que sus esposos pudieran tener sus necesidades básicas cubiertas y salir a triunfar en el mundo exterior. 

Estas mujeres que querían también competir en el mundo profesional, tenían una carga doble que empezaba primero por cumplir (y competir) en el terreno doméstico contra otras mujeres (ser mejores proveedoras de cuidados domésticos y maternidad como Martha Stewart. Si no cumplía primero con estas exigencias, el castigo social se manifestaba en señalarlas como malas madres; malas mujeres o feas e indeseables; esposas egoístas. Sólo después de cumplir con su papel de mujeres podían intentar competir contra los hombres en el terreno profesional. Una carrera así empezaba, por definición, en desventaja y con obstáculos. 

Tanto para hombres como para mujeres, “ganar” implicó por mucho tiempo sacrificar uno de los dos campos (el del éxito profesional o el del cuidado doméstico); pero fueron comúnmente las mujeres quienes sacrificaron el primero. “Ganar” en ambos terrenos sólo se volvió posible para las mujeres blancas, como Loden, hasta que esos cuidados domésticos se empezaron a trasladar a otras mujeres en posiciones aún más desaventajadas: negras y racializadas.  

“Si tu feminismo simplemente significa ‘estar a la par de los hombres’ entonces nunca va a ser un movimiento interseccional, incluyente y basado en la justicia”, escribe la activista y feminista negra Rachel Cargle en sus redes sociales. “Si tu única meta es ‘romper el techo de cristal’”, ahonda Cargle, “considera dónde van a caer todos esos trozos de vidrio si no vas a elevar a todas las mujeres marginalizadas contigo”. 

Lo cierto es que términos como el techo de cristal son conceptos que van cambiando y mutando conforme la sociedad evoluciona. Para Coral Estefanía Alonso García, estudiante mexicana de la maestría en enfermería en la Universidad de Johns Hopkins, romper el techo de cristal significa algo muy diferente a la intención original de Loden. Alonso García dice que para ella significa “que tus acciones liberen a otras mujeres o les den la oportunidad de tener vidas dignas sin opresión. Creo que algo importantísimo es ver la diferencia del ‘éxito’ de una mujer blanca con privilegios y de una mujer de color, ya que no son lo mismo y comúnmente no van de la mano”. Cuando Alonso García escucha sobre el éxito de una empresaria blanca no le emociona, “tuvo muchísimos privilegios y salidas fáciles y sé que muchas mujeres blancas también están a favor de la opresión de las mujeres de color”. Una vez más volvemos a la idea de que el éxito no es uno, o no es lineal, o no es algo de lo que partamos en condiciones iguales.

Para Sofía Canales, consultora en comunicación financiera y maratonista, el concepto de romper el techo de cristal también es algo distinto a su definición original. Y para Canales, el concepto evolucionado no sólo cobija a mujeres de todo el espectro racial, sino que quien rompe el techo de cristal pueden ser “todxs lxs que logren algo que querían y tenían todo en contra”. 

Quizá, así como ha evolucionado el concepto de techo de cristal, haya otras maneras de entender el éxito. Quizá podamos romper con la narrativa dominante y hacer un cambio de perspectiva; mover el tablero, reajustar las reglas, repensar nuestras metas. Regresando a Taylor y la analogía de las escaleras, la autora proponía la idea radical de ignorarlas: es posible “reconocer que la escalera sólo es real porque todos, colectivamente, seguimos tratando de escalarla… cuando dejemos de intentar escalarla no le encontraremos más utilidad a la escalera [el sistema]”. 

La idea de éxito como ser mejor que el resto es tramposa e interminable; al haber tantas maneras de entender el éxito y tantas disparidades para alcanzarlo, se convierte en algo interminable: el éxito como asíntota, como oasis. Tal vez podemos construir hacia otra cosa que empiece por la redistribución de responsabilidades y de aspiraciones. Para Adriana Villalba, una mujer que busca la conciliación entre intereses personales y profesionales, esto debería empezar por la “conciliación entre la casa, el trabajo y ámbito social, en donde todos colaboremos para equilibrar. Me parece importantísimo que esa conciliación sea principalmente en casa. Equilibrar desde la carga cognitiva hasta el tiempo que conlleva cada actividad”. 

Los últimos años de mi vida han sido una negociación conmigo misma, de las exigencias externas y las interiorizadas, sobre lo que entiendo por éxito. ¿Cuánto de eso quiero seguir persiguiendo y qué entiendo como intrínsecamente importante? ¿Cómo separar mis mandatos de lo que quiero? He entendido que, como mujer, las cargas para mí han sido (y ojalá no siempre lo sean) dobles: las profesionales y las domésticas. También aprendí que como mujer blanca, aspirar a romper el techo de cristal en sí mismo es un privilegio que no tienen miles de mujeres racializadas y personas no binarias. También pienso que con ese mismo privilegio puedo contribuir a cambiar los parámetros con los que nos medimos. 
Después de esos meses tormentosos en Nueva York en 2017 sigo teniendo más preguntas que respuestas, pero he dado algunos saltos al vacío a los que antes no me hubiera atrevido. Encontré una pareja con quien cuestiono mis mandatos y los suyos y reconocemos las injusticias de la disparidad entre ambos; buscamos maneras de nutrir la autonomía de ambos. Perdoné a mi abuela y mi mamá y mis amigas por insistir en que fuera “buena mujer” antes de “persona exitosa”, y hablo más con ellas sobre lo que se les exige como mujeres. En lugar de seguir luchando por ascender en las múltiples escaleras que me imponen estándares de excelencia, he ignorado algunas de ellas: dejé Nueva York y regresé a México. Rechacé un trabajo de editora, con visa, en Estados Unidos. Me tomé las cosas con un poco más de calma enfrentando el terror que eso podía implicar en mi sed por demostrarle a los demás quién puedo ser. Sin tantos mandatos del deber ser queda un espacio enorme por decidir quién quiero ser y descubrir cómo hacerlo de manera autónoma e independiente en un sistema diseñado para que, como mujeres, no lo seamos. EP 

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